A partir de la pandemia, la preocupación sobre la salud mental de las personas ha ido en aumento. Sin duda, uno de los grupos mayormente afectados por este tipo de padecimientos han sido los jóvenes, pues los confinamientos y demás medidas se dieron en años críticos para su desarrollo personal.
La depresión suele tener consecuencias graves para la vida de quienes la padecen: puede dificultar el relacionarse con otras personas (aumenta la soledad), genera alteraciones en el sueño, ansiedad, problemas cognitivos, afecta la productividad laboral y más.
De acuerdo con un análisis del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades en Estados Unidos, durante el año 2021, el 42% de los jóvenes en preparatoria, sentían tristeza y falta de esperanza, mientras que un 22% está considerando seriamente el suicidio. El estudio también muestra que las mujeres jóvenes, las lesbianas, los gays y bisexuales son los que están sufriendo más.
Ante las dificultades que la depresión puede causar en los jóvenes, los padres son los principales interesados en ayudar a sus hijos a salir de esa situación. No obstante lo anterior, saber cómo ayudar a alguien en depresión puede llegar a ser complicado.
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México no está exento de este tipo de problemas. Una encuesta levantada durante el 2021 por VoCes-191, mostró que 71% de los jóvenes en México presentan algún síntoma de depresión.
Aunado a la dificultad de saber qué hacer como padre, México tiene una gran incapacidad para dar atención en temas de salud mental, pues destina a estos temas solo el 2% del presupuesto total en salud. Adicionalmente, se vive una crisis de desabasto de medicamentos psiquiátricos lo que ha generado una serie de afectaciones en las personas que dependen de ellos.
Por la baja capacidad de atención a la salud mental en el país, el desabasto de medicamentos y la dificultad de saber cómo ayudar a un jóven en depresión, es importante que los padres sepan identificar la situación y tener una noción de cómo darle seguimiento al problema.
Lisa Damour es una psicóloga estadounidense con más de 25 años de experiencia en ayudar jóvenes y sus familias a través de sus prácticas clínicas y de su investigación. Su análisis más reciente es sobre el efecto emocional y mental que tuvo la pandemia en la salud de los jóvenes y con base en ello dio algunas recomendaciones a los padres para identificar y lidiar con depresión en sus hijos.
Lo primero es que después de algún shock emocional como reprobar un examen o sufrir una ruptura amorosa es de esperarse que sientan tristeza, pero lo importante es ver cómo manejan esos sentimientos y estar alertas en el caso de que recurran a las drogas o cualquier otro comportamiento nocivo para encontrar consuelo.
Si los padres se percatan de que su hijo regresa a casa enojado o triste y él les cuenta sobre la situación, es importante que los padres sean empáticos, se muestren interesados en lo que el jóven tiene que decir y hagan preguntas. Hablar sobre el sentimiento no deseado reduce el efecto que tiene.
Siempre hay que tomar en cuenta que los jóvenes siempre tendrán más apertura con sus padres cuando sean ellos quienes inicien la conversación porque sienten que así se respeta su autonomía y no solo son parte de la agenda del adulto.
También es importante saber que las situaciones de estrés y enojo, aunque son incómodas, son parte del desarrollo personal porque dejan un aprendizaje. En este sentido, como padres, no se debe proteger indiscriminadamente a los hijos de situaciones negativas.
Finalmente, es importante que los padres puedan identificar cuando los jóvenes experimentan inquietudes normales que corresponden a su edad o bien, signos de ansiedad y depresión que deben ser atendidos.
* Esta nota se basa principalmente en un artículo del New York Times llamado “Teens are struggling right now, what can parents do?”, disponible en: https://www.nytimes.com/2023/02/20/well/family/mental-health-teens-parents.html?searchResultPosition=1
1 VoCes-19 es un proyecto de The Population Council que busca recopilar información sobre el estado de los jóvenes mexicanos en varios temas después de la pandemia. The Population Council es una organización sin fines de lucro que hace investigación sobre temas importantes de salud y desarrollo a nivel mundial.
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Ante nuestros ojos y a pesar de muchas acciones la sociedad en conjunto se diluye. Las estructuras educativas y sus actores parecen abandonadas a su suerte en infraestructura, participación paterna, recursos jurídicos y contenidos educativos que por lo visto no están impactando en aspectos básicos: el respeto al prójimo. Las escenas de violencia tendrían que ser erradicadas y sustituidas por escenas de construcción del conocimiento y de construcción de ciudadanos. Las evasivas en los discursos oficiales no ayudan. Ocultar la crisis social y de las instituciones no es lo que se espera de las autoridades, rehuirle al desarrollo de acciones preventivas y correctivas radicales está muy lejos de ser la solución. Responsabilizar a otros no cabe porque el problema y la solución está en casa. Estos casos de los que hablamos son la contradicción del discurso oficial, son los indicadores de que nuestro país sigue enfermo y requiere de medidas más profundas y más urgentes. Por una parte, las acciones educativas que fortalezcan la convivencia entre estudiantes y la aceptación de las diferencias ya no pueden ser individuales ni enmarcadas solo en el ámbito de una escuela o una materia. El diseño de una estrategia dentro de la política educativa que impacte en los quehaceres educativos desde jardín de niños hasta educación superior tiene carácter de inmediato. Los diferentes subsistemas parecen tener acciones aisladas en la formación de ciudadanos y no se ejerce una acción coordinada y eficaz. Y por otra parte habrá que continuar levantando la voz para promover actividades en el campo de la educación para la prevención, la cual se mantiene en un ámbito reducido. Si bien es cierto la prevención en el área de la protección civil ha crecido producto de los diferentes eventos naturales a los cuales nos hemos tenido que enfrentar, la prevención como línea educativa estratégica en general carece de apoyo y por lo tanto de resultados concretos y positivos. Prevenir la deserción escolar, la agresividad, el consumo de drogas, el abuso y la explotación sexual, la depresión infantil, el embarazo de adolescentes, el uso de armas entre menores, el consumo de pornografía, la discriminación, están, en el mejor de los casos, débilmente incrustados en contenidos y actividades escolares. Si un caso se presenta sería razón suficiente para hablar sobre el tema, pero no es un caso, son varios y con evidencias de incremento. Las organizaciones civiles que buscan dar una respuesta social ante esta serie de problemas tienen también recursos limitados y se enfrentan a un bajo nivel de participación social en general. Si bien es cierto se presentan acciones de prevención en escuelas, lo que los casos evidencian es que también su acción es insuficiente frente a las circunstancias que como sociedad atravesamos. Estos problemas y otros pueden evitarse. Más corresponsabilidad social, mayor participación ciudadana, mejores estrategias de prevención en los subsistemas educativos y menos evasivas oficiales para sentar las bases de una verdadera recomposición de las interacciones sociales y detener la caída libre de la degradación de los valores familiares y sociales.Te puede interesar:
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En Canadá, un país ampliamente conocido por su diversidad cultural y religiosa, entre un 19 y un 30% de la población mantiene puntos de vista ateos o agnósticos, y en los centros urbanos la tendencia aumenta. El 42.2% de los residentes de Vancouver manifiestan no tienen afiliación religiosa*. Acorde con información del informe ARIS*, en los Estados Unidos el 14.1% de los ciudadanos se describe a sí mismo como “sin religión”. La BBC inglesa arrojó en un ejercicio estadístico del 2004, que el 50% de los encuestados no creían en algún ser superior. En Suecia la situación es similar, con un 30% identificado como no creyente, junto con Francia y la República Checa liderando la Unión Europea con números que se ubican entre el 25-29%. Uruguay, Costa Rica, Alemania, Países Bajos, Nueva Zelanda, Noruega, Dinamarca y varios países más poseen números que gravitan entre el 12 y el 35% de su población total, mismos que se han incrementado con el inicio del presente siglo. Te podría interesar: Hábitos (esenciales) de mi vida diaria (ruizhealytimes.com) Una gran cantidad de hombres y mujeres jóvenes (entre los 18 y los 45 años) han optado por la “no religión” en lugares donde la fe cristiana era predominante y esto obedece en buena medida, acorde con información recopilada en distintos puntos del orbe, a que muchos de sus ritos, prácticas, doctrinas y premisas lucen arcaicos a los ojos del siglo XXI, con su ideología de género, su postura frente al aborto, con la búsqueda de libertad(es) de carácter sexual, económica, los avances científicos, genómicos, etc. En el mismo sentido Brasil y México, dos de los grandes bastiones del cristianismo tradicional (catolicismo), han sido partícipes importantes de la caída que diversos estudios y encuestas reflejan, aun cuando la población general sigue siendo predominantemente cristiana. No podemos obviar también los numerosos casos de abusos sexuales (la mayoría de ellos cometidos contra menores de edad) que han surgido en diócesis diversas durante las últimas décadas, los cuales no han logrado sino acrecentar la ira y el repudio, justificado sobra decir, de fieles, ateos y agnósticos por igual. Las atrocidades cometidas a lo largo de los siglos por parte de numerosos miembros de la Iglesia cuya sede se encuentra en Roma, y que la misma organización clerical haya permitido u ocultado éstas con mayor o menor grado de impunidad, ha terminado por pasar factura alrededor del mundo. Aún hoy, a pesar de la ambigüedad con respecto al tema que ha mostrado El Papa Francisco, para la iglesia los actos y conductas homosexuales constituyen un grave pecado mortal debido a que atentan contra el orden natural de la sexualidad creado por Dios, al tiempo que la ideología de género gana terreno en el mundo occidental. Bajo este contexto quisiera rescatar dos episodios poco conocidos que muestran un escenario distinto del anterior, ajeno a la batalla ideológica que se libra hoy en día; uno donde aquellos clérigos cristianos, aún a pesar de las afrentas, los prejuicios, el miedo y en contra de los mismos preceptos que dictaba la iglesia institucional, lograron llevar ayuda, consuelo y una mínima dosis de paz a seres humanos vulnerables y en situaciones desoladoras, hace no muchos años. Los inicios de la pandemia Los últimos meses del año 1979 y los primeros de 1980 comenzaron a arrojar evidencia de que algo grave, infeccioso y mortal, se estaba gestando en diversas ciudades del orbe. Lo anterior venía precedido del punto más álgido en materia de liberación sexual, entre principios de los años sesenta y finales de los setenta, que revindicó o generalizó la sexualidad como parte integral de la condición humana, el papel de la mujer en la sociedad, las relaciones homosexuales, el uso de métodos anticonceptivos y otras posturas y condicionantes que se habían mantenido relegadas u ocultas durante mucho, mucho tiempo. Si bien es cierto que la información más aceptada dentro de la comunidad científica acerca del origen de la zoonosis que después llevaría el nombre de Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida estipula que ésta comenzó en el continente africano (específicamente en la zona de África central a finales del siglo XIX, siendo Camerún, Gabón, Guinea Ecuatorial y el Congo los epicentros de esta), su evolución al interior del continente tomaría aún varias décadas y su propagación alrededor del mundo, otros años más. Los tejidos y muestras conservados, así como análisis posteriores han permitido identificar una de las cepas tempranas del virus de inmunodeficiencia humana como el causante de las afecciones que acabaron con la vida de un adolescente en Missouri en 1969, un ayudante naval en Noruega en el año 1976 y una cirujana danesa en 1977, siendo éstos, los primeros rastros de una pandemia que, de a poco, comenzaba a germinar en occidente. No muchos años después, uno tras otro, día tras día y noche tras noche comenzaron a acudir a diversos centros hospitalarios, públicos y privados, de las ciudades más populosas de la unión americana (New York, Los Ángeles, San Francisco y en otras alrededor del mundo, después) pacientes aquejados de diversas molestias que parecían ser recurrentes: resfriados, fiebres, micosis, neumonías, padecimientos que, en lo general, no deberían representar mayor problema para aquellos a quienes aquejaban: hombres jóvenes, la mayoría entre los veinte y los cuarenta años. La única característica que compartían era su identidad homosexual, aunque los casos de usuarios de drogas autoadministradas por vía intravenosa comenzarían a emerger poco después. Para inicios de 1981, estos casos parecían multiplicarse sin que hubiera una razón específica ni un tratamiento eficaz. En su libro “Perspectives in a pandemic”, el doctor y especialista en enfermedades infecciosas Kevin Cahill, radicado en Nueva York, recuerda lo sorpresivo que resultó la primera oleada de enfermos. En pocos meses, muchas de aquellas primeras víctimas habían muerto. Algunos otros sólo semanas después de acudir a revisión. Había algo, propagándose de una manera no identificada, que estaba matando a todos aquellos jóvenes de una forma devastadora y nadie sabía con mínima certeza su origen. Menos aún, qué hacer al respecto. ¿Era acaso alguna bacteria, un virus, algo en las drogas recreativas que muchos de ellos consumían? Betty Williams, quien laboraba como trabajadora social encargada de gente sin hogar en Nueva York a finales de los años setenta y principio de los ochenta, habló años después de algo a lo que en un principio se le denominó como “junkie flu” o “resfriado de adicto”; y cito textualmente: “Las historias de horror comenzaron a llegar: hombres y mujeres que se inyectaban, los cuales tenían neumonía o bronquitis, diarreas y morían poco después”. Estos casos, que pueden rastrearse desde 1975 hasta 1980, no fueron reportados como algo nuevo dado que las afecciones no eran desconocidas y la inmunodepresión no era ajena a un grupo vulnerable como éste, así como dada la renuencia de muchos de los usuarios de drogas intravenosas a acudir a hospitales aun estando enfermos o a proveer información personal. De manera oficial, la pandemia del sida comenzó el 5 de junio de 1981, cuando el CDC (Centro de Control de Enfermedades, por sus siglas en inglés) reportó casos inusuales de neumonía en cinco hombres homosexuales de Los Ángeles. En el transcurso de los 18 meses siguientes, más casos serían reportados a lo largo y ancho de los Estados Unidos, junto con otras enfermedades oportunistas como el sarcoma de Kaposi, la linfadenopatía, la candidiosis, el herpes, diversas infecciones estomacales, así como fiebre y cansancio generalizado. El New York Times, en un artículo firmado por Lawrence K. Altman, lo llevaría al público general el 3 de julio de 1981 con el titular: “Rare cancer seen in 41 homosexuals”, siendo uno de los primeros recuentos del síndrome que pasaba de ser un terrible rumor a una realidad aún peor. Para junio de 1982, con un notorio aumento en el número de diagnósticos, dada la prevalencia en hombres homosexuales y con la teoría de que el agente era transmisible mediante el contacto sexual, se denominó GRID (Gay related immune deficiency) o inmunodeficiencia relacionada con la homosexualidad. Poco después comenzaron a tomar mayor fuerza los casos entre usuarios de drogas, trabajadores sexuales y hemofílicos. El surgimiento de la COVID-19 puede brindarnos ahora, aunque sea un poco de contexto, con respecto a aquellos años a principios de los ochenta: un escenario plagado de incertidumbre, miedo, zozobra, alienación, desconfianza y el desconocimiento respecto a las vías de contagio (contacto casual, alimentos, superficies, aire, etc) no hizo sino acrecentar el enrarecido ambiente. Peor aún, derivado de la estigmatización relacionada con los primeros casos (homosexuales, drogadictos, trabajadores sexuales) la gran mayoría de los enfermos se vieron confrontados por la peor versión de la naturaleza humana: el señalamiento, el rechazo, el abandono, la negligencia y la más absoluta soledad. Miembros de diversas congregaciones religiosas llegaron a expresar públicamente que el nuevo padecimiento no era sino “un castigo divino dadas las costumbres y depravación de la comunidad homosexual”. El caso de Clair Harward, que llegó a los titulares nacionales a través de la Associated Press, no era poco frecuente. Harward, un joven mormón de 26 años diagnosticado en una fase avanzada de sida, sin familiares ni amigos que pudieran ayudarle, acudió a su obispo en Utah, de nombre Bruce Don Bowen, penitente y consciente de su destino para solicitarle consejo y auxilio. Bowen, después de escucharle, le pidió no volver a acercarse a la iglesia y lo excomulgó. Clair Harward moriría solo, algunos meses después en el Saint Benedict´s Hospital de Ogden, Utah. La gran mayoría de aquellos primeros enfermos perdieron sus trabajos, fueron desalojados de los lugares donde vivían, hubo numerosos padres que desconocieron a sus hijos y se negaron a atenderlos, cuidarlos o incluso verlos tras el descubrimiento de la enfermedad, lo que generó que aún menos individuos quisieran realizarse pruebas de diagnóstico. Muchos de aquellos jóvenes llegaban demasiado enfermos a los hospitales y otros provenían de un entorno agresivo y complejo, como los trabajadores sexuales y los usuarios de drogas y ahora todos debían enfrentar una nueva forma de rechazo. Los pacientes morían por decenas, algunos en sus casas, otros en salas de emergencias, otros en las calles. La expectativa de vida tras el diagnóstico era de seis meses durante los primeros años de la década de los ochenta. En realidad, había poco que hacer por los hombres y mujeres aquejados por el sida en aquella época que no fuera tratar de proveerles cuidados, alojamiento, muchos de ellos completamente solos, y acompañarlos durante los días y semanas previos a su muerte. Y lo anterior no resultaba una tarea fácil, dado que había muy pocos lugares que aceptaban recibirlos y los hospitales estaban llenos de enfermos en distintas etapas de la afección. Good Samaritan Project (Kansas City) Una de las personas que con celeridad se dedicó a investigar por su cuenta acerca del virus que aquejaba a las grandes ciudades de Estados Unidos fue el clérigo John Barbone, de la Metropolitan Community Church de Kansas City, Mi. Barbone, una vez que la enfermedad llegó a Missouri a través de los pacientes que regresaban a sus ciudades natales a morir, se abocó al cuidado de los enfermos personalmente para después crear el proyecto denominado Good Samaritan (Buen Samaritano) en 1983. En un inicio, su labor consistía en visitar a aquellos residentes del área (pertenecieran a su congregación o no) que sabía estaban enfermos, en asegurarse que estaban comiendo o acompañarlos a sus citas y auxiliarles con su medicación. Pero una vez que estos fallecían se topó con un problema adicional; tras contactarles, se percató que muchas de las familias de los enfermos no querían saber absolutamente nada de ellos. Ante este escenario, la iglesia decidió hacerse cargo y pagar sus funerales y cremaciones. A pesar de que algunos amigos le ayudaban en su tarea, estos se vieron sobrepasados con rapidez. Pronto, derivado del número de defunciones (que superaba la veintena por mes, en 1983), Barbone buscó la manera de involucrar más gente en el proyecto para que sirvieran como voluntarios al tiempo que, gracias a una campaña de donaciones, logró hacerse de los servicios de profesionales con formaciones específicas (psicoterapéutica, médica, etc) para abordar la tarea de mejor forma posible. Del mismo modo, la iglesia adquirió una propiedad (Good Samaritan House) que permitía a los enfermos vivir ahí en su etapa terminal de modo que no tuvieran que morir completamente solos. Fueron años difíciles, de mucho desgaste y sufrimiento para enfermos y cuidadores por igual, con pocos medicamentos efectivos, largas horas de agonía y un final casi siempre fatal. El número de voluntarios del proyecto se elevaría a lo largo de los años hasta alcanzar los 1,200 miembros activos, cuyas labores incluían desde cuidar enfermos, atender líneas telefónicas que proveían información acerca del síndrome y sus características hasta individuos que brindaban orientación acerca de un trato más humano a enfermeras, enfermeros, médicos, etc. en una época en el que incluso el personal de los hospitales se rehusaba a entrar a las habitaciones de los pacientes para dejarles sus comidas del día. El mismo John Barbone, aunque tiempo después tuvo que delegar el liderazgo del proyecto y retomó sus actividades pastorales y administrativas, estuvo en numerosas ocasiones acompañando a los enfermos en el momento de su muerte, para tratar de brindarles paz y tranquilidad previo a su partida. Para 1999 Good Samaritan Project cambió su nombre a Spirit of Hope y en mayo de 2002, adoptó un nuevo enfoque comunitario llamado Culture of Christ y funcionó, ante la llegada de los efectivos tratamientos antirretrovirales, como centro de acogida para personas sin hogar. Barbone continúa hoy en día involucrado en labores clericales y comunitarias como pastor emérito en Missouri. Terence Cardinal Cooke (Nueva York) El Dr. Kevin Cahill, el infectólogo y uno de los encargados de la respuesta en la zona metropolitana de Nueva York, recuerda la dificultad para conseguir apoyo y difusión acerca de la enfermedad durante aquellos primeros años. El Estado norteamericano en lo general no actuó rápidamente ante la pandemia que se gestaba de manera local ni federal, mientras que los enfermos y las víctimas se multiplicaban con cada semana transcurrida. Después de tocar varias puertas sin éxito, la persona menos probable llegó para tratar de enfrentar la compleja situación: el arzobispo de Nueva York, Terence Cardinal Cooke. Cooke, cardenal de la iglesia católica romana, era una figura reconocida dentro del ámbito nacional; había sido nombrado Vicario apostólico de las Fuerzas Armadas en 1968, había acudido al Bronx para calmar los disturbios tras el asesinato de Martin Luther King y dirigió el funeral de Robert F. Kennedy en la catedral de San Patricio, además había creado la organización Birthright para apoyar a mujeres embarazadas en situaciones de riesgo o conflictivas. También había creado un fondo de becas para ayudar financieramente a estudiantes de escuelas católicas, entre otras cosas. Su postura en contra del aborto era bien conocida, así como sus desavenencias con las agrupaciones LGBT+. Te podría interesar: La perspectiva del futuro: los idiotas al poder (ruizhealytimes.com) El arzobispo, que había sido diagnosticado con leucemia mielomonocítica en 1965, tenía contacto frecuente con Cahill quien era parte del grupo médico que supervisaba su estado de salud dado su padecimiento. Al consultarle vía telefónica acerca de los avances con respecto a la nueva enfermedad, Cahill le informó de la pobre respuesta por parte del gobierno y de sus pares médicos para llevar a cabo un simposio acerca del virus y el síndrome que generaba, en buena medida derivado de los grupos a los que ésta aquejaba. La respuesta de Cooke fue más bien un ofrecimiento: él mismo acudiría al evento y brindaría algunas palabras para buscar mayor participación por parte de aquellos involucrados, tanto gubernamentales como civiles. Una vez que hubo conocimiento de la participación del arzobispo, otras figuras prominentes tales como Ed Koch, el alcalde de Nueva York, que hasta aquel momento había asumido una posición reactiva para enfrentar la pandemia, decidió sumarse a la iniciativa del mismo modo que lo hicieron otros médicos del país y el senador Edward Kennedy. Durante el simposio, el arzobispo Cooke mencionó: “El trabajo en equipo debe de ir más allá de la comunidad médica e involucrar gente del ámbito religioso y al sector gubernamental para asegurarnos de que esta crisis se transforme en una oportunidad. Debemos entender los elementos de la pandemia del sida en términos de dolor, sufrimiento, ansiedad y miedo de los seres humanos como individuos y trabajar conjuntamente; Señor, oramos por nuestros hermanos y hermanas que sufren del síndrome de inmunodeficiencia adquirida así como por sus familias y amigos”. Cooke fallecería poco después, en octubre de 1983, pero su legado no terminaría ahí. El Terence Cardinal Cooke Health Center, una instalación hospitalaria con 729 camas disponibles además de una unidad de cuidados intensivos y de emergencias sería la primera en tener un ala especializada en el cuidado integral de los enfermos de VIH/Sida, la mayoría de ellos pertenecientes a grupos vulnerables y alienados no sólo socialmente sino también por el cristianismo tradicional (y otras agrupaciones luteranas, pentecostales, etc). Además de atención médica, el centro ofrecería programas de rehabilitación, consejería y apoyo psicológico. Para 1991, la Arquidiócesis Católica de Nueva York había creado cinco centros para atender a pacientes afectados por el síndrome, sumando 324 camas adicionales para ellos. Sobra decir que existieron muchos, pero muchos más, religiosos y seculares, médicos, voluntarios, hombres y mujeres, que se encargaron de cuidar de los millones de enfermos a lo largo de los años; muchos de ellos, lo hicieron durante aquellos terribles días de principios de la década de los ochenta. Todos y cada uno de aquellos individuos merecen el mayor de los reconocimientos. El pastor John Barbone y el arzobispo Terence Cook son dos de ellos. Entrevistado en 1989, el monseñor James T. Cassidy, director de salud y supervisor de los hospitales de la arquidiócesis comentó: “El mayor problema no es la falta de hospitales, que sin duda existe, sino la falta de cuidados, de empatía. Nosotros sentimos que la necesidad estaba ahí y era enorme”. El cristianismo tradicional y el surgimiento de la pandemia del síndrome de inmunodeficiencia adquirida; pocos pares tan opuestos como éste se han presentado a través de los siglos, acercando posturas aparentemente irreconciliables. Sin embargo, existen determinados momentos a lo largo de la vida y de la historia, en los cuales no importa cuán opuestas o disimiles sean nuestras ideas, perspectivas, creencias o preferencias; si algo resulta cierto es que todos, absolutamente todos necesitamos un refugio en medio de la tormenta. *Censo Canadiense. 2001. INEGI, México. 2020. Instituto Nacional de Estadísticas, Uruguay. 2006-2015. New York Times archives 1983-2020. The Aids memorial – Stories of Love, Loss and Remembrance. AIDS in Kansas City: The Early Days, Documentary, Nov. 2022. Centers for Disease, Control and Prevention (CDC). 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