El cristianismo y la aparición del SIDA

Los actuales son tiempos complicados para la práctica religiosa tradicional en occidente; el número de cristianos (católicos, protestantes, ortodoxos y anglicanos) ha ido decreciendo de manera sostenida durante las últimas décadas.  En Canadá, un país ampliamente conocido...

14 de marzo, 2023 El cristianismo y la aparición del SIDA

Los actuales son tiempos complicados para la práctica religiosa tradicional en occidente; el número de cristianos (católicos, protestantes, ortodoxos y anglicanos) ha ido decreciendo de manera sostenida durante las últimas décadas. 

En Canadá, un país ampliamente conocido por su diversidad cultural y religiosa, entre un 19 y un 30% de la población mantiene puntos de vista ateos o agnósticos, y en los centros urbanos la tendencia aumenta. El 42.2% de los residentes de Vancouver manifiestan no tienen afiliación religiosa*. Acorde con información del informe ARIS*, en los Estados Unidos el 14.1% de los ciudadanos se describe a sí mismo como “sin religión”. La BBC inglesa arrojó en un ejercicio estadístico del 2004, que el 50% de los encuestados no creían en algún ser superior. En Suecia la situación es similar, con un 30% identificado como no creyente, junto con Francia y la República Checa liderando la Unión Europea con números que se ubican entre el 25-29%. Uruguay, Costa Rica, Alemania, Países Bajos, Nueva Zelanda, Noruega, Dinamarca y varios países más poseen números que gravitan entre el 12 y el 35% de su población total, mismos que se han incrementado con el inicio del presente siglo.    

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Una gran cantidad de hombres y mujeres jóvenes (entre los 18 y los 45 años) han optado por la “no religión” en lugares donde la fe cristiana era predominante y esto obedece en buena medida, acorde con información recopilada en distintos puntos del orbe, a que muchos de sus ritos, prácticas, doctrinas y premisas lucen arcaicos a los ojos del siglo XXI, con su ideología de género, su postura frente al aborto, con la búsqueda de libertad(es) de carácter sexual, económica, los avances científicos, genómicos, etc. En el mismo sentido Brasil y México, dos de los grandes bastiones del cristianismo tradicional (catolicismo), han sido partícipes importantes de la caída que diversos estudios y encuestas reflejan, aun cuando la población general sigue siendo predominantemente cristiana. 

No podemos obviar también los numerosos casos de abusos sexuales (la mayoría de ellos cometidos contra menores de edad) que han surgido en diócesis diversas durante las últimas décadas, los cuales no han logrado sino acrecentar la ira y el repudio, justificado sobra decir, de fieles, ateos y agnósticos por igual. Las atrocidades cometidas a lo largo de los siglos por parte de numerosos miembros de la Iglesia cuya sede se encuentra en Roma, y que la misma organización clerical haya permitido u ocultado éstas con mayor o menor grado de impunidad, ha terminado por pasar factura alrededor del mundo. 

Aún hoy, a pesar de la ambigüedad con respecto al tema que ha mostrado El Papa Francisco, para la iglesia los actos y conductas homosexuales constituyen un grave pecado mortal debido a que atentan contra el orden natural de la sexualidad creado por Dios, al tiempo que la ideología de género gana terreno en el mundo occidental. 

Bajo este contexto quisiera rescatar dos episodios poco conocidos que muestran un escenario distinto del anterior, ajeno a la batalla ideológica que se libra hoy en día; uno donde aquellos clérigos cristianos, aún a pesar de las afrentas, los prejuicios, el miedo y en contra de los mismos preceptos que dictaba la iglesia institucional, lograron llevar ayuda, consuelo y una mínima dosis de paz a seres humanos vulnerables y en situaciones desoladoras, hace no muchos años. 

Los inicios de la pandemia 

Los últimos meses del año 1979 y los primeros de 1980 comenzaron a arrojar evidencia de que algo grave, infeccioso y mortal, se estaba gestando en diversas ciudades del orbe. Lo anterior venía precedido del punto más álgido en materia de liberación sexual, entre principios de los años sesenta y finales de los setenta, que revindicó o generalizó la sexualidad como parte integral de la condición humana, el papel de la mujer en la sociedad, las relaciones homosexuales, el uso de métodos anticonceptivos y otras posturas y condicionantes que se habían mantenido relegadas u ocultas durante mucho, mucho tiempo. 

Si bien es cierto que la información más aceptada dentro de la comunidad científica acerca del origen de la zoonosis que después llevaría el nombre de Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida estipula que ésta comenzó en el continente africano (específicamente en la zona de África central a finales del siglo XIX, siendo Camerún, Gabón, Guinea Ecuatorial y el Congo los epicentros de esta), su evolución al interior del continente tomaría aún varias décadas y su propagación alrededor del mundo, otros años más. 

Los tejidos y muestras conservados, así como análisis posteriores han permitido identificar una de las cepas tempranas del virus de inmunodeficiencia humana como el causante de las afecciones que acabaron con la vida de un adolescente en Missouri en 1969, un ayudante naval en Noruega en el año 1976 y una cirujana danesa en 1977, siendo éstos, los primeros rastros de una pandemia que, de a poco, comenzaba a germinar en occidente.   

No muchos años después, uno tras otro, día tras día y noche tras noche comenzaron a acudir a diversos centros hospitalarios, públicos y privados, de las ciudades más populosas de la unión americana (New York, Los Ángeles, San Francisco y en otras alrededor del mundo, después) pacientes aquejados de diversas molestias que parecían ser recurrentes: resfriados, fiebres, micosis, neumonías, padecimientos que, en lo general, no deberían representar mayor problema para aquellos a quienes aquejaban: hombres jóvenes, la mayoría entre los veinte y los cuarenta años. La única característica que compartían era su identidad homosexual, aunque los casos de usuarios de drogas autoadministradas por vía intravenosa comenzarían a emerger poco después. Para inicios de 1981, estos casos parecían multiplicarse sin que hubiera una razón específica ni un tratamiento eficaz. 

En su libro “Perspectives in a pandemic”, el doctor y especialista en enfermedades infecciosas Kevin Cahill, radicado en Nueva York, recuerda lo sorpresivo que resultó la primera oleada de enfermos. En pocos meses, muchas de aquellas primeras víctimas habían muerto. Algunos otros sólo semanas después de acudir a revisión. Había algo, propagándose de una manera no identificada, que estaba matando a todos aquellos jóvenes de una forma devastadora y nadie sabía con mínima certeza su origen. Menos aún, qué hacer al respecto. ¿Era acaso alguna bacteria, un virus, algo en las drogas recreativas que muchos de ellos consumían?

Betty Williams, quien laboraba como trabajadora social encargada de gente sin hogar en Nueva York a finales de los años setenta y principio de los ochenta, habló años después de algo a lo que en un principio se le denominó como “junkie flu” o “resfriado de adicto”; y cito textualmente: “Las historias de horror comenzaron a llegar: hombres y mujeres que se inyectaban, los cuales tenían neumonía o bronquitis, diarreas y morían poco después”. 

Estos casos, que pueden rastrearse desde 1975 hasta 1980, no fueron reportados como algo nuevo dado que las afecciones no eran desconocidas y la inmunodepresión no era ajena a un grupo vulnerable como éste, así como dada la renuencia de muchos de los usuarios de drogas intravenosas a acudir a hospitales aun estando enfermos o a proveer información personal. 

De manera oficial, la pandemia del sida comenzó el 5 de junio de 1981, cuando el CDC (Centro de Control de Enfermedades, por sus siglas en inglés) reportó casos inusuales de neumonía en cinco hombres homosexuales de Los Ángeles. En el transcurso de los 18 meses siguientes, más casos serían reportados a lo largo y ancho de los Estados Unidos, junto con otras enfermedades oportunistas como el sarcoma de Kaposi, la linfadenopatía, la candidiosis, el herpes, diversas infecciones estomacales, así como fiebre y cansancio generalizado. 

El New York Times, en un artículo firmado por Lawrence K. Altman, lo llevaría al público general el 3 de julio de 1981 con el titular: “Rare cancer seen in 41 homosexuals”, siendo uno de los primeros recuentos del síndrome que pasaba de ser un terrible rumor a una realidad aún peor. 

Para junio de 1982, con un notorio aumento en el número de diagnósticos, dada la prevalencia en hombres homosexuales y con la teoría de que el agente era transmisible mediante el contacto sexual, se denominó GRID (Gay related immune deficiency) o inmunodeficiencia relacionada con la homosexualidad. Poco después comenzaron a tomar mayor fuerza los casos entre usuarios de drogas, trabajadores sexuales y hemofílicos. 

El surgimiento de la COVID-19 puede brindarnos ahora, aunque sea un poco de contexto, con respecto a aquellos años a principios de los ochenta: un escenario plagado de incertidumbre, miedo, zozobra, alienación, desconfianza y el desconocimiento respecto a las vías de contagio (contacto casual, alimentos, superficies, aire, etc) no hizo sino acrecentar el enrarecido ambiente. 

Peor aún, derivado de la estigmatización relacionada con los primeros casos (homosexuales, drogadictos, trabajadores sexuales) la gran mayoría de los enfermos se vieron confrontados por la peor versión de la naturaleza humana: el señalamiento, el rechazo, el abandono, la negligencia y la más absoluta soledad. Miembros de diversas congregaciones religiosas llegaron a expresar públicamente que el nuevo padecimiento no era sino “un castigo divino dadas las costumbres y depravación de la comunidad homosexual”. 

El caso de Clair Harward, que llegó a los titulares nacionales a través de la Associated Press, no era poco frecuente. Harward, un joven mormón de 26 años diagnosticado en una fase avanzada de sida, sin familiares ni amigos que pudieran ayudarle, acudió a su obispo en Utah, de nombre Bruce Don Bowen, penitente y consciente de su destino para solicitarle consejo y auxilio. Bowen, después de escucharle, le pidió no volver a acercarse a la iglesia y lo excomulgó. Clair Harward moriría solo, algunos meses después en el Saint Benedict´s Hospital de Ogden, Utah.   

La gran mayoría de aquellos primeros enfermos perdieron sus trabajos, fueron desalojados de los lugares donde vivían, hubo numerosos padres que desconocieron a sus hijos y se negaron a atenderlos, cuidarlos o incluso verlos tras el descubrimiento de la enfermedad, lo que generó que aún menos individuos quisieran realizarse pruebas de diagnóstico. Muchos de aquellos jóvenes llegaban demasiado enfermos a los hospitales y otros provenían de un entorno agresivo y complejo, como los trabajadores sexuales y los usuarios de drogas y ahora todos debían enfrentar una nueva forma de rechazo. Los pacientes morían por decenas, algunos en sus casas, otros en salas de emergencias, otros en las calles.  

La expectativa de vida tras el diagnóstico era de seis meses durante los primeros años de la década de los ochenta. En realidad, había poco que hacer por los hombres y mujeres aquejados por el sida en aquella época que no fuera tratar de proveerles cuidados, alojamiento, muchos de ellos completamente solos, y acompañarlos durante los días y semanas previos a su muerte. Y lo anterior no resultaba una tarea fácil, dado que había muy pocos lugares que aceptaban recibirlos y los hospitales estaban llenos de enfermos en distintas etapas de la afección. 

Good Samaritan Project (Kansas City)

Una de las personas que con celeridad se dedicó a investigar por su cuenta acerca del virus que aquejaba a las grandes ciudades de Estados Unidos fue el clérigo John Barbone, de la Metropolitan Community Church de Kansas City, Mi. Barbone, una vez que la enfermedad llegó a Missouri a través de los pacientes que regresaban a sus ciudades natales a morir, se abocó al cuidado de los enfermos personalmente para después crear el proyecto denominado Good Samaritan (Buen Samaritano) en 1983. En un inicio, su labor consistía en visitar a aquellos residentes del área (pertenecieran a su congregación o no) que sabía estaban enfermos, en asegurarse que estaban comiendo o acompañarlos a sus citas y auxiliarles con su medicación. Pero una vez que estos fallecían se topó con un problema adicional; tras contactarles, se percató que muchas de las familias de los enfermos no querían saber absolutamente nada de ellos. Ante este escenario, la iglesia decidió hacerse cargo y pagar sus funerales y cremaciones. A pesar de que algunos amigos le ayudaban en su tarea, estos se vieron sobrepasados con rapidez. 

Pronto, derivado del número de defunciones (que superaba la veintena por mes, en 1983), Barbone buscó la manera de involucrar más gente en el proyecto para que sirvieran como voluntarios al tiempo que, gracias a una campaña de donaciones, logró hacerse de los servicios de profesionales con formaciones específicas (psicoterapéutica, médica, etc) para abordar la tarea de mejor forma posible. Del mismo modo, la iglesia adquirió una propiedad (Good Samaritan House) que permitía a los enfermos vivir ahí en su etapa terminal de modo que no tuvieran que morir completamente solos. Fueron años difíciles, de mucho desgaste y sufrimiento para enfermos y cuidadores por igual, con pocos medicamentos efectivos, largas horas de agonía y un final casi siempre fatal. 

El número de voluntarios del proyecto se elevaría a lo largo de los años hasta alcanzar los 1,200 miembros activos, cuyas labores incluían desde cuidar enfermos, atender líneas telefónicas que proveían información acerca del síndrome y sus características hasta individuos que brindaban orientación acerca de un trato más humano a enfermeras, enfermeros, médicos, etc. en una época en el que incluso el personal de los hospitales se rehusaba a entrar a las habitaciones de los pacientes para dejarles sus comidas del día.  

El mismo John Barbone, aunque tiempo después tuvo que delegar el liderazgo del proyecto y retomó sus actividades pastorales y administrativas, estuvo en numerosas ocasiones acompañando a los enfermos en el momento de su muerte, para tratar de brindarles paz y tranquilidad previo a su partida. Para 1999 Good Samaritan Project cambió su nombre a Spirit of Hope y en mayo de 2002, adoptó un nuevo enfoque comunitario llamado Culture of Christ y funcionó, ante la llegada de los efectivos tratamientos antirretrovirales, como centro de acogida para personas sin hogar. Barbone continúa hoy en día involucrado en labores clericales y comunitarias como pastor emérito en Missouri. 

Terence Cardinal Cooke (Nueva York)

El Dr. Kevin Cahill, el infectólogo y uno de los encargados de la respuesta en la zona metropolitana de Nueva York, recuerda la dificultad para conseguir apoyo y difusión acerca de la enfermedad durante aquellos primeros años. El Estado norteamericano en lo general no actuó rápidamente ante la pandemia que se gestaba de manera local ni federal, mientras que los enfermos y las víctimas se multiplicaban con cada semana transcurrida. Después de tocar varias puertas sin éxito, la persona menos probable llegó para tratar de enfrentar la compleja situación: el arzobispo de Nueva York, Terence Cardinal Cooke.

Cooke, cardenal de la iglesia católica romana, era una figura reconocida dentro del ámbito nacional; había sido nombrado Vicario apostólico de las Fuerzas Armadas en 1968, había acudido al Bronx para calmar los disturbios tras el asesinato de Martin Luther King y dirigió el funeral de Robert F. Kennedy en la catedral de San Patricio, además había creado la organización Birthright para apoyar a mujeres embarazadas en situaciones de riesgo o conflictivas. También había creado un fondo de becas para ayudar financieramente a estudiantes de escuelas católicas, entre otras cosas. Su postura en contra del aborto era bien conocida, así como sus desavenencias con las agrupaciones LGBT+. 

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El arzobispo, que había sido diagnosticado con leucemia mielomonocítica en 1965, tenía contacto frecuente con Cahill quien era parte del grupo médico que supervisaba su estado de salud dado su padecimiento. Al consultarle vía telefónica acerca de los avances con respecto a la nueva enfermedad, Cahill le informó de la pobre respuesta por parte del gobierno y de sus pares médicos para llevar a cabo un simposio acerca del virus y el síndrome que generaba, en buena medida derivado de los grupos a los que ésta aquejaba. La respuesta de Cooke fue más bien un ofrecimiento: él mismo acudiría al evento y brindaría algunas palabras para buscar mayor participación por parte de aquellos involucrados, tanto gubernamentales como civiles. 

Una vez que hubo conocimiento de la participación del arzobispo, otras figuras prominentes tales como Ed Koch, el alcalde de Nueva York, que hasta aquel momento había asumido una posición reactiva para enfrentar la pandemia, decidió sumarse a la iniciativa del mismo modo que lo hicieron otros médicos del país y el senador Edward Kennedy. 

Durante el simposio, el arzobispo Cooke mencionó: 

“El trabajo en equipo debe de ir más allá de la comunidad médica e involucrar gente del ámbito religioso y al sector gubernamental para asegurarnos de que esta crisis se transforme en una oportunidad. Debemos entender los elementos de la pandemia del sida en términos de dolor, sufrimiento, ansiedad y miedo de los seres humanos como individuos y trabajar conjuntamente; Señor, oramos por nuestros hermanos y hermanas que sufren del síndrome de inmunodeficiencia adquirida así como por sus familias y amigos”. 

Cooke fallecería poco después, en octubre de 1983, pero su legado no terminaría ahí. 

El Terence Cardinal Cooke Health Center, una instalación hospitalaria con 729 camas disponibles además de una unidad de cuidados intensivos y de emergencias sería la primera en tener un ala especializada en el cuidado integral de los enfermos de VIH/Sida, la mayoría de ellos pertenecientes a grupos vulnerables y alienados no sólo socialmente sino también por el cristianismo tradicional (y otras agrupaciones luteranas, pentecostales, etc). Además de atención médica, el centro ofrecería programas de rehabilitación, consejería y apoyo psicológico. Para 1991, la Arquidiócesis Católica de Nueva York había creado cinco centros para atender a pacientes afectados por el síndrome, sumando 324 camas adicionales para ellos. 

Sobra decir que existieron muchos, pero muchos más, religiosos y seculares, médicos, voluntarios, hombres y mujeres, que se encargaron de cuidar de los millones de enfermos a lo largo de los años; muchos de ellos, lo hicieron durante aquellos terribles días de principios de la década de los ochenta. Todos y cada uno de aquellos individuos merecen el mayor de los reconocimientos. El pastor John Barbone y el arzobispo Terence Cook son dos de ellos. 

Entrevistado en 1989, el monseñor James T. Cassidy, director de salud y supervisor de los hospitales de la arquidiócesis comentó: “El mayor problema no es la falta de hospitales, que sin duda existe, sino la falta de cuidados, de empatía. Nosotros sentimos que la necesidad estaba ahí y era enorme”. 

El cristianismo tradicional y el surgimiento de la pandemia del síndrome de inmunodeficiencia adquirida; pocos pares tan opuestos como éste se han presentado a través de los siglos, acercando posturas aparentemente irreconciliables.  

Sin embargo, existen determinados momentos a lo largo de la vida y de la historia, en los cuales no importa cuán opuestas o disimiles sean nuestras ideas, perspectivas, creencias o preferencias; si algo resulta cierto es que todos, absolutamente todos necesitamos un refugio en medio de la tormenta.   

*Censo Canadiense. 2001. INEGI, México. 2020. Instituto Nacional de Estadísticas, Uruguay. 2006-2015. New York Times archives 1983-2020. The Aids memorial – Stories of Love, Loss and Remembrance. AIDS in Kansas City: The Early Days, Documentary, Nov. 2022. Centers for Disease, Control and Prevention (CDC). 

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dignos, con plena intimidad individual, pero todos estos derechos se equilibran a través de responsabilidades y límites. Toda agrupación humana, en aras de ejercer la libertad con plenitud, requiere fijarse reglas y normas que regulen la convivencia.  Desde mi perspectiva, existen cuatro condiciones que deben respetarse en el individuo de forma universal cuando se plantea una manifestación cultural. Una manifestación cultural es más deseable y valiosa en tanto su expresión y práctica favorezca (y no vulnere, por supuesto) la intimidad, la libertad, la dignidad y la igualdad de los seres humanos, tanto de los que pertenecen a la tradición señalada, como para aquellos que deben tener interacción con ella.   Supera las dimensiones de este texto desarrollar cada uno, y por qué esas y no otras, pero una vez que hemos acordado lo anterior, podemos empezar a comprender la importancia de tener ciertas convenciones universales en las que podamos estar todos de acuerdo.  Y es aquí donde esta comprensión del Universalismo funciona para equilibrar el Multiculturalismo. Cualquier variedad cultural que vaya en contra de estas convenciones personales –Igualdad, intimidad, libertad y dignidad– no puede ser aceptada. Así cierta práctica sea milenaria, común, o incluso legal bajo las legislaciones de ciertos países –como por ejemplo la ablación genital femenina, o la mutilación de una extremidad de aquel que haya cometido un robo– puesto que atentan contra todas o alguna de las cuatro condiciones que deben respetarse para que una acción sea culturalmente aceptable, resultarían inadmisibles.  ‎Por consiguiente debe quedar muy claro que el Universalismo como se plantea aquí no se trata de una doctrina que limite o imponga ideologías específicas, tampoco se trata de un sistema de pensamiento que promueva o rechace alguna doctrina religiosa en particular, mucho menos un pretexto para forzar a que prevalezcan valores éticos o conductas morales únicas, sino que de lo que se trata es generar un marco de referencia aplicable a todos los seres humanos, en tanto tales, dentro del cual todas las tradiciones o productos culturales –formas políticas, ideológicas, religiosas, sociales, éticas y morales– emerjan y se integren a nuevos ámbitos de forma natural y libre manifestándose de maneras diversas de tal modo que sea posible la convivencia de grupos e individuos diversos en las diferentes culturas humanas, pero poniendo un piso básico de respeto y dignidad.  Desde luego que nada de esto es posible sin fricciones y desacuerdos, en muchos casos superficiales y fáciles de limar, pero en otros, mucho más profundos y complejos, por eso una de las cuestiones más importantes que debe entenderse es que la libertad para existir y expresarse libremente de maneras diversas sólo puede aplicarse con plenitud dentro de ciertos los límites.  

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  Ya dijimos que todos los seres humanos somos libres, iguales y dignos, con derecho pleno a una intimidad individual, pero todos estos derechos se equilibran a través de responsabilidades y límites. Poner límites a la libertad es tarea compleja, pero indispensable. Quizá lo más importante sea entender que de hecho la libertad auténtica sólo puede existir dentro de ciertos límites, aunque cuando me refiero a ellos, no me refiero a opresión o barreras, sino a normas de convivencia que fomenten el desarrollo del conjunto social.  Me gustaría poner un ejemplo de cómo los límites, cuando son consensuados y racionales, favorecen la libertad en vez de impedirla. Supongamos que quiero llegar en mi automóvil del punto A al punto B que están en extremos opuestos de la ciudad. Si intento hacer ese recorrido sin atender a los lineamientos que marca el Reglamento de Tránsito y simplemente, de forma “libre”, busco la ruta más directa, lo más probable es que no llegue. Seguro que a lo largo del recorrido me toparía con una horda de autos en sentido opuesto al mío impidiéndome el paso, al no atender los semáforos podría tener un accidente, y así sucesivamente. El punto es que si pretendo pasar por alto las más elementales reglas de movilidad urbana, no sólo desquiciaré el orden bajo el cual los demás viven, sino que lo más probable es que ni siquiera llegue a mi destino. Es por demás agregar el escenario donde no sólo yo, sino uno donde nadie siguiera los límites que marca dicho reglamento. Simplemente nadie se podría mover puesto que habría automóviles yendo (o intentando ir) de un lugar a otro de forma anárquica, con lo cual las calles estarían bloqueadas y esa supuesta “libertad” de ir hacia dónde yo quiera del modo que yo quiera, habrá operado en mi contra impidiéndome llegar a mi destino.  En ese caso, como en todos donde los límites son puestos con intención de regular y favorecer el flujo de los acontecimientos, tener límites y restricciones racionales y consentidos permiten que los actos de voluntad y las acciones libres tenga lugar, lejos de impedirlos.   Por lo tanto esta es otra consideración de carácter universal: toda agrupación humana, en aras de ejercer la libertad con plenitud, requiere fijarse reglas y normas que regulen la convivencia. Aquí podríamos tomar como base el Contrato Social Roussoniano, que en cierto modo está incluido en los diversos artículos de la declaración de Naciones Unidas cuando se garantiza la libertad, la vida, la personalidad jurídica, a la vida privada, a la igualdad ante la ley, el derecho a la justicia y procesos legales apegado a la ley, e incluso al asilo en una país extranjero en caso de que este listado de garantías no se cumpla. Toda este listado de derechos está naturalmente equilibrado con obligaciones y límites     También es importante apuntar que las conclusiones y acuerdos a las que se lleguen aplicando esta vertiente de  Universalismo están permanentemente sujetos a debate, cambios y adecuaciones, que es lo opuesto de los códigos de acción únicos, inamovibles y permanentes que ciertas construcciones culturales sostienen. Si algo hemos aprendido de la ciencia y de la evolución humana es que siempre hay algo que no vemos, siempre hay un conocimiento que no estamos tomando en cuenta, siempre en la sociedad humana emergen nuevas complejidades que antes se desconocían y que exigen de ser tomadas en cuenta para redefinir acuerdos y soluciones al enfrentar problemas que en escenarios anteriores eran impensables. Incluso los principios que se definen como básicos son sujetos a discusión. Así como la ciencia da por verdadero aquel conocimiento que se comprueba pero permanece abierta a mejorarlo, profundizarlo o descartarlo si fuera el caso, también lo que se refiere al Universalismo es imperativo permanecer siempre abierto a la discusión, al diálogo y a encontrar nuevos acuerdos cada vez más satisfactorios y adaptados a las nuevas realidades.  Lo más concreto y aceptado hasta el día de hoy son los derechos humanos y la dignidad de las personas, por eso son ellos los fundamentos básicos de la cual parte cualquier posible comprensión universal de carácter cultural, pero está claro que ese piso bien podría cambiar, ampliarse y redefinirse según las nuevas condiciones lo exijan. Las comprensiones, convenciones, acuerdos y límites universales lo son porque responden a las necesidades y anhelos de los seres humanos en tiempo presente, en un momento histórico específico y por ello, cuando estas cambien, los postulados universales lo harán también.  El Humanismo Universal propuesto aquí no defiende la idea de que hay principios inamovibles y perpetuos, sino que como seres humanos compartimos justo eso, la humanidad, y somos capaces de llegar a acuerdos, convenciones y límites que fijamos y respetamos, pero que bien podemos modificar. No se defienden verdades absolutas, sino intuiciones y fundamentos compartidos que nos unan, que nos mantengan sentados a la mesa y que nos permitan continuar evolucionando como especie y teniendo las facultades plenas como individuo para diseñar nuestra existencia dentro de nuestros propios parámetros de “vida buena”.        Web: www.juancarlosaldir.com Instagram:  jcaldir Twitter:   @jcaldir    Facebook: Juan Carlos Aldir  

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La emergencia sanitaria representó un retroceso importante en el desigual camino de las mujeres en su aspiración por ser independientes económicamente, así como la obtención del reconocimiento laboral y profesional en un mundo capitalista que siempre privilegia al género masculino. Al reflexionar sobre el sistema patriarcal profundamente arraigado en México me remontó a la cultura y costumbres que en mi infancia y adolescencia nunca cuestioné, dentro de un contexto de invisibilización de la lucha de las mujeres por sus derechos. Me era común ver como a las niñas se les educaba para aprender las labores domésticas del hogar, mientras que a los niños se les dispensaba de colaborar en alguna labor señalada como propia de las mujeres. Te podría interesar: García Luna, el narcopolicía (ruizhealytimes.com) En la tradición familiar observé cómo muchos tíos míos nunca supieron lo que era lavar un plato, limpiar pisos o cocinar algo, salvo que por causas de fuerza mayor se requiriera colaborar con las labores domésticas. Parecía inculcarse que si un esposo o concubino era un buen proveedor económicamente, la pareja femenina debía servir y protegerlo hasta la muerte, por así estar convenido socialmente. En varias familias de aquella clase media capitalina de la postguerra mundial que permitió a los mexicanos tener un nivel de vida holgado, nunca vi a los miembros masculinos reconocer las arduas jornadas domésticas que realizaban “las mujeres de la casa”. Incluso se llegaba a estigmatizar que el trabajo del hogar, en sí mismo no era un trabajo, no contaba como experiencia laboral alguna y por lo general era una obligación casi devocional que las mujeres debían realizar por la tradición de los cánones sociales. Aprendí a colaborar en el hogar por necesitarse un mayor número de manos en las interminables labores domésticas de una casa modesta, que por una educación que se encaminara a la igualdad. Durante el denominado milagro mexicano se logró hacer accesible a la clase media patrimonio como inmuebles, acceso a sistemas de salud, algo de educación de calidad y sobre todo un salario que permitía el desarrollo de la familia tradicional. Por lo que las esposas, no requerían de laborar para apoyar a la familia económicamente, pero sobre todo era natural que si estás obtenían algún ingreso monetario, en realidad era una extensión del salario “del jefe” familiar.  Conocer una mujer divorciada era un hallazgo solo comparable a un avistamiento OVNI, o tan inusual como quien se sacaba la lotería. No recuerdo mucho énfasis en la educación sexual que recibí por parte de mis padres, sumado a que la moral católica imperaba en conocer lo menos posible sobre el pecaminoso tema del sexo. No era imaginable que se hablara de anticonceptivos, interrupción del embarazo, libertad sexual, mucho menos identidad de género que eran conceptos en desarrollo, pero que para aquella época de “bonanza” y buenas costumbres, hubieran sido un choque cultural parecido a un cataclismo. En la televisión solo existían telenovelas que repetían el cuento de la cenicienta con muy pocas modificaciones en el desarrollo de los personajes. Para que una protagonista ascendiera socialmente era necesario que su pureza estuviera garantizada, sin importar mucho que su educación fuera apenas básica, ya que para la trama lo único esencial es que al relacionarse con un hombre productivo, su condición de inferior sería cambiada al transformarse en la esposa de un empresario exitoso. La única excepción existente era que se descubrieran sus lazos sanguíneos perdidos, por alguna desgracia, que la reconocieran  como parte de la oligarquía. Al llegar “las modas” de mayor apertura a la sexualidad, la democracia, las libertades sociales y derechos de las mujeres, estas eran tratadas de forma velada, nunca se dio un espacio importante en los pocos programas de análisis existentes y por lo general se privilegiaba evitar tocar temas polémicos. La sociedad mexicana, históricamente conservadora, gustaba de vivir en el mayor inmovilismo posible que sentenciaba a las mujeres a continuar bajo el yugo del poderoso patriarcado disfrazado de protección masculina. Películas y series controversiales eran censuradas o editadas para que no ofendieran las buenas conciencias mexicanas. Los horarios para las series norteamericanas donde hubieran escenas de mujeres en bikini, sexualidad abierta o temas como la infidelidad eran cercanos a la media noche y siempre cuidando el contenido mediante la edición de las escenas más controversiales, en detrimento de la historia artística original. Los escasos noticieros cumplían como una extensión del cuidado de las audiencias nacionales a las que había que evitarles se contaminaran con ideologías ajenas a nuestra tradición trabajadora y católica, por el ende el feminismo en sus etapas de desarrollo era algo prohibido dentro del arcaico sistema político que sentía haber cumplido con permitir el sufragio femenino. Los contenidos predominantes en los medios de comunicación siempre fueron la familia tradicional, si se llegaba a mencionar a algún gay o una mujer que pretendiese romper con los estándares machistas impuestos, su inclusión estaba destinada para la mofa fácil y exhibirles como fuera de la norma aceptada. Las contadas mujeres empoderadas en las series de televisión eran producto de programas internacionales, y por la misma composición social de la hegemonía PRI-gobierno, se mostraba que esas mujeres eran ajenas a una realidad nacional. El camino “al triunfo” para una connacional tenía como requisitos: ser guapa, sumisa y sobre todo, evitar confrontarse  con los hombres de poder.  Te podría interesar: García Luna culpable, Calderón cómplice (ruizhealytimes.com) Recuerdo a la meritocracia masculina dominar, aun en mis etapas de universidad donde las mujeres lograban tener un espacio verdadero de desarrollo profesional, pero insuficiente para ocupar espacios privilegiados.  A pesar de los avances gigantescos en los derechos de las mujeres en estos tiempos, su rezago económico y de oportunidades es una dolorosa deuda que no termina de saldarse. Incluso quienes tratamos de ser empáticos y solidarios con sus inmensas luchas, padecemos aún desde la infancia de micromachismos que no logramos comprender y erradicar, al haber padecido décadas de influencia donde la cultura patriarcal que nos educó como replicadores de un sistema que privilegiaba la desigualdad entre los géneros." 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Toda agrupación humana, en aras de ejercer la libertad con plenitud, requiere fijarse reglas y normas que regulen la convivencia.  Desde mi perspectiva, existen cuatro condiciones que deben respetarse en el individuo de forma universal cuando se plantea una manifestación cultural. Una manifestación cultural es más deseable y valiosa en tanto su expresión y práctica favorezca (y no vulnere, por supuesto) la intimidad, la libertad, la dignidad y la igualdad de los seres humanos, tanto de los que pertenecen a la tradición señalada, como para aquellos que deben tener interacción con ella.   Supera las dimensiones de este texto desarrollar cada uno, y por qué esas y no otras, pero una vez que hemos acordado lo anterior, podemos empezar a comprender la importancia de tener ciertas convenciones universales en las que podamos estar todos de acuerdo.  Y es aquí donde esta comprensión del Universalismo funciona para equilibrar el Multiculturalismo. Cualquier variedad cultural que vaya en contra de estas convenciones personales –Igualdad, intimidad, libertad y dignidad– no puede ser aceptada. Así cierta práctica sea milenaria, común, o incluso legal bajo las legislaciones de ciertos países –como por ejemplo la ablación genital femenina, o la mutilación de una extremidad de aquel que haya cometido un robo– puesto que atentan contra todas o alguna de las cuatro condiciones que deben respetarse para que una acción sea culturalmente aceptable, resultarían inadmisibles.  ‎Por consiguiente debe quedar muy claro que el Universalismo como se plantea aquí no se trata de una doctrina que limite o imponga ideologías específicas, tampoco se trata de un sistema de pensamiento que promueva o rechace alguna doctrina religiosa en particular, mucho menos un pretexto para forzar a que prevalezcan valores éticos o conductas morales únicas, sino que de lo que se trata es generar un marco de referencia aplicable a todos los seres humanos, en tanto tales, dentro del cual todas las tradiciones o productos culturales –formas políticas, ideológicas, religiosas, sociales, éticas y morales– emerjan y se integren a nuevos ámbitos de forma natural y libre manifestándose de maneras diversas de tal modo que sea posible la convivencia de grupos e individuos diversos en las diferentes culturas humanas, pero poniendo un piso básico de respeto y dignidad.  Desde luego que nada de esto es posible sin fricciones y desacuerdos, en muchos casos superficiales y fáciles de limar, pero en otros, mucho más profundos y complejos, por eso una de las cuestiones más importantes que debe entenderse es que la libertad para existir y expresarse libremente de maneras diversas sólo puede aplicarse con plenitud dentro de ciertos los límites.  

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  Ya dijimos que todos los seres humanos somos libres, iguales y dignos, con derecho pleno a una intimidad individual, pero todos estos derechos se equilibran a través de responsabilidades y límites. Poner límites a la libertad es tarea compleja, pero indispensable. Quizá lo más importante sea entender que de hecho la libertad auténtica sólo puede existir dentro de ciertos límites, aunque cuando me refiero a ellos, no me refiero a opresión o barreras, sino a normas de convivencia que fomenten el desarrollo del conjunto social.  Me gustaría poner un ejemplo de cómo los límites, cuando son consensuados y racionales, favorecen la libertad en vez de impedirla. Supongamos que quiero llegar en mi automóvil del punto A al punto B que están en extremos opuestos de la ciudad. Si intento hacer ese recorrido sin atender a los lineamientos que marca el Reglamento de Tránsito y simplemente, de forma “libre”, busco la ruta más directa, lo más probable es que no llegue. 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Simplemente nadie se podría mover puesto que habría automóviles yendo (o intentando ir) de un lugar a otro de forma anárquica, con lo cual las calles estarían bloqueadas y esa supuesta “libertad” de ir hacia dónde yo quiera del modo que yo quiera, habrá operado en mi contra impidiéndome llegar a mi destino.  En ese caso, como en todos donde los límites son puestos con intención de regular y favorecer el flujo de los acontecimientos, tener límites y restricciones racionales y consentidos permiten que los actos de voluntad y las acciones libres tenga lugar, lejos de impedirlos.   Por lo tanto esta es otra consideración de carácter universal: toda agrupación humana, en aras de ejercer la libertad con plenitud, requiere fijarse reglas y normas que regulen la convivencia. Aquí podríamos tomar como base el Contrato Social Roussoniano, que en cierto modo está incluido en los diversos artículos de la declaración de Naciones Unidas cuando se garantiza la libertad, la vida, la personalidad jurídica, a la vida privada, a la igualdad ante la ley, el derecho a la justicia y procesos legales apegado a la ley, e incluso al asilo en una país extranjero en caso de que este listado de garantías no se cumpla. Toda este listado de derechos está naturalmente equilibrado con obligaciones y límites     También es importante apuntar que las conclusiones y acuerdos a las que se lleguen aplicando esta vertiente de  Universalismo están permanentemente sujetos a debate, cambios y adecuaciones, que es lo opuesto de los códigos de acción únicos, inamovibles y permanentes que ciertas construcciones culturales sostienen. Si algo hemos aprendido de la ciencia y de la evolución humana es que siempre hay algo que no vemos, siempre hay un conocimiento que no estamos tomando en cuenta, siempre en la sociedad humana emergen nuevas complejidades que antes se desconocían y que exigen de ser tomadas en cuenta para redefinir acuerdos y soluciones al enfrentar problemas que en escenarios anteriores eran impensables. Incluso los principios que se definen como básicos son sujetos a discusión. 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