Hacer lo correcto. No se puede ser indiferente

Hacer lo correcto supone actuar con integridad, honorabilidad, honestidad y sentido del deber, sabiendo que las decisiones que se tomen configuran el desarrollo de la comunidad hacia el mayor bien posible.

2 de marzo, 2023 Hacer lo correcto. No se puede ser indiferente

Una de las principales lecciones que obtuve al estudiar la Ética y la Política de Aristóteles fue comprender que ambos aspectos de la vida social están íntimamente entrelazados: no es posible prescindir de las virtudes ciudadanas si se pretende la consecución del bien común. En efecto, la calidad de vida y las posibilidades de desarrollo en el seno de una comunidad, sea ésta política, institucional, empresarial, académica, familiar o de cualquier otro tipo, se construye, de manera fundamental, en función de la calidad ética en el comportamiento de sus miembros. 

En la complejidad de la vida y las relaciones sociales, una y otra vez nos vemos enfrentados a dilemas éticos que nos exigen, sobre todo, claridad de conciencia y sentido de responsabilidad, precisamente para actuar haciendo lo correcto. Hacer lo correcto es el principal deber político de los ciudadanos y, en especial, de aquellas personas a cargo de los puestos de mayor jerarquía y autoridad en la comunidad. 

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Hacer lo correcto supone actuar con integridad, honorabilidad, honestidad y sentido del deber, sabiendo que las decisiones que se tomen y las acciones consecuentes configuran el desarrollo de la comunidad hacia el mayor bien posible o, si se falla en esto, hacia la fractura de la confianza y las condiciones de sostenibilidad para el futuro. No en balde se tiene aquella severa sentencia latina expresada en tres palabras: corruptio optimi pessima –la corrupción de los que deberían ser los mejores es lo peor de lo peor –.

Algunos podrán excusarse diciendo que no es fácil saber qué es lo correcto, o plantear que la ética es relativa. La verdad es que no es así y, la gran mayoría de las veces, el bien y el mal resultan tan evidentes como la luz. Aún en situaciones extremas, en difíciles dilemas éticos, la diferencia entre el mal menor y el mal mayor generalmente resultan claras. El problema es que, como cantaba Serrat, solemos confundir “lo que está bien con lo que nos conviene” y no es lo mismo. O quien decide carece del valor moral para hacer lo que se debe y, a falta de entereza, sacrifica su dignidad personal y el bien común por cobardía o por indisposición para pagar el precio ético que exige la realización del bien debido. También puede ocurrir que, por algún tipo de miopía intelectual, los intereses de corto plazo eclipsen la perspectiva de largo plazo, sacrificando un bien estratégico por un plato de lentejas (Gn 25, 29-34). O tal vez, por falta de cultura y formación humanista, ignoren las recomendaciones de Sócrates y Platón sobre la importancia de que los gobernantes actúen ejemplarmente si se quiere tener una comunidad con más virtudes que vicios, acostumbrada a obrar con rectitud y justicia. O acaso ignoran, por la misma razón, una de las expresiones en que se formula el llamado imperativo categórico kantiano como máxima ética: Obra de tal forma que tu acción pueda ser tenida como norma universal de conducta. Como sea, en todos estos casos, quienes carecen de la estatura moral o padecen de miopía de visión o son incapaces de actuar ejemplarmente o ignoran las máximas que orientan la acción ética, no deberían ocupar posiciones de impacto estratégico en ninguna institución. 

Lo anterior lo escribo, desde luego, en el contexto de nuestra desordenada vida republicana actual, cuando necesitamos que, en nuestras instituciones, sus dirigentes, representantes y figuras de autoridad, se conduzcan ejemplarmente, con honorabilidad e integridad, ejerciendo un auténtico liderazgo de acción positiva al servicio del bien común y de las mejores causas de la nación mexicana, venciendo al mal con el bien (Rom 12:21), con visión de largo plazo y sentido de trascendencia. 

Pienso, en particular, en los ministros de la Suprema Corte de Justicia, que tienen ahora en sus manos, literalmente el futuro de la democracia en nuestro país, que habiéndonos costado casi 200 años de sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas, puede irse al traste si no declaran la flagrante inconstitucionalidad del llamado Plan B de la Reforma Electoral del Presidente y sus súbditos. Pienso también en las autoridades de las universidades que arriesgan su capital reputacional y su prestigio académico si optan por lavarse las manos ante el descaro de una tristemente célebre exalumna que se “chamaqueó” a sus sinodales plagiando descaradamente sus tesis de licenciatura y doctorado (y seguramente también de maestría, porque es su modus operandi). Pienso en la comunidad de juristas (abogados, jueces, ministros de la Corte) que pueden fingir demencia ante la ya absoluta y evidente falta de probidad de la ministra Esquivel o pueden exigir, por distintos medios y con distintas manifestaciones de repudio, la renuncia de esta impresentable señora. O en tantos y tantos ámbitos de acción en donde se omite hacer el bien debido para, en su lugar, contribuir al mal, por inconciencia, por comodidad, por miedo, por falta de creatividad o por indiferencia. (Los diputados y senadores de Morena y sus vergonzantes partidos aliados han tenido varias veces la oportunidad de mostrarse honorables y dignos del cargo que ostentan, pero han preferido la indignidad y el oprobio, optando por defender lo indefendible, argumentar lo inargumentable y mentir y mentir sin escrúpulo alguno para quedar bien con su líder máximo, igualito que los Orcos del Señor de los Anillos, sirvientes de Sauron hasta la ignominia).    

Al igual que otros miles de ciudadanos, estuve presente en el Zócalo de la CdMx, justamente para defender un privilegio: el privilegio de vivir en democracia. Privilegio bien ganado por otros miles de ciudadanos que con admirable perseverancia y a lo largo de décadas, lograron arrebatarle al partido de Estado, el control de los procesos electorales para que los votos se contaran bien y contaran. Defender la democracia, hoy amenazada, es hacer lo correcto. Muchos estuvimos dispuestos a hacer el esfuerzo y manifestarnos. Lo seguiremos haciendo. 

Desde luego hay muchos otros ciudadanos que prefieren fingir demencia; permanecer indiferentes frente al avance de un régimen con pretensiones autoritarias que ya no disimula. Otros apuestan por no arriesgar el pellejo y no exponerse por idealismos que consideran innecesarios. Otros más, sencillamente no se dan cuenta de la oscuridad que nos puede venir o están a gusto con las dádivas que les da en efectivo el gobierno de la 4T a costa del desmantelamiento del estado.

Tomemos conciencia de la Montaña Rusa que es la historia del mundo: Las libertades civiles, la democracia, los derechos humanos, nunca están garantizados. Debemos defenderlos y luchar por ellos todos los días. Imposible no recordar al pensador irlandés del siglo XVIII Edmund Burke: “Para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada”. 

Termino esta reflexión citando aquel conocido poema del pastor luterano alemán Martin Niemöller sobre la cobardía e indiferencia de los intelectuales y ciudadanos alemanes tras el ascenso de los nazis al poder y el inicio de la persecución a distintos grupos: 

“Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio porque  yo no era comunista. Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque no era socialdemócrata. Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, ya que no era sindicalista. Cuando vinieron a llevarse a los judíos, no protesté, ya que no era judío. Ahora vienen a buscarme a mí, y ya no hay nadie que pueda protestar”.

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