La perspectiva del futuro: los idiotas al poder

Una buena cantidad de idiotas (adj. Ignorante, corto de entendimiento, poco inteligente) han ocupado importantes cotos del poder alrededor del mundo. Eso es un hecho.  En el ámbito político y a través del tiempo (mayoritariamente en el...

28 de febrero, 2023 La perspectiva del futuro: los idiotas al poder

Una buena cantidad de idiotas (adj. Ignorante, corto de entendimiento, poco inteligente) han ocupado importantes cotos del poder alrededor del mundo. Eso es un hecho. 

En el ámbito político y a través del tiempo (mayoritariamente en el siglo XX, aunque el XXI no está exento y por supuesto, haciendo a un lado a las casas reales y a los monarcas absolutos que, producto de décadas de relaciones consanguíneas, terminaron por regir imperios en condiciones de idiocia con manifestaciones que oscilaban entre le impericia y la esquizofrenia) el sistema democrático y el voto popular han permitido y potenciado que individuos mediocres en el mejor de los casos, asuman posiciones de influencia, control y poder: presidencias, cancillerías, jefaturas de gobierno. Pero eso no es todo. Éstos, en múltiples ocasiones, han impulsado que las ideas más retrógradas, irracionales, nocivas, carentes de humanismo, incluso aquellas francamente genocidas, en plena era moderna, permeen a las masas y llevarlas en muy distintas partes del orbe a una debacle económica, social, política, moral, etc. 

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Tratando de desentrañar el misterio detrás de esto, el cual escapa a toda lógica y al más elemental sentido común, la cualidad que se utiliza con mayor frecuencia respecto a dicho fenómeno es el de carisma, el cual acorde con lo que arroja la RAE es: “la capacidad de algunas personas de atraer o fascinar”. Es un líder carismático quien logra convencer a otros cientos, miles o millones de individuos, no de realizar o apoyar algo útil, productivo o enaltecedor, sino por el contrario, de que las más grandes aberraciones o sinsentidos resultan no sólo posibles o viables sino convenientes. Y en este apartado, hablando de manera general, podríamos incluir tanto a predicadores religiosos y profetas apocalípticos como a estafadores disfrazados de empresarios, a santeros o curanderos, autores de teorías de conspiración, gurús y coaches de todo tipo además de, como mencionaba en párrafos anteriores, a líderes políticos. Desde Jonestown hasta el caso Tate-LaBianca. Desde Jim Jones hasta Hugo Chávez. 

Individuos con dicha cualidad particular han arrastrado a individuos, regiones y países enteros a la tragedia, a través de la idolatría y el fanatismo.  ¿Pero qué es entonces algo tan intangible e inasible como el carisma?

Si me obligo a pensar en alguien carismático y a ponerle un rostro, es decir alguien capaz de atraer y/o fascinar, de convencer a otros a través del discurso y la comunicación no verbal, el término me remite a Wilde, a George Bernard Shaw, a Capote, a Marco Aurelio, a Mandela, a Churchill. 

Individuos inteligentes, brillantes incluso, cultos, expertos conversadores y grandes pensadores. Brillantes en lo privado y hábiles en lo público.  En el otro extremo del espectro, no puedo evitar pensar en Theodore (Ted) Bundy, en Malcolm X, en Vladimir Lenin. 

Pero tratando de proveer contexto y objetividad al análisis más allá de preferencias personales, existen dos líderes políticos invariablemente identificados como “carismáticos”, generadores de un funesto legado no tan lejano: Adolph Hitler y Benito Mussolini. Si uno se toma el tiempo y pone atención a los videos existentes de las arengas públicas de ambos, se encontrará en primera instancia con hombres que, físicamente, se encuentran por debajo de la media nacional italiana y alemana de aquella época. Aunque claro, bien sabemos que el carisma no sólo obedece a rasgos y facciones más o menos agraciadas, como lo reflejan buena parte de los ejemplos mencionados con anterioridad.  El físico ayuda, pero no es preponderante. 

En este entendido, siendo su discurso simple en esencia y yendo aún más allá, las expresiones, maneras, gesticulaciones faciales y movimientos corporales del Führer resultan teatrales, artificiosos, exagerados hasta extremos ridículos por decir lo menos. Los ojos cerrados mientras habla, los brazos cruzados sobre el pecho, el puño furioso, las manos implorantes que luego descansan en la cintura o en el cinturón del uniforme militar; todo discurso público de Hitler es una oda al lenguaje no verbal más churrigueresco que se puede encontrar dentro del ámbito político. Carente de sonido (o con música góspel de fondo) pareciera más la actuación de un predicador religioso del medio oeste norteamericano que la de un canciller alemán. Las entrevistas grabadas de otro líder carismático como lo es Charles Manson (que gravitan entre lo risible y lo tétrico) lo acercan más a las del pretendido instaurador del Tercer Reich que a Helmut Kohl o Konrad Adenauer.  “Il Duce” tampoco estaba muy lejos de semejante histrionismo, aunque sus formas y maneras mostraban (o simulaban) más suficiencia, arrogancia y deseo de control que apasionamiento arrebatado. Ninguno de los dos, ni Hitler ni Mussolini, eran hombres extraordinariamente cultos, inteligentes o versados en sentido alguno ni poseían otra cualidad inherente fuera de la ambición y una profunda convicción. El líder del Nacional Socialismo tenía una formación artística (frustrada) antes de volcarse en la política y Benito Amilcare, que había sido articulista y editor, emprendería después el camino de la agitación social que llevaría a la creación de los Camisas Negras y al Partido Nacional Fascista.    

Hugo Chávez es otro buen ejemplo de esto, cuyo nocivo legado continúa vigente hoy en día. El “comandante” y líder de la Quinta República, hijo de profesores y militar de carrera, tampoco podría calificarse de particularmente atractivo, ni particularmente dotado de manera excepcional en materia intelectual o lingüística (aunque infinitamente superior a su sucesor) que sin embargo, logró convencer a buena parte de la población venezolana, a mayorías y minorías y al final a las mismas instituciones, de una manera u otra, que el socialismo bolivariano ahora sí funcionaría. 

Ejemplos actuales existen varios: López Obrador, Gustavo Petro, el depuesto Pedro Castillo. Un fósil universitario, un exguerrillero y un profesor de educación básica transformados en caudillos y figuras de referencia de movimientos capaces de dar un súbito giro de timón en sus países de influencia. ¿Hay algo excepcional en ellos fuera del ansia, del anhelo de poder? La respuesta no parece evidente.  Entonces ¿dónde radica ese atisbo de carisma en el iletrado Castillo? ¿En el incongruente e ignorante López? ¿En el mediocre Petro? ¿En Chávez? ¿En Mussolini? 

¿O es que acaso en el poder del discurso y la convicción que han puesto en él, es donde radica su atractivo, su fuerza? Siendo ellos vehículo y herramienta, ¿es entonces la promesa de algo mejor (aunque equívoco, arcaico, aberrante, ilógico) lo que les provee de esa dosis de atracción, de fascinación, de idolatría? ¿Así fue con un artista frustrado como Hitler y sus manerismos, que desembocaron en la Segunda Guerra Mundial?, ¿con el editor Mussolini y su aparente suficiencia que implantó el Fascismo en Italia? ¿con Chávez y sus enemigos imaginarios, preponderantemente los Estados Unidos de América? 

El punto al que quiero llegar, que creo ya quedó bastante claro, es que ninguno de los individuos analizados con anterioridad goza o gozaba de ninguna excepcional particularidad, como es evidente, salvo por una convicción a prueba de todo y un irrefrenable anhelo de poder. Todos, sin embargo, lograron que su radio de acción y promesas se amplificaran, esparcieran y llegaran a lo más profundo del ciudadano común, ya fuera en Europa tras la Primera Guerra Mundial y en Latinoamérica en pleno siglo XX, a través de la potencia de su discurso y múltiples inseguridades y debilidades psicológicas enmascaradas justamente como lo opuesto: seguridad. 

De ser esto cierto, entonces se abre parte de un panorama inquietante que trataré más adelante: en buena medida el vehículo carece de importancia dado que es el germen que florece con la retórica de la injusticia, de la venganza disfrazada, del resentimiento, de enemigos que pueden provenir de donde sea y adaptarse a lo que se necesite (judíos, homosexuales, yanquis, ricos, oligarcas, conservadores y demás etcéteras) de donde proviene buena parte de la fuerza de estos individuos, más bien medianos, con ansias de poder. Probablemente y abarcando un panorama más general, tal y como describen numerosos historiadores y sociólogos, los fenómenos antes descritos se deban a la combinación del hambre con las ganas de comer. Un individuo o conjunto social, con carencias económicas, emocionales, etc. encuentra en alguien más, por más limitado que éste sea, las respuestas que busca, que necesita. Que está en posibilidad de proveerle (o al menos prometerlo) aquello que ansía. El escenario perfecto del depredador y la presa. 

La premisa de que existen individuos que varían entre objetivamente mediocres y clínicamente trastornados, quienes a través del poder de la palabra y dotados de inusual convicción, son capaces de depredar y devastar personas familias, conjuntos sociales y países valiéndose de la ignorancia de estos últimos, de sus debilidades, inseguridades y anhelos cualesquiera que éstos sean, como ha sucedido a lo largo del tiempo, resulta una visión estremecedora, máxime que el siglo XXI ha sido testigo del resurgimiento de movimientos similares (populistas, demagógicos, nacionalistas, etc.). 

Al final, para los líderes carismáticos los otros no poseen características individuales (inquietudes, anhelos, defectos o virtudes), sino que en conjunto y contados por millones forman parte de un organismo llamado “pueblo” y éste obedece a un propósito específico. El “pueblo” alemán, el “pueblo” italiano, el “pueblo” mexicano, colombiano, venezolano, etc. En notable contradicción, cada uno de los alemanes, por ejemplo, cada hombre y mujer, militar y civil que se vieron atraídos por el canciller alemán, pelearon no por un su país sino por un hombre, por un hombre, además, ajeno en buena medida a la realidad y a las implicaciones funestas de sus deseos y decisiones. Así ha sido a lo largo de la historia. 

Sin embargo, la perspectiva a futuro resulta aún más siniestra. Sobre todo, si tomamos en consideración lo que ponen en la mesa diversos estudios y muestreos, entre los que destaca el llevado a cabo por Bernt Bratsberg y Ole Rogenberg del Ragnar Frisch Center for Economic Research, el cual indica que la población mundial ha perdido entre 2.5 y 4.5 puntos de cociente intelectual cada diez años a partir de los años noventa. La humanidad, ahora, es menos capaz de obtener información, realizar procesos mentales abstractos y procesarla para adaptarla a su entorno en busca de soluciones de corto, mediano y largo plazo, como también es menos capaz de lidiar con ideas o eventos complejos, que requieren mayor análisis y atención. 

El neurocientífico francés Michel Desmurget, director del Instituto Nacional de Salud Francés y colaborador del Massachussets Institute of Technology (MIT) va más allá y atribuye al estilo de vida, la utilización excesiva de tecnologías portátiles (para uso recreativo, no educativo), el menor esfuerzo que implica hoy en día la obtención de información y el entretenimiento/gratificación instantánea, la importante disminución cognitiva. 

Algo similar a lo que arrojó la investigación publicada por la revista de la Academia de Ciencias de Estados Unidos “Proceedings of the National Academy of Sciences”, que atribuye a factores ambientales, antes que genéticos y/o congénitos, el detrimento en el CI sostenido durante las últimas décadas, en este caso específicamente a partir de la década de 1980. 

Pero el asunto va aún más allá.  Jonathan Haidt y Greg Lukianoff, entre muchos otros, han abordado ampliamente el tema de cómo las condiciones actuales (desde comunicaciones hasta sistemas escolares, pasando por paradigmas sociales) han fragilizado psicológicamente a las nuevas generaciones, haciéndolas más sensibles e incapaces de lidiar con la crudeza de la realidad. 

El famoso término “generación de cristal” y el de “snowflake” provienen de esta premisa que ha sido abordada por distintos sociólogos, psicólogos e investigadores de diversas ramas de las ciencias humanas a lo largo de los últimos años.  

Dado lo anterior, sea que el “carisma” provenga de alguna cualidad innata (que en varios de los casos anteriores tiene un nombre específico: narcisismo patológico) que provenga en gran medida del poder del discurso combinada con las ansias o anhelo de poder, la población mundial, más aún las siguientes generaciones menos inteligentes, menos capaces de analizar críticamente la inagotable información disponible, con individuos y conjuntos sociales más débiles, con un mayor número de inseguridades, más frágiles, aún más ávidos de soluciones fáciles a los numerosos problemas de un mundo complejo en constante cambio, se convertirán en blancos fáciles de gurús, charlatanes, de psicópatas disfrazados de predicadores, de empresarios, de coaches, de líderes de opinión y por supuesto, de políticos “carismáticos”.  

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A través del tiempo, aquellos (individuos, conjuntos sociales) llenos de dudas, de inseguridades, de carencias y resentimientos, son y han sido los más dispuestos a seguir a esos otros “hombres fuertes” que parecen siempre seguros de sí mismos. Lamentablemente esa confianza no proviene casi nunca de cualidades excepcionales o sobresalientes. 

Las nuevas generaciones difícilmente podrán notar esto; estarán demasiado ocupados de sí mismos, de sus debilidades emocionales y afectivas y caerán presas de otros, quizás no más inteligentes, pero si igual o más nocivos que los que vio emerger el siglo XX. 

Nos leemos la semana entrante. 

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