El silencio

Es un inusualmente cálido día de verano en aquella ciudad situada en las faldas de la cordillera de los Urales, a orillas del río Iset. El sol resplandece sobre el límpido e infinito azul del cielo; una...

16 de febrero, 2023

Es un inusualmente cálido día de verano en aquella ciudad situada en las faldas de la cordillera de los Urales, a orillas del río Iset. El sol resplandece sobre el límpido e infinito azul del cielo; una tímida brisa penetra por las ventanas abiertas y recorre las habitaciones, refrescándolas a su paso. Su esposo, de nombre Andréi, se encuentra laborando en una provincia cercana y no volverá hasta bien entrada la noche. El gato sabrá Dios dónde se ha metido. A pesar del buen clima y de contar con la casa para ella sola, en aquel momento ésta le resulta demasiado pequeña, estrecha y el silencio que impera en ella, sofocante. 

Le abruma la imperiosa necesidad de platicar, de contar lo que vio, de desahogarse, pero no puede. Todos, incluida ella misma, saben qué es lo que pasará si lo hace. Lo que implicaría para su esposo, sus amigos, para sus vecinos y conocidos. Aunque está consciente de ello, experimenta esa incómoda opresión en el pecho, ese molesto desasosiego que produce en la mujer el no poder comunicar hasta los más nimios pormenores de aquel encuentro. 

Así que Mariya decide salir un momento al patio. 

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Afuera, aun sintiéndose intranquila y casi sin pensarlo, comienza a tomar algunas prendas de la cesta de mimbre para tenderlas a fin de distraer la mente al menos por algún rato. Comienza por la ropa interior y después continúa con las faldas, los abrigos, las blusas, las camisas. Una prenda tras otra. Pero aún con las manos humedecidas, con los rayos del sol castigando su pálido rostro y los incesantes sonidos del ajetreo citadino, no puede dejar de pensar en ellos. 

En todos y cada uno de ellos. 

La mañana del día anterior, temprano, un hombre con fusil en mano le había solicitado, además de total discreción en su encomienda, que realizara la limpieza de aquella propiedad afincada en la calle Voznesenskaya con ametralladoras apostadas en el techo y cercada por una valla de madera de cuatro metros de alto. Esa casa en el centro de la ciudad, rodeada de decenas de individuos a quienes ella conoce bien, reclutados de fábricas locales que en aquel momento fungen como guardias. Más una fortaleza que un hogar.   “La casa del propósito especial”, le llaman. 

En el interior se halla aquella familia, similar a otra cualquiera, que la recibe con disimulado júbilo. Lo primero que observa al entrar, además del reducido patio, los tres perros que ladran efusivamente y los guardias armados que pululan por doquier, es a las cuatro hermanas que salen a su encuentro. Jóvenes. Altas y delgadas. La mayor no aparenta tener más de 20 años y la menor pareciera apenas mayor de los quince. 

Aun y cuando todas son hermosas, si bien distintas y sus maneras son amables y corteses, sus rasgos delatan angustia y pueden percibirse en sus ojos fatiga y hastío a partes iguales. Aun así, todas sonríen. Parecen emocionadas.  Las hermanas, salvo una que parece no sentirse bien y luce demacrada, se ofrecen a ayudarle a mover el escaso mobiliario e incluso a fregar el piso y mientras lo hacen, casi susurrando, le preguntan cómo está todo afuera de aquella propiedad. Anhelan conocer aunque sea un poco de lo que acontece, tanto relevante como trivial, en el mundo exterior. Con la respiración entrecortada, ella les responde lo mejor que puede, también en voz baja, al tiempo que limpia los pisos, recoge los trastes, apila la ropa. 

Mientras las hermanas la acompañan a hurtadillas durante su faena, mirando de reojo a sus improvisados carceleros, ayudando en lo que pueden y soltando breves comentarios inconexos del pasado y del futuro, Mariya llega a la planta superior de la casa y se detiene un instante para observar al más joven integrante de la familia, el único hijo varón, al que acompañan sus padres; él de pie y ella sentada en una silla de ruedas. 

El pequeño se encuentra recostado en la cama de la habitación principal. Su piel luce destempladamente pálida y sus ojos azules son dulces como los de sus hermanas, aunque resultan más infantiles y parecen llenos de tristeza. Evidentemente no se encuentra bien y no lo ha estado por algún tiempo porque incluso el comisario que tiene bajo su cargo a aquella pequeña milicia, de apellido Yurovsky, entra un momento a la habitación, se sienta junto a él y pregunta por el estado de su pierna antes de comentar algo con uno de los guardias para después volver a sus ocupaciones cotidianas. Los padres lucen agotados y más viejos que en los retratos que circulan por ahí; las arrugas en la frente, las sombras violáceas bajo sus ojos y los cabellos blanquecinos no hacen sino incrementar dicha impresión; aunque intentan ser cordiales, parecen intranquilos con la presencia del comisario en la habitación. Cuando éste se va, logran relajarse un poco y su semblante cambia. 

Ambos, al igual que sus hijas, poseen rasgos atractivos a pesar de que éstos reflejan también numerosas noches en vela, el peso invisible de días y meses de caos e incertidumbre. Sin embargo, se muestran afables y conversan sotto voce sobre el clima, el verano y otras cosas intrascendentes durante algunos breves minutos. Antes de salir y cerca de su oído, Mariya le susurra a la madre que rezará porque su pequeño hijo se recomponga y les desea que ponto la suerte de todos cambie, para bien; ésta agradece las palabras y sonríe un poco. 

Continúa con su labor en la habitación de al lado, después se dirige a la siguiente y así sucesivamente. Serán poco más de las tres de la tarde cuando concluye con la limpieza de la casa y haciendo un esfuerzo por resguardarlo todo en su memoria, echa un último vistazo a aquella propiedad y a aquella familia antes de que uno de los hombres la escolte hasta la puerta, insistiendo en su total discreción al tiempo que se echa el fusil al hombro. 

Guardias en cada habitación. En cada pasillo. En el jardín y en las calles que rodean la propiedad. Los insultos pintados en las paredes del baño. El papel tapiz de las habitaciones de color claro, con un diseño floral. Las figuras geométricas en las alfombras, la madera del piso. Las botas maltrechas del padre. Las cobijas sobre las piernas de la madre. Los blusones descoloridos de las hijas. Las camas amontonadas. Los íconos religiosos colocados en la pared. Los restos de té y pan negro en los platos y las tazas. Las ventanas cerradas a cal y canto. El tono solícito (y fingido) de Yurovsky. Todo aparece con suma claridad frente a sus ojos a través de fugaces destellos de su mente inquieta. Pero un mal presentimiento la acongoja.

Mariya termina de tender la ropa, seca sus manos apresuradamente en el delantal y regresa al interior de su hogar para servirse un poco de agua a fin de refrescar la garganta. Después, toma una de las sillas de madera del comedor y se acomoda en ella, pero continúa sintiéndose intranquila. Saca una aguja y un poco de hilo del cajón superior del buró, toma uno de los suéteres que están colgados en el armario y comienza a zurcir el pequeño corte que éste tiene en uno de los hombros. Con las emociones e ideas dispersas, le toma más tiempo de lo normal y levanta durante escasos segundos la mirada, perdida en la nada, para regresar a la labor instantes después; en algún momento, proveniente de la calle se filtra una voz joven que grita: 

-¡Se acercan los blancos, el ejército blanco llega! ¡Pronto estará aquí! 

Las mismas frases se repiten durante algunos segundos, sonando cada vez más lejanas, antes de que estas se transformen en ruidos de trifulca: golpes, gritos ahogados y lo que parecen ser algunos disparos aislados. Ningún sonido se escucha después de eso. Lo anterior le hiela la sangre. Recuerda, una vez más, que no puede hablar. Con nadie. 

Pero de haber podido, Mariya habría dicho: 

“El padre, ese a quien los rojos denominan un “bebedor de sangre” no es sino un hombre cansado y abatido. La madre, a la que han llamado de todo durante estos años de conflicto, no es más que una mujer quebrantada y enferma. A los dos les preocupan sus hijos por encima de cosa alguna, pero también los demás, aún y cuando no tengan ninguna relación con ellos. 

A pesar de todo, de la angustia y el agotamiento, continúan sonriendo. Mantienen la esperanza. Las muchachas. Los adultos. Sueñan. Hablan en voz baja, temerosos de lo que pueda ocurrir en las circunstancias en las que se encuentran. Son cariñosos, corteses, amables. Al pequeño, enfermo, le llaman baby (en inglés) de cariño. 

Nada de lo que repiten día tras día es cierto, no hay verdad en lo que enuncia incesantemente la propaganda. No son nuestros enemigos ni en absoluto monstruos sin alma, arrogantes y despreocupados por todo y por todos como han dicho hasta el cansancio. Ni dioses ni monstruos sino simples mortales. Como nosotros. 

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Pero no puede decir nada de eso. Y sabe, muy en el fondo, que tampoco tendría sentido. No haría ninguna diferencia, menos aún en aquella región que después pasaría a denominarse Sverdlovsk, repleta de radicales y extremistas. El mal presentimiento del día anterior, ese infalible misterio femenino, no se equivoca tampoco en aquella ocasión: el destino de los padres y los cinco hermanos pasará a ser un enigma durante largas décadas tras esa misma noche.  

Todavía falta un rato para que el marido llegue. 

Mientras espera que la sopa con carne comience a hervir y observando cómo la noche oscurece de a poco el horizonte, Mariya Starodumova siente el impacto de una profunda tristeza, inmensa y rompe a llorar, al tiempo que el gato llamado Sascha reaparece en la ventana junto a la puerta principal tras deambular por las calles, los tejados y los baldíos a lo largo del día. 

De aquel modo, iluminada tenuemente por la luz que proviene de los faroles de la calle y con el gato de pelo cobrizo acurrucado sobre su regazo, la encontrará Andréi cuando vuelva de su jornada. 

Sentada junto a la cocina, con gruesas gotas saladas surcando sus mejillas, depositándose en sus labios y derramándose sobre su frágil cuello. En silencio. 

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