Nos construimos a nosotros mismos y construimos nuestros vínculos a partir de las historias y relatos que contamos –y nos contamos– y que sirven para caracterizarnos, explicarnos, mostrarnos y reconocernos.
La conversación es una herramienta fundamental para recomponer nuestros pensamientos, intercambiar ideas y relacionarnos con los demás.
Por razones que no sabría explicar, de niño era infinitamente menos tímido de lo que he sido a partir de la adolescencia. En aquellos tiempos remotos me resultaba fácil acercarme a un grupo de niños desconocidos y ponerme a jugar con ellos sin el menor complejo. No era necesario justificarse, inventar una biografía que los impresionara o demostrar especiales dotes para el juego que estuviera en curso. Con un par de frases que incluyera nuestro nombre, una sonrisa abierta y actitud cooperativa era suficiente para que, a los pocos minutos, el grupo se hubiese integrado como si cada miembro se conociera con los demás desde el nacimiento. Cuando nos convertimos en adultos las cosas funcionan un poco diferente.
Por si no se ha dicho lo suficiente: nos construimos a nosotros mismos y construimos nuestros vínculos con los demás a partir de las historias y relatos que contamos –y nos contamos– y que sirven para caracterizarnos, explicarnos, mostrarnos y reconocernos.
Imaginemos que en una cafetería hay un grupo de personas charlando de lo más animados. Si conserváramos la inocencia de la niñez, bastaría con preguntarles si nos podemos sentar y unos minutos después estaríamos plenamente integrados en la conversación. Sin embargo, a pesar de tratarse del mecanismo más elemental y probado para acercarnos a los demás, son muy pocos los que se atreven a aplicarlo con naturalidad. Quizá, a diferencia que en la infancia, requeriríamos más que un par de frases amables para conseguir una aceptación provisional –o para permitir que un total desconocido se sume a nuestra conversación– pero, salvo que exista un entorno abiertamente desfavorable o inseguro, dado ese trascendental primer paso, si nos conducimos con ligereza y autenticidad, es muy probable que una hora después estemos plenamente integrados en la discusión del momento.
Mariano Sigman asegura en El poder de las palabras, que dado que nuestra mente es maleable, la conversación es una herramienta fundamental para trabajar la recomposición de los pensamientos porque en el intercambio de ideas se vuelven visibles procesos mentales que de otra manera nos pasan desapercibidos. Se trata de prestar atención a lo que se dice, la forma y la motivación para decirlo1.
Nuestro cerebro construye escenarios completos a partir de información escasa. En cuanto conocemos a alguien nos hacemos un juicio de ella o él y estamos interna e irreflexivamente convencidos de que tenemos razón, aun cuando la mayor parte de las veces nuestro juicio respecto a alguien tiene muy poco que ver con esa persona y casi todo con nuestras creencias y prejuicios. Y es desde ahí, desde el prejuicio y la convicción de que nuestras ideas, intuiciones y argumentos a priori son verdaderos e irrevocables, que solemos iniciar nuestras conversaciones con los demás.
Es en este caso donde una narrativa interna, cámara de eco de nuestras creencias y prejuicios más arraigados, lejos de funcionar como una herramienta para conseguir una mejor interacción con el mundo, sirve más bien para ocultarlo y deformarlo. En este escenario, tristemente común, es donde la buena conversación sirve como herramienta de conexión y aprendizaje respecto al otro pero también –y sobre todo– de nosotros mismos.
La próxima semana hablaremos de distintos tipos de diálogos.
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1 Sigman, Mariano, El poder de las palabras, Primera Edición, Tercera Reimpresión, España, Debate – Penguin Random House, 2022, Pág.17.
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