Es la situación de Chile hoy en día. En 1980, el contrato social del orden autoritario dictó una Constitución donde el gobierno tiene por función esencial definir y proteger los derechos de propiedad privada, pero no otros derechos tales como los humanos o los laborales o los ambientales. El mismo acuerdo constitucional sesgó totalmente a la innovación hacia la empresarial; pero ignorando la social como derivación de un liberalismo cerril ignorante del neocontractualismo del mismo género. Condujo a una política económica fundamentalista del mercado porque creyente en el mito de que la inversión privada puede resolver a todas las fallas del mercado.
Fue una prisión con barrotes de oro de la propiedad privada, la cual bloqueó el desarrollo de las fuerzas productivas generador de desarrollo sustentable; aunque los comentaristas liberales no se cansaron de repetir que la estabilidad macroeconómica demostraba la virtuosidad funcional de haber parado la reivindicación salarial; al mismo tiempo que guardaban un estruendoso silencio con respecto a la enorme rentabilidad de la captura de rentas, particularmente en el mercado de capitales formado con el ahorro de los trabajadores.
El malestar chileno 2023 se deriva de una sociedad plagada de agotamiento (burn-out), aunque privilegiada por un reparto del ingreso que envidia cualquier país latinoamericano. El mismo condujo al estallido social de 2019, pero muy significativamente al frente político que encumbró a Boric. Este desasosiego arribó a 2022 al cabo de una dependencia de la trayectoria signada por la sociedad de la suspicacia, pero no de la confianza activa propia de la democracia dialogística; por lo que no debería sorprendernos que los constituyentes de entonces quisieron institucionalizar una Carta Magna más populista identitaria que marxista o socialdemócrata.
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Como habitualmente sucede, las élites populistas se encaramaron en el movimiento social emanado del malestar chileno para proponer una constitución que desintegrara a la sociedad nacional, que la configurara como un archipiélago de la desconfianza, eventualmente formado por islas corporativas, indígenas o no, las cuales no generarían riqueza de manera sustentable. Para lograr esto último, hay que promulgar una constitución promotora de la economía de producción competitiva, pero no de la economía rentista fundamento del populismo identitario.
La nueva acción social de los movimientos nacionales de indignación diverge sin ambages del modelo jacobino de la revolución política o de la contrarrevolución. La comunidad indignada no profesa ninguna ideología en particular, desconfía del liderazgo unipersonal y de la clase política, y es un mosaico de comportamientos sociales disímiles que se suman más espontánea que orgánicamente. Cuanto más institucionalmente débil sea el Estado porque falla la auto ejecución de los contratos; empezando por el contrato social plasmado en la Constitución; más la comunidad indignada cuestionará a la representación de la colectividad nacional personalizada en el Estado y a su encomienda de bienestar general.
La Convención Constituyente de 2020 suscitó grandes expectativas que sobrevaloraron la función de una constitución, al punto de que la población sintiera su advenimiento como una cura milagrosa del malestar chileno que proveería de sanidad y educación gratuitas de calidad, que liquidaría a la especulación con los fondos jubilatorios; y hasta garantizaría un reparto del ingreso equitativo. Sobredimensión que no aplica en ningún país del mundo porque la constitución es como una brújula institucional, pero no una fuerza motriz. La constitución es un resumen de la dotación institucional formal del país; la cual puede propender tanto a la eficiencia adaptativa como a la ineficiencia. Si, técnicamente, una constitución es la mejor del mundo, ello no implica que la estructura artefactual va a desfogar en la eficiencia adaptativa porque, como cualquier contrato, su proyección en la eficiencia adaptativa depende de la capacidad de auto ejecución (self enforcement) que le otorgan los usos y las costumbres arraigados en la dependencia de la trayectoria.
Después de septiembre 2022 cuando se rechazó tajantemente al proyecto constitucional populista identitario, y durante 2023, podemos imaginar dos escenarios de gobernanza pública en Chile. (1) Habrá que poner a funcionar la vieja constitución en una economía estanflacionaria donde buena parte de la ciudadanía reclama muchos derechos, al mismo tiempo que asume pocas responsabilidades. (2) Desde el triunfo electoral de mayo 23, parte de la derecha sentirá llegada la hora del renacimiento mediante una oposición pacífica muy beligerante encuadrada por el orden democrático; pero también para otra parte de los diestros, el pinochetismo será más que una nostalgia. En los dos entablados que acabamos de suponer, será decisiva la nueva acción social del malestar chileno, aunque esté hipotecada por las ambigüedades, al mismo tiempo que potenciada por la voluntad de cambio institucional.
Antes de la disyuntiva electoral, Chile respondió a la crisis de la pandemia con una debilidad política evidente heredada del estallido social de 2019, pero soportando una importante depreciación de su moneda, salida de capitales, retiros de los fondos de pensiones y mayor gasto público de asistencia a hogares y empresas. Debilidad política pesando sobre la legitimidad porque los presidentes Bachelet y Piñera fueron electos con la abstención de más del 50% del padrón electoral, así como también las elecciones de convencionales para la Constitución de entonces; en tanto que el actual presidente Gabriel Boric fue electo con 45% de abstención electoral.
El orden democrático 1990 a 2023 no abatió al modelo económico legado por el orden autoritario, sino que solamente, lo recompuso dejando intactos sus fundamentos macroeconómicos de la microeconomía. El contrato social escrito en la Constitución fue corregido con la mentalidad minera de la cultura nacional basada en el cobre y en el comportamiento extractivo de los empresarios cazadores de rentas. Desaprovechando la oportunidad histórica implícita en la posición internacional destacada en materia de competitividad, los empresarios privados líderes de esta economía de mercado prefirieron la alternativa fácil de enriquecerse usufructuando a la economía rentista generadora de una inmerecida inequidad social. Más allá y más acá de consideraciones éticas o morales, el maquillaje del modelo económico de Pinochet realizado por el orden democrático es criticable por no haberlo suplantado por otro esquema estratégico que desarrollara a las fuerzas productivas para ser capaz de enfrentar a las incertidumbres sanitarias, económicas, o geopolíticas.
En mayo de 2023, los chilenos ejercieron el voto de castigo a Boric y su staff de gobierno otorgando un triunfo electoral rotundo a la derecha política, cuyos representantes en la nueva convención constituyente podrán presentar a plebiscito una constitución tan conservadora como la de Pinochet o aún más. Estas idas y venidas de los chilenos desde la izquierda a la derecha o viceversa, evidencia el malestar originario tanto de la sublevación de 2019 como de estos desplazamientos pendulares que no llevan a ninguna parte porque no asumen sin ambages a la reforma radical de la economía rentista.
James Buchanan y Gordon Tullock nos enseñaron que la Constitución es obra del consenso social de las mayorías, pero no de los profetas o de los iluminados. Ojalá que los miembros de la asamblea constituyente 2023 hayan aprendido esta lección.
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