En efecto, el mundo es muchos mundos. El ámbito de lo humano tiene incontables maneras de manifestarse y todas ellas se combinan de formas inusitadas para concretar universos culturales múltiples y diversos. Sin embargo estos universos culturales que durante largas etapas de la historia permanecieron más o menos aislados, por diversas causas, como la migración, el libre comercio de productos, el intercambios de información, de objetos de arte y un largo etcétera conviven y hoy en día se ven forzados a convivir, a relacionarse y en muchos casos se entremezclan como nunca en la historia de la humanidad.
Lo cierto es que en la sociedades occidentales de hoy el multiculturalismo es un hecho tan universal como inevitable. No sólo vivimos en sociedades en las que cohabitan un sinnúmero de manifestaciones culturales y humanas, sino que además resulta imperativo que consigamos el pleno reconocimiento de su existencia y valor en aras de lograr una convivencia pacífica y enriquecedora. La diversidad humana enriquece a la propia especie y nuestro desarrollo colectivo ético y moral estaría incompleto si no fuéramos capaces de aceptar la tolerancia, el respeto y la convivencia pacífica entre los diversos como una realidad no sólo inevitable sino como deseable y positiva.
La aceptación de la diferencia no es condición que llegue a los seres humanos de forma natural, sino que es el producto de un largo y tortuoso proceso evolutivo del que apenas en tiempos muy recientes las sociedades democráticas occidentales tomaron consciencia.
En su agudo y multicitado ensayo El multiculturalismo y la Política del Reconocimiento, Charles Taylor planteó dos maneras de encarar esta realidad ineludible. Por un lado habla de un Liberalismo 1, cuyo enfoque principal está en la salvaguarda ultranza de los derechos individuales, partiendo de un Estado neutro, que renuncie a imponer perspectivas culturales o religiosas de cualquier índole, o incluso con cualquier clase de metas colectivas que atenten contra esa libertad personal, seguridad física y bienestar de sus ciudadanos.
Mientras que por el otro lado, expone la posibilidad de un Liberalismo 2 que plantea un Estado comprometido con la supervivencia y el florecimiento de una nación, cultura o religión en particular –o de un grupo limitado de culturas y religiones–, de tal manera que los derechos de los ciudadanos y su libertad individual se vulneren lo menos posible, más allá de si están o no comprometidos con dicha cultura o religión en lo particular.
Dentro de sus fundamentos principales Taylor plantea la necesidad de reconocimiento surgidas como consecuencia de una serie de reivindicaciones históricas de diversas índoles que están estrechamente vinculadas con los nexos existentes entre el reconocimiento y la identidad. Sostiene también que nuestra identidad se moldea en parte gracias al reconocimiento del otro, y de esta forma, un individuo o un grupo entero pueden sufrir daños profundos ante la falta de él, al grado de despreciarse a sí mismo.
Por su parte José Antonio Pérez Tapias amplía esta visión al asegurar que existen tres formas de reconocimiento, a las que también llama “etapas en el aprendizaje mismo1”. Para él, el reconocimiento descrito por Taylor es una primera etapa. Posteriormente emerge un reconocimiento recíproco en la que nos reconocemos a nosotros mismos así como al otro como auténticamente humanos y en virtud de ello, somos capaces de llegar a acuerdos y respetarlos. Y por último hay una tercera etapa donde reconocemos al otro por él mismo, reconociendo su valor, su dignidad y sentimos entonces un respeto incondicional hacia él al reconocerle su condición de humano. Aquí podemos recordar una de las variedades distintas que utilizó Kant para enunciar su imperativo categórico cuando nos solicita obrar de tal modo que usemos tanto nuestra propia humanidad como la de todos los demás como un fin en sí mismo y nunca solamente como un medio.
De este modo esta visión multicultural de Taylor abarca no sólo a aquellos que poseen comprensiones culturales exógenas y extrañas a la nuestra, sino también a aquellos que dentro de nuestra propia cultura pertenecen a grupos marginados por alguna causa, sean estos minorías o mayorías.
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Se trata de una visión amplia y general, pero útil para comprender la importancia de reconocer la otredad, de que nuestra identidad no dependa solamente de comprender a nuestros pares, sino que se sustente de forma abierta y tolerante ante las manifestaciones que nos parecen ajenas.
Muchas veces rechazamos como “otredad” a aquellos que tenemos más cerca. En México, sólo por poner uno de los miles de ejemplos posibles, en pleno siglo XXI, las sociedades urbanas poseen una estructura claramente estratificada en donde ciertos sectores –ya sea por condicionantes económicas, apariencia física o por la propia condición social– son claramente rechazados por el estrato inmediatamente superior. Así, pongamos por caso, un habitante común perteneciente a la clase media baja –pensemos que vive en una unidad habitacional de Aragón– no ve como su igual a un indígena, pero él a su vez tampoco es visto como un igual por aquel segmento de clase media alta –que vive, supongamos, en la colonia Del Valle– y quién a su vez tampoco es visto como un igual por un habitante de la clase alta –pongamos por caso un vecino de Las Lomas de Chapultepec–. Todos los estratos comparten el espacio físico de la ciudad, sin embargo cada uno tiene sus zonas, sus escuelas, sus lugares de diversión y sólo en contadísimas ocasiones, y casi siempre delimitados unos de otros, comparten el mismo recinto sin estar vinculados por algún tipo de relación de poder.
Cada uno de los estratos mencionados –entre más bajo en el aspecto socioeconómico resulta más evidente– no sólo discriminan al que consideran inferior, sino que también padecen esa misma discriminación de una forma tan introyectada, que la asumen como parte de una realidad incuestionable, y así cada estrato posee un casi total convencimiento de que los niveles socioeconómicamente superiores están compuestos por ciudadanos de clase superior, del mismo modo que son inferiores los del estrato que consideran por debajo del suyo.
Aunque el discurso generalizado en el país defiende en apariencia la igualdad de derechos y de condiciones, lo cierto es que casi en ningún sentido esta intención se aterriza en la práctica. Es una construcción cultural tan arraigada que no estoy seguro de que el simple reconocimiento discursivo alcance para poner las cosas en orden, pero sin duda es un buen principio.
Al respecto Taylor nos pone el ejemplo de los pueblos que fueron conquistados y colonizados durante el siglo XV y XVI y que a la fecha guardan dentro de su propia idiosincrasia la imagen de “conquistados”, como sin duda sucede en nuestro país. También cita el ejemplo de ciertos grupos feministas que hoy alegan –con razón– que fueron inducidas a lo largo de los siglos a adoptar una imagen despectiva de sí mismas y aún gran parte del género femenino continúa padeciéndolo y en ocasiones siendo su propio “peor enemigo”. A este fenómeno Taylor lo llama “falso reconocimiento” y considera que “puede infligir una herida dolorosa que causa a sus víctimas un lacerante odio a sí mismas. Y por eso afirma que el reconocimiento debido no sólo es una cortesía que debemos a los demás: es una necesidad humana vital2”.
Esta condición de multiculturalidad, más allá de condiciones naturales de cada sociedad, donde se reciben diversos estímulos externos –cine, internet, artículos de consumo, moda, tecnología, etc– que terminan por ser de un modo u otro asimilados por la cultura hegemónica, está presente en los casos como el de México, donde a lo largo de los siglos se han fusionado diversas manifestaciones culturales, pero que lejos de formar una masa uniforme, ha creado una profunda diversidad.
A este fenómeno debe agregarse el de las incontables olas de migración que se dan en todas partes del mundo y que producen una diversidad cultural, religiosa, racial y social imposible de siquiera imaginar hasta hace muy poco tiempo. El reto está en asumir esa multiculturalidad como un hecho dado e irreversible y crear mecanismos para que la convivencia y la aceptación del otro sea cada vez más profunda y auténtica.
Podríamos concluir asegurando que el multiculturalismo es una doctrina que defiende la tolerancia, el respeto y la convivencia entre culturas diferentes. El problema está en que del mismo modo que supone una defensa de la igualdad de todas las tradiciones culturales, lleva inherente la idea de que todas las manifestaciones culturales comparten el mismo valor puesto que todas son colocadas en el mismo rasero de la igualdad.
Esta idea puede sonar justa y valiosa considerándola irreflexivamente, pero es indispensable ser cuidadosos para que no terminemos por meter a Gandhi y a Hitler en el mismo cajón.
El multiculturalismo, según la forma en que se considere, implica un cierto relativismo cultural, puesto que carece de categorías éticas y morales aceptadas por todos para discernir si una manifestación cultural es o no superior a otra, o tan siquiera deseable que continúe practicándose, con lo cual las diferencias en las costumbres, las cosmovisiones y las normas morales, sean estas las que sean, deben aceptarse como un signo de tolerancia y convivencia pacífica. Es, por lo tanto, necesario un contrapeso que equilibre la balanza, y éste lo encontramos en una versión contemporánea del universalismo.
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1 Pérez Tapias, José Antonio, Una escuela para el mestizaje: educación intercultural en la época de la globalización, en: Aldea Mundo: revista sobre fronteras e integración, año 4, no. 8, nov. 1999-abr.2000, en: http://redalyc.uaemex.mx/src/inicio/ArtPdfRed.jsp?iCve=54300805&iCveNum=0
2 Taylor, Charles, El multiculturalismo y la Política del reconocimiento, México, FCE, 2009, Pág. 54-55.
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