Morena y su coalición electoral obtuvieron una clara victoria en las últimas elecciones. Sin embargo, la legitimidad electoral no implica infalibilidad. Por ello el oficialismo debería diseñar instancias de «autocontención» que, más allá de liderazgos personales, y dentro de su propia visión de país, ponga límites a los excesos y desatinos legislativos y de gobierno.
Nadie en sus cabales discute que la coalición electoral encabezada por el partido Morena ganó con claridad las elecciones del pasado 2 de junio. Nadie niega que fue la voluntad mayoritaria que dicha coalición tuviese una hegemonía en el Congreso, aunque conviene apuntar que tampoco se trató de un respaldo unánime, puesto que más de 40% del electorado se decantó por fuerzas políticas distintas. Es verdad también que, aun cuando la sobrerrepresatación mediante la cual consiguieron la mayoría calificada, es excesiva con respecto al porcentaje de voto popular obtenido, se consiguió a partir de la aplicación de criterios legales resueltos en el mismo sentido que en ocasiones anteriores.
Lo que definitivamente no es cierto es que «el pueblo» (que guste o no, incluye a ese 44% que no simpatiza con Morena) haya votado por la consolidación de un régimen de partido único. No se votó a favor de reformas para neutralizar el equilibrio de poderes ni se votó el sometimiento del Estado en su conjunto a los dictados –y ocurrencias– del partido oficial.
Pero, sobre todo –y esto es lo más importante–, no es cierto que la legitimidad que Morena y sus aliados recibió en la urnas les garantice infalibilidad.
En las primeras semanas de la nueva legislatura y del gobierno Federal, lo que se aprecia es una especie de íntimo convencimiento de que, por haber ganado las elecciones, tienen el aval del «pueblo» para tomar cualquier decisión que pudiera ocurrírseles y que además dicha decisión, por gloria y gracia de la cuarta transformación, será impoluta, adecuada y perfecta, y siempre para el bien de la patria.
Lamentablemente las cosas no son así. La coalición oficial, del mismo modo que cualquier organización humana, está expuesta al error, a la confusión, a la interpretación sesgada, a los intereses de poder dentro del propio movimiento y al exceso.
No es necesario ser experto para percibir el espíritu revanchista y soberbio con que el oficialismo legislativo se ha conducido en las últimas semanas. Y es más lamentable aún porque, aun sin coincidir con los postulados obradoristas, observo que el movimiento que gobierna México se encuentra ante la oportunidad histórica de cambiar los paradigmas del pasado y construir una nueva nación; deseablemente más próspera, justa y libre. Y ante dicho escenario, debería primar la actitud opuesta. Lo que el triunfo electoral debía despertar en el oficialismo es un sentido de la responsabilidad y el patriotismo muy profundo, porque sería lamentable que luego de afirmar con tanta vehemencia que ellos «son distintos», terminen por fallarle estrepitosamente a ese «pueblo de México» que tanto aseguran representar.
La preocupación genuina del oficialismo no debía estar en idear estrategias para pasarle por encima a una oposición inoperante y tan falta de ideas y de proyecto que casi podría considerársele inexistente.
Donde Morena, si de verdad le interesa convertirse en la gran «cuarta transformación de la vida nacional» que pregona, tendría que enfocar su atención, no es en encontrar nuevas maneras de tasajear la Constitución en esa especie de aquelarre delirante en que están inmersos, sino en diseñar mecanismos de «autocontención» y «autoajuste» verdaderamente operantes.
No digo, porque sería absurdo, y casi seguro contraproducente, que le den el poder de veto, crítica o cuestionamiento a una oposición que ha probado ser ineficaz. Lo que digo es que la coalición gobernante debe encontrar, dentro de su propia visión de país y dentro de sus propios cuadros, mecanismos autoimpuestos que le permitan generar sus propios contrapesos de «autocorrección» y crítica que pongan el bien y la estabilidad de nación por encima de las luchas internas por el poder y los desatinos propios del poder desmedido.
El objetivo de estos mecanismos sería analizar seriamente qué cambios transformarían realmente al país en un rumbo que satisfaga a esa mayoría que efectivamente los apoya, pero sin dar la espalda a la pluralidad, expresada muchas veces en esas minorías que completan la nación.
Estamos a tiempo de apelar a la mesura y la serenidad. No se trata de que el partido oficial renuncie al mandato popular ni al programa ideológico que los llevó al poder en 2018, pero tampoco podemos aceptar indiferentes que un atropellado delirio reformista destruya lo que generaciones de mexicanos, de todo el espectro ideológico, han construido con tanto esfuerzo y entrega.
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