De cartón piedra

Era la gloria vestida de tul, con su mirada lejana y azul, que sonreía desde el escaparate, con la boquita menuda y granate… eso decía Serrat cuando alguien se enamoró de un maniquí; la vieja canción narraba...

11 de agosto, 2021

Era la gloria vestida de tul, con su mirada lejana y azul, que sonreía desde el escaparate, con la boquita menuda y granate… eso decía Serrat cuando alguien se enamoró de un maniquí; la vieja canción narraba la historia de un amor imposible que, pese a todo, en la imaginación del personaje, de alguna manera se realiza.

Este fin de semana acompañé a un familiar, mexicano nacido en los Estados Unidos, a recorrer el Centro Histórico, la Roma, la Condesa y Coyoacán; se trató de una viaje iniciático, tanto porque recorrimos lugares que él no conocía como porque se constituyó en una especie de creación de identidad. Su español es bueno, se esfuerza además en hablarlo con corrección aunque, desde luego, se nota que no es su lengua materna; nuestros mitos fundacionales son distintos y la manera en que abordamos nuestras mexicanidades es diferente, ambos tenemos un fondo común, muchísimas cosas nos unen pero hay otras en las que somos muy diversos. La mexicanidad, ese mito informe y camaleónico, a lo largo de los siglos se ha convertido en algo mucho más complicado de lo que imaginaron las generaciones que nos antecedieron y ya me pregunto si aquella búsqueda del alma nacional que se propusieron Vasconcelos y Alfonso Reyes antes de promediar el Siglo XX, la misma sobre la que trabajaron Samuel Ramos y Octavio Paz algunas décadas después, no es ya, más bien, la búsqueda de los espíritus de lo mexicano, como es que nuestras transmigraciones culturales nos han llevado a esa otra cultura hermana, casi gemela que es la mexicanidad del sur de los Estados Unidos, o la que vive y crea en España; la de nuestros afrodescendientes claro, pero también de los armenios, alemanes, japoneses, chinos y coreanos que hoy son mexicanos como cualquiera. Somos una cultura diversa dentro de la enorme variedad del universo de la Ñ, los que compartimos el español como lengua franca.

Tarareo esa canción de Serrat desde el domingo que mis ojos vieron el Templo Mayor de cartón piedra que se levanta minúsculo en el Zócalo, sobre todo porque, después de verlo desde las terrazas de la cafetería del histórico hotel Majestic, quisimos ver las huellas del Templo original y claro, no se podía entrar; desde luego que la decepción turística es lo de menos, a todos nos toca pasar por el aro de los inconvenientes cuando viajamos, aunque aquí hay que multiplicar que no se podían visitar los murales del Palacio Nacional ni los de San Ildefonso. Lo que sí parecía pasarse de castaño oscuro es cómo mientras se erige el Templo de cartón piedra, la sala de los caballeros águila no ha sido reparada desde que una granizada le puso el techo a nivel de piso, sí, desde abril. 

Me pareció simbólico pensar si no vivimos en una era donde se cambian las imágenes falsificadas y de dudoso gusto para ocultar nuestra incuria por lo original, si no vamos con las frases hechas y preconcebidas para no entrar al debate de los que vale la pena, en una palabra si no nos estamos tragando a puños respuestas fáciles e inmediatas para problemas complejos. Me seguirá el amable lector en el hecho de que con una pequeñísima parte del gasto de la pirámide cachirul se podría reparar de inmediato la infraestructura de la pirámide verdadera. No es una decisión de presupuestos o de competencias, es un mensaje, cómo es que nos queremos ver y cómo es que queremos que nos vean; no como somos, sino como soñamos que nos ven en un retrato, con personaje guapo, campirano, moreno, atlético y hasta azteca, de calendario de tienda de abarrotes.

Ya con media tristeza a cuestas, noto que los monumentos están sitiados, todos están ocultos detrás de murallas policíacas, como asustados de la próxima protesta contra los feminicidios que no cesan, que son la otra pandemia de la que tampoco queremos hablar sino que se maquilla y se oculta; don Cristóbal no regresa y nada se sabe del destino del ilustre desaparecido, los caracoles de la entrada del teatro Lindbergh en el Parque México, lucen descabezados; en fin, insisto, no es un asunto de presupuesto o de autoridades, lo es de discurso, de autoconcepto, de proyecto de Nación.

Si el gobierno tiene derecho a reencauzar la visión de la historia, de reinterpretarla y de enseñarla, eso es algo indiscutible, es parte del paquete de la legitimidad democrático electoral, pero hay formas y maneras, la única válida y aceptable es a través del debate donde el Estado tiene toda la oportunidad de valerse de los instrumentos que la ley le ofrece. No existe algo así como “500 años de resistencia”, no al menos si lo referimos a los aztecas y la Conquista, no a los pueblos oprimidos por ese imperio; desde luego que la hay y no solo de los pueblos indígenas sino de todos los que han sido vueltos marginales y olvidados, pero para replantear la historia se necesita una visión que todos puedan conocer, socializar y dialogar, oponerse y apoyar, hacerla el centro de una visión de pasado, presente y futuro. Eso no es de cartón piedra, no con esa frescura que da el alquiler como decía Serrat, no dando pastelazos y espectáculo con la promoción de la cultura.

Vamos tarde con esto del debate histórico, no da tiempo en tres años porque, dónde está la generación de escritores, pintores, historiadores y filósofos que la avalan y que darían voz al nuevo proyecto, porque no bastan las frases y los principios, sino el discurso, insisto por tercera vez, ese mensaje y esa visión que nos ayuden a identificarnos en nuestro tiempo y nuestra piel, para pensar un futuro conjunto, para crear nuevos espacios de identidad en este México que, ya se ve, es ahora tantos y tan distintos hogares y fuentes de mexicanidad.

@cesarbc70

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