Querida Tora:
El otro día nos enteramos de que la señora Sura (te acuerdas quién es, ¿verdad? La adivina o cartomanciana o como la quieras llamar) tiene una hija. No la conocíamos porque la tenía interna en una escuela; pero ya terminó la preparatoria, y la tuvo que sacar. Los primeros días todo fueron fiestas y alegría e invitaciones a la muchacha de todas las jóvenes de la vecindad, y todo iba muy bien. Pero…
Ay, esos peros. Resulta que a la semana de haber llegado, la muchacha le dijo a doña Sura que tenía novio. La mujer puso el grito en el cielo (no sé qué tiene el cielo que ver en el asunto, ni cómo hacen para poner un grito tan lejos, pero así se dice) “¿Cómo es posible? – dijo – Estabas en un internado muy serio, rodeada de monjas, de mujeres muy estrictas. ¿Cómo pudiste conocer a un muchacho?”. Fue un disgusto terrible para la mujer, pero tuvo que aceptar el hecho consumado, y le dijo que quería conocerlo.
Estuvieron como quince días buscando una fecha apropiada para la entrevista, pero siempre surgía algún inconveniente. Era la muchacha quien cancelaba las citas; no sé si le daba pena o vergüenza o qué, pero era ella la que impedía que doña Sura conociera al susodicho. A mi me intrigaba ese proceder, y un día que iba a ver al novio la seguí, a ver si averiguaba lo que pasaba. Y tuve suerte, porque se vieron en un café, y él le preguntó a ella qué pasaba, por qué no podía concertarse esa cita. ¿Y sabes qué contestó ella? Que porque tenía miedo de que a su mamá no le gustara y le ordenara dejarlo. “¿Y me dejarías?”, preguntó él. “Por supuesto que no”, contestó la chava, “pero se crearía una situación muy violenta”. Él insistió, pero no llegaron a nada.
Sin embargo, el día siguiente el chavo se presentó en la vecindad y fue directamente a la vivienda de doña Sura. Ella le puso mala cara (y no sabes lo fe que se ve cuando pone mala cara), pero lo hizo pasar (“Por cortesía”, dijo a su atribulada hija cuando le preguntó por qué). Yo corrí a meterme en la vivienda por la ventana de la azotehuela, porque la cosa prometía.
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El muchacho dijo todo lo que dicen los que se encuentran en situación parecida, e hizo todos los juramentos de costumbre. “Nada nuevo”, pensé, “Este se va al rato, y no vuelve. Y la única que va a sufrir es la muchacha”. Pero me equivoqué. Doña Sura lo atendió como yo nunca creí que fuera capaz de atender a un pretendiente de su hija, pues hasta le ofreció un cafecito con pastel de chocolate. Y ya los dos chavos creían que no habría obstáculos para su amor, cuando doña Sura le pidió que le dejara leerle las cartas. La chava se entusiasmó porque su mamá no le lee las cartas gratis a nadie, y creyó que ya empezaba a considerarlo parte de la familia. Pero en cuanto colocó las cartas sobre la mesa, lanzó un grito porque en ellas veía (según dijo textualmente) la muerte, el horror y el espanto. Y empezó a enumerar el terrible futuro que esperaba a su hija si se casaba con ese chavo: iba a perder el trabajo, la iba a embarazar y a abandonarla, el bebé se le iba a morir (“La boca se te haga chicharrón”, estuve a punto de decirle en voz alta), él se vería implicado en un robo a mano armada e iría a dar a la cárcel, ella iba a rodar muy abajo y, en fin, todas las desgracias que ocurrían a las jóvenes rebeldes en las películas de la Edad de Oro del Cine Mexicano.
La chica se levantó, airada, y dijo que nada de eso era cierto, porque vio al chavo pálido y tembloroso; que a su mamá le encantaba predecir cosas malas, pero que eso no podía ser cierto, porque ellos se amaban, y contra el amor nadie puede (cursi, pero lo dijo a gritos, para que la oyeran bien las vecinas que estaban amontonadas junto a sus ventanas. Doña Sura afirmó que ella venía de familia de profetas, y que sus predicciones siempre se cumplían; y volvió a echar las cartas una y otra vez, hasta que entre ellas apareció el rey de Bastos, y señalando el garrote que lleva, declaró que esa era la peor carga que le podía salir a alguien (pero al chavo le salió hasta la cuarta o quinta vez que le echó las cartas), y dijo a su hija que no se burlara de ella, porque entonces la cosa sería peor para todos; y se levantó enfurecida, enorme en esa túnica negra que tanto le gusta usar y con voz salida de los infiernos dijo al chavo “No pasarás”, y cayó desvanecida.
Varias de las vecinas se desmayaron también, y hubo que llevarlas a la enfermería (por cierto, que la enfermera se negó a atenderlas, “no le fuera a caer a ella también alguna maldición”). Las que no se desmayaron empezaron a gritar, algunas se hincaron a rezar; y los gritos se oían ya en la vecindad de junto. Llamaron al portero, pero él se negó a aparecer, “porque él no creía en esas cosas”, y corrió a meterse debajo de la cama. Y los guaruras, ni hablar: el que no tenía que ir al baño, le tenía que hablar a su mamá, y todos desaparecieron.
La situación se estaba saliendo de control, pues algunos ya habían ido a llamar al gendarme de la esquina, a pesar de que no podría hacer nada; pero peor era quedarse ahí parados, esperando quién sabe qué horror. Y decidí intervenir.
Sin pensarlo dos veces, me metí entre los pies de doña Sura y la hice caer del banquito al que se había subido para parecer más grande, y logré que se cayera. Lanzó un grito horrible, pero en cuanto cayó se quedó callada, callada, como muerta. Pero no estaba muerta. Tardó varios minutos en volver a la conciencia, y lo primero que dijo fue “¿Dónde estoy?” ¿Y qué crees? El chavo dijo: “Si no sabe dónde está, menos puede saber lo que va a ser de nosotros en el futuro”, y le dio la mano a la chava. Ya iban a salir, pero doña Sura se recuperó y pidió a su hija que no se fuera así, y le rogó que hiciera las cosas bien y se casara. La chava accedió, pidió al novio que le diera esa noche para hablar con su mamá y que volviera al día siguiente. Y así lo hicieron.
Madre e hija hablaron hasta altas horas de la noche. Doña Sura dijo que temía perderla, que era lo único bueno que había hecho en su vida y que no quería que se fuera. La chava le dijo que no la perdía, que estarían siempre en contacto, que necesitaba la guía de su experiencia y de su sabiduría y que su esposo sería como un hijo para ella. La mujer comprendió a los jóvenes y les ofreció su apoyo (tampoco podía hacer otra cosa, so pena de quedarse sola), y hasta fijaron una fecha tentativa de boda.
Así, el asunto se resolvió satisfactoriamente para todos. Pero el portero no salió en toda la noche de la portería.
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