CARTAS A TORA 221

Querida Tora: Fíjate que la familia del 29 tuvo una crisis económica muy fuerte y se quedó sin un centavo; no tenían ni para comer, y son ocho, contando a un tío que llegó hace poco a...

23 de abril, 2021 CARTAS A TORA 331

Querida Tora:

Fíjate que la familia del 29 tuvo una crisis económica muy fuerte y se quedó sin un centavo; no tenían ni para comer, y son ocho, contando a un tío que llegó hace poco a vivir con ellos. ¿Y sabes lo que se le ocurrió al susodicho para conseguir dinero? Decir que se había muerto, y pedir a los vecinos para los gastos de velorio, entierro y esas cosas. A todos les gustó la idea, y pusieron  manos a la obra.

Consiguieron un ataúd (de medio uso, desde luego), metieron allí al tío, le dieron un té de tila muy cargado para que se tranquilizara, y lo pusieron  en la sala. Luego, todas las mujeres salieron a llorar por los pasillos, y los hombres a poner cara de mártir, para excitar la compasión de los demás. Y no tardaron  en llegar las “coperachas”. Les fue muy bien, la verdad, y pronto reunieron para llegar a fin de mes, y hasta un poquito para el siguiente. El problema era que los vecinos se estacionaron en la vivienda a tomar café con “piquete” y a darle al chisme, y el muertito ya no veía la hora de levantarse, porque le empezaban a cosquillear las piernas con la inmovilidad forzada (lo peor era cuando alguien se acercaba a verlo con cara de “pobrecito, ya se nos fue”, porque le entraba la risa, y sufría lo indecible para contenerla).

En un momento en que había poca gente, los parientes se acercaron al ataúd para hablar con él. El muertito les dijo que ya no se aguantaba del baño, y ellos le dieron unas botellas para que se aliviara. Lo malo fue que no apuntó bien, y al poco tiempo empezó a oler mal. Los vecinos decían que había que adelantar el entierro, no fuera a producirse una infección que enfermara a toda la vecindad; y uno de los más metiches se ofreció a llamar a una funeraria para que pasaran a recogerlo. Ese peligro lo evitaron cortando la línea del teléfono; pero en cualquier momento usarían otra línea. Había que hacer algo, ¡ya!

El hijo menor opinó que no pasaba nada, que dejaran que lo enterraran porque, la verdad, el olor aumentaba por minutos, y que ellos irían en la noche a desenterrarlo. El muertito crujió todito del coraje, que los vecinos  se asustaron y algunos hasta se retiraron, y dijo que no, que enterrarlo en pleno uso de sus facultades, niguas; que antes se levantaba del ataúd.

La discusión arreciaba, y ya se oía hasta la cocina, que estaba llena de señores que custodiaban el “´piquete” para el café, y cundió la inquietud.  Entonces, la señora tuvo una buena idea, derivada de lo que acababa de decir el muertito. Así que trajo toda su tlapalería, dijo que iba a maquillar un poco a su tío, porque se veía demasiado cadavérico y, rechazando toda ayuda de vecinas obsequiosas, se puso a trabajar: le puso sombras negras en los ojos y en los cachetes, que casi parecían agujerados, ojeras moradas y un labial amarillo. Quedó verdaderamente horroroso.

Y justo cuando daban las doce de la noche, el muertito se levantó, al tiempo que emitía un gruñido sordo y tenebroso. Hubieras oído el alarido que dieron los vecinos. Sobre todo, los señores del “piquete”, que hasta se olvidaron de cuidar las botellas en su prisa por salir de allí. En un segundo se despejaron la vivienda, el pasillo y las escaleras cercanas. El tío muerto se echó a reír; pero en eso se vio en el espejo del comedor, y cayó redondo al suelo del susto que se llevó. Lo dieron por muerto de verdad, pero el hijo mayor, que dizque estudia Medicina, le puso un trapo con tequila en los labios y lo exprimió. En unos segundos, el alcohol produjo su efecto, y el muertito ya se estaba preparando una cuba muy cargada. Pero sus parientes reaccionaron  a tiempo y lo subieron a la azotea, por donde lo pasaron a otra vecindad, y así lograron alejarlo de la escena del crimen.

Y es que, verdaderamente, fue un crimen. La familia defraudó a los incautos vecinos, porque pasado un rato, vinieron algunos vecinos a pedir su dinero, alegando “que el tío había resucitado” y que no iba a haber entierro. Pero ellos ya habían cerrado el ataúd, bien clavado, y se lo llevaron en hombros (para no pagar a una funeraria) a enterrarlo. Que al final no lo enterraron, porque no los dejaron entrar en ningún panteón, sino que lo abandonaron en un baldío más o menos alejado. Y dijeron  que no, que el tío no había resucitado, que todo había sido una alucinación colectiva causada por la pena que se intercomunicó de unos a otros, y la cual agradecían profundamente los afligidos deudos; pero que no, que el muertito no se había levantado, y que el gruñido que oyeron  sería de algún perro de los de la azotea, y que con el ambiente de pena, los lutos y el incienso (mentira: fue un aromatizante barato que echaron para disimular la peste) habían provocado la “ilusión” de una imposible, aunque por todos deseada, resurrección.

El tío volvió. Rapado, con tatuajes que le disimulaban la cara y un ojo tapado como pirata, nadie lo reconoció. A ver qué día se vuelve a morir.

Te quiere,

Cocatú

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