La violencia se ha convertido en un problema cotidiano grave. Estadísticamente podrán contarse muchos más muertos durante las cruentas guerras a través de la historia. Lo que sorprende y diferencia este nivel de violencia con la producida bajo otras circunstancias, es justo eso, la cotidianidad con la que, al mínimo estímulo, o sin detectarse un motivo aparente, se desencadenan masacres que dan cuenta de muertos y heridos hasta el absurdo. Un caso recién acontecido es el de la fila de indocumentados en Brownsville (Texas). Catorce personas esperaban en la parada de camión; pasa una pick up y los arrolla. Una cámara de seguridad capta el momento, se les ve caer uno tras otro como fichas de dominó en un juego mortal.
La violencia es un fenómeno que, en lo personal, me atrapa. Lo veo como una gran madeja de hilo la que habrá que ir desenredando de manera cuidadosa buscando desentrañar sus orígenes. Aun así, no lograríamos abarcar por completo las causas que la generan y que provienen del ámbito quizás étnico, económico, cultural y social, entre muchos otros. Es la punta del iceberg de un sólido bloque de circunstancias que, bajo el agua, va engrosando con el tiempo.
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Estoy leyendo un libro que me ha cautivado: El diario de Edith de Patricia Highsmith, escritora norteamericana del siglo pasado. Sus obras más conocidas son de suspenso; de su creación un personaje que identificamos sin problema: “Mr. Ripley”, que aparece en varios de sus libros. A través de una narrativa bien llevada, nos mantienen con la mirada puesta en la historia hasta el final. En su caso Edith es una mujer casada, en la quinta década de la vida, con un hijo que, a través del relato, pasa de ser un niño poco adaptable a los grupos sociales, hasta convertirse en un personaje siniestro, capaz de cualquier cosa.
Lo notable de la obra y la razón por la que me permito traerla a su consideración en este día, es justo el papel que desarrolla Edith como esposa y madre, a través de una pasividad y justificación de las conductas familiares, un colocarse invariablemente en un segundo plano frente a las necesidades de otros, que no hace otra cosa que favorecer y reforzar la violencia doméstica. Es la madre que prefiere ver hacia otro lado pensando en que el problema que tiene enfrente no puede ser tan grave, después de todo. La que justifica incansablemente al hijo, a su forma marginal de vivir y a la tiranía que este empieza a ejercer sobre ella, particularmente cuando sobreviene el divorcio entre ella y su marido. El hijo, nos da a entender el narrador, en ausencia del padre, se convierte “en el hombre de la casa”. Figura potente para imponer y demandar, pero cada vez más carente de empatía.
Me llevó a reflexionar cuántas veces dentro del hogar, más las madres, nos aproximamos a este modo de subestimar y restar importancia a las actitudes de los hijos. Partimos del noble propósito de no hacer olas o no alborotar la gallera. Mejor yo lo hago, no sea que –marido o hijo—se pueda molestar. Esta actitud de pasividad es una forma de agresión por partida doble: Se agrede la madre a sí misma, va llenándose el buche de piedritas, hasta que llega un punto de quiebre, y aquella ira contenida explota. Es una agresión al hijo, porque debajo de esa resignación muy al estilo de Sara García o de Marga López, hay un afán de control. Un mensaje de “no crezcas lo suficiente como para no necesitarme”. Patricia Highsmith es sumamente diestra para ir creando ese personaje en negación, desde los atisbos iniciales hasta la absoluta ruptura con la realidad. Nuestro personaje siendo joven, comienza a escribir un diario personal, una auto ficción que se va distorsionando cada vez más, alejándose de los hechos, hasta terminar convertida en un cuento de princesas en el que ella se refocila y se refugia.
Volvamos la vista en derredor y entendamos que la normalización de la violencia es un signo de patología social. Habrá que revisar por qué miramos con progresiva indiferencia las formas en que unos a otros nos atacamos, desde la palabra, la injuria o el jaloneo, hasta niveles más graves como el homicidio. Problemática agravada en buena medida por esa negación al estilo de Edith, la protagonista. Es como estar escribiendo una historia paralela de México o del mundo, en cuyas páginas no existen crímenes atroces ni arranques violentos. Un panorama que todos contribuimos a dibujar en colores pastel y luego a creer, en un afán de negación colectiva que la vida nos habrá de cobrar muy caro más adelante.
En el hogar mexicano no falta un buen caldo de pollo. Tampoco falta esa microviolencia que llega a escalar a niveles sociopáticos que nos ponen en riesgo a todos. Lo que sucede allá afuera es responsabilidad de cada uno de nosotros, comenzando por la dinámica familiar que se desarrolla dentro de las cuatro paredes del hogar. Del caldo se alimenta el cuerpo; de la microviolencia se van gestando emociones que marcan patrones de conducta sumamente deletéreos.
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