Apropiacionismo y remezcla

Hablemos de la apropiación literaria. Breve cuento (estampa de la conducta humana) seducido por la “alusión” de la intertextualidad. Existe gracias a la relación que guarda con otra obra y apela al diálogo con la “psique del...

9 de enero, 2025 Apropiacionismo y remezcla

Mudanza

Una mañana, después de una noche de insomnio, G se incorporó de su cama. El ruido de los motores de autos y camiones que circulaban por la avenida era insoportable. Se dirigió al espejo que colgaba de la pared. Se contempló. No le sorprendió ver que sus ojos eran pardos y la nariz era mucho más grande que el día anterior. Su mirada dulzona había mutado a una intensa. La estrecha frente y la nariz proyectada como la de un cuervo se disputaban el mejor lugar en su rostro demacrado que invadía su razón desde hacía meses. De su cuerpo definido y atlético no quedaba huella. Los rizos largos y rubios ahora eran sustituidos por cabellos lacios y oscuros. ¡Qué flaco me veo!, pensó.  

En el piso de su habitación seis cucarachas devoraban la comida que G no quiso probar después del incidente. Comida china desparramada por la alfombra: rollitos primavera, chop suey y el pollo kung pao se mezclaban con los caparazones. 

Un cuervo que picoteaba el cristal de la ventana lo distrajo. En el otro extremo de la habitación, en el escritorio que le servía de guardarropa, había una pila de libros: Franz Kafka, Diarios; Carta al Padre, Franz Kafka; El Proceso, Franz Kafka; América, Franz Kafka; La Metamorfosis, Franz Kafka…

En una esquina la fotografía: madre, padre, hermanos gemelos y G quien apenas se reconocía en aquellos ojos verdes y cabello ondulado. Sostenía un título universitario, “Licenciado en Derecho”.

El padre, meses atrás, orgulloso de su hijo, un abogado exitoso, lo presumía; primogénito que prometía a la familia sacarla de un estatus económico apenas aceptable. Pero un día G dejó de ser. Regresó del trabajo, entró en su habitación y no volvió a salir. Pasaron semanas. G comía lo que su madre le cocinaba con sabor cada vez más rancio. 

G amanecía entre murmullos apenas comprensibles. No había dormido. Su obsesión lo mantenía pegado a un teclado. Jugaba con una taza de café, sin café.

Una tarde G con mano temblorosa tomó su celular, buscó un contacto de servicio a domicilio y ordenó comida. 

Un rato después escuchó el timbre, la puerta principal se abrió, voces y pasos rápidos hicieron tronar el piso de madera vieja.

—Tú llévaselas— dijo el padre a la madre.

—No, no, no,  que los gemelos le lleven la comida.

—Yo no subo— dijo uno de ellos.

Al final, el padre tomó las cajitas de comida china. Antes las roció de un polvo con olor intenso,  mezcla de ajo y pescado, así lo decidió la familia desde que el cambio se empezó a manifestar y encerraron a G en su habitación. Subió hasta el cuarto de su hijo. Metió la llave en la puerta. Entró y vio al hombre tendido en la cama. Las manos delgadas dejaban ver relieves verdes que como víboras devoraban dedos y subían por los brazos. G se levantó. El padre, alterado, le ofreció las cajitas marcadas con un sello mal hecho de un dragón. Pareció reconocer en esos ojos cafés apenas un rastro de su hijo. G se acercó e intentó abrazar a su padre quien horrorizado aventó la comida que quedó esparcida por la alfombra. 

—Vater, ich bin es— dijo G.

—¿Qué dices?, no te me acerques— gritó el padre.

Tomó el celular que estaba en el escritorio y se lo aventó lo más fuerte posible en su intento por huir. G recibió el golpe seco en la cabeza. El aparato se partió en dos y un trozo le quedó incrustado en la frente, algunas gotas de sangre empezaron a escurrir hacia sus ojos. El alboroto atrajo a la familia. G veía a todos abalanzarse hacia él. Los hermanos empezaron a patear a G hasta dejarlo casi inconsciente. El padre le sujetó los brazos y arrastró el bulto hasta el centro de la habitación. Lo dejó tendido en medio de aquél cuarto con olor a comida rancia.

En tres días, padre, madre y hermanos empacaron. Tapearon puertas y ventanas. Huyeron. Esa mañana G se despertó intranquilo. Se contempló en el espejo. Miró un momento hacia la ventana. Un cuervo negro picoteaba el cristal. G esperaba su porción de comida rancia que no llegaría. Se tiró sobre la cama, escupió sangre en un pañuelo. Le dio vuelta a la última página del libro que leía por sexagésima vez. Un arrebato de ansiedad lo sacudió.  El trozo de celular incrustado en su frente empezaba a formar parte de él. Tosió. Limpió el hilo de sangre que escurría hacia su mentón. El cuervo ya no picoteaba el cristal.

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