“La felicidad consiste en poner de acuerdo tus pensamientos, tus palabras y tus hechos.”
– Mahatma Gandhi, Pensador y Político (1869-1944).
En colaboraciones anteriores les compartí que las palabras son parte de un complejo sistema de comunicación. Éstas nos permiten expresar emociones, pensamientos o sensaciones a través de diversos lenguajes, entre ellos, el escrito, a partir del cual surgen otros procesos a nivel neurológico, psíquico o emocional. Por esta razón suele decirse que escribir es un acto liberador, pero lo es, en un primer momento, antes de que pasemos por un “filtro” los hechos para convertirlos en un relato que nos permita acomodar la realidad, darle coherencia y encontrarle sentido; de ahí surgen las historias de motivación personal, pero también surgen grandes obras de arte.
El relato en su acepción literaria se trata de una narración ficticia breve que puede ser cuento, fábula, leyenda o novela. Se puede relatar un suceso de forma oral o escrita y en este sentido el relato resulta revelador y sanador si se hace en primera persona ante un acontecimiento traumático o doloroso. Desde que nacemos nos encontramos rodeados de palabras y a partir de ellas es que construimos nuestros relatos de vida para estructurar nuestra existencia que nos vincula con el mundo exterior. Según Vicente Palomera (psicoanalista y docente): “Somos seres de relación; construimos nuestra visión del mundo a través del lenguaje”. Desde la psicología y la psicoterapia, continúa Vicente Palomera, “es posible corregir, revisar y reinterpretar las historias que contamos sobre nuestra vida”, pero solo será posible si tenemos la capacidad de traducir en palabras nuestra percepción sobre el mundo.
Mario Benedetti escribió: “Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza” (“La noche de los feos”). De esta forma, el escritor uruguayo nos acercó a la fealdad en primera persona dándole un sentido más humano.
“Si la mente está siendo atravesada por semejantes dardos, y debido a que la sociedad humana así lo impone, tan pronto uno de ellos ha sido lanzado, ya hay otro en camino; si esto engendra calor, y además han encendido la luz eléctrica; si decir una cosa deja detrás, en tantos casos, la necesidad de mejorar y revisar, provocando además arrepentimientos, placeres, vanidades y deseos; si todos los hechos a que me he referido, y los sombreros, y las pieles sobre los hombros, y los fracs de los caballeros, y las agujas de corbata con perla, es lo que surge a la superficie, ¿qué posibilidades tenemos?” (Virginia Woolf, “El Cuarteto de Cuerdas”).
Relatarse a sí mismo a través de la escritura es contarse ante los demás porque “la escritura se queda, permanece, trasciende el tiempo y el espacio” (Secretos, Leyendas y Susurros, DEMAC) y porque las palabras se convierten en mapas del recorrido por la vida que nos ayudan a transitar entre los parajes más desolados y a compartir las paradas más dulces. Relatar en primera persona para asomarse a ese mundo interno que funciona como indicador para saber si somos más felices o más tristes, si el enojo habita nuestros días o si somos presas del temor aunque, como escribiría Cortázar, “el libro de nuestra vida no siempre puede leerse entero y encuadernado”. Relatar los acontecimientos, escribir que una noche de junio nació nuestro primer hijo o que un día de septiembre un sismo azotó la ciudad en que vivimos o que en pleno contexto pandémico pudimos ver el aterrizaje del Perseverance en Marte.
“Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaban, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado. Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros” (Juan Rulfo, “No oyes ladrar los perros?).
Son #laspequeñascosas convertidas en relatos de nuestro tiempo para ser parte de la historia de la humanidad.
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