El fin de semana que recién termina señaló dos fechas relevantes: por un lado, se cumplió un año desde que fuimos confinados en nuestros hogares como medida ante la propagación del COVID-19, y por el otro, la celebración de San Valentín en un contexto pandémico que curiosamente invitó a la reflexión en torno al amor y a mostrar una sensibilidad inusual respecto a lo que hemos vivido.
Y es que pese a las particularidades de nuestras travesías personales, todos enfrentamos el cambio que representa para el mundo el momento presente y del cual no podemos ocultarnos. He visto, leído y escuchado a líderes de opinión hablar de su experiencia en primera persona como enfermos o como deudos de la enfermedad, a personal médico, a docentes, a familiares y amigos, porque nadie se ha salvado del mortal virus; sin embargo, hemos llegado a un punto en el que podemos declararnos sobrevivientes y que no equivale a declararnos inmunes o a pensar que a nosotros no nos pasará sino que se trata de reconocer el esfuerzo y las habilidades que hemos tenido que desarrollar para pasar lo mejor posible un momento amargo, quizá el más o uno de los más amargos que pueda contar la historia de la humanidad. Si bien ello no significa que estemos más allá del bien y del mal respecto a la pandemia, lo cierto es que descubrimos nuevas formas para “conectarnos” como los seres sociales que somos a pesar de que hemos quedado al margen del contacto físico, renunciando también a la posibilidad de nutrirnos en la interacción con los otros y de contar con su apoyo.
San Valentín llegó este año como un dulce amargo, pero también como el mejor pretexto para hacer introspección, contemplar nuestro entorno y descubrir que a pesar de que año con año nos enfrentamos a demostraciones cursis del amor entre globos, flores y chocolates creemos (o creíamos) que los vínculos con los otros estarían ahí siempre, pero el confinamiento nos atrapó y ya no fue posible visitar a nuestros padres o abuelos, cenar con los amigos, salir al cine con nuestra pareja o ir de vacaciones a la playa. Fue entonces que descubrimos lo frágiles que somos al mirarnos únicamente a través de las pantallas. Sin embargo, un año después sabemos lo reconfortante que es mirar y escuchar la sonrisa de nuestras familias, colegas, amigos o parejas aunque sea de forma virtual. Este año el amor se vistió de un tono distinto, quizá porque dejamos de romantizarlo y le dimos mayor peso a la conexión que hemos logrado incluso con extraños, pues el virus nos ha puesto en igualdad de condiciones a todos, carentes de certezas y garantías.
Doce meses después (desde el confinamiento) hemos logrado conectar más que nunca tanto al exterior como en el interior, hemos cruzado fronteras sin salir de casa; nos sensibilizamos ante el dolor y la pérdida ajenos, nos permitimos volver la mirada a nuestro barrio para ayudar a los negocios locales; valoramos el esfuerzo del personal médico que día tras día lucha contra el virus; conectamos con emociones propias y ajenas y confirmamos también que somos más resilientes de lo que creíamos a pesar de las pérdidas.
Conectar (unir, poner en comunicación, enlazar) ha sido la única posibilidad de sobrellevar esta pandemia, porque una videollamada es mejor que el aislamiento absoluto aunque no tenga el mismo efecto que el contacto físico; el gran hallazgo es habernos dado cuenta de que las juntas de trabajo, las filas en las funciones de cine, las ferias de libro, los conciertos, las comidas familiares, los vuelos en avión, las caminatas, las visitas al gimnasio, la compra del café matutino o la despensa, los abrazos, los besos, las caricias, las conferencias, la función de teatro, el aglutinamiento en el transporte público y un largo etcétera eran nuestras medicinas naturales para la salud mental, nuestros puertos seguros. Seguimos sin saber cuándo recuperaremos algo de eso tan especial que tuvimos en el pasado, pero al menos, conectamos con los otros en el ciberespacio (con todo y fallas del internet). Por eso es que el reto a mediano plazo será robustecer las conexiones de forma presencial una vez que nuestro presente termine de asentarse y nos marque el nuevo camino a seguir, porque amar es una forma de conectar con los otros y con nosotros mismos a través de #laspequeñascosas que dan sentido a nuestra existencia humana más allá de la red virtual.
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