La pandemia ha confirmado que la gran mayoría de los modos de liderazgo del pasado ya no son eficaces ni útiles.
Serán los liderazgos responsables y horizontales, aquellos abiertos al cambio, a la adaptación, a la opinión experta, a la cooperación internacional quienes saldrán mejor librados de esta crisis.
“La política no tiene porque ser lo que la gente cree que es. Puede ser algo más”.
-Barak Obama, Una tierra prometida, 2020, P. 51
En las diversas épocas de la historia de la humanidad, el liderazgo en general y el político en particular se han entendido y ejercido de distintas formas. Todas ellas, mientras guardaron su forma primigenia y saludable, ajustándose a la realidad específica de cada tipo de sociedad y de cada tiempo, fueron eficaces y útiles para el desarrollo. Hasta que las condiciones cambiaron, exigiendo nuevas formas de conducir al grupo social, que paulatinamente creció en dimensión y complejidad.
Hoy, tras la crisis sanitaria global que atravesamos, queda la impresión de que, desde la perspectiva del siglo XXI, la gran mayoría de los modos de liderazgo utilizados en el pasado no solo han dejado de ser eficaces y útiles, sino incluso muchos de ellos se han tornado perniciosos, y que en caso de continuar ejerciéndolos sin ajustes mayores podrían generar resultados contraproducentes.
Para ponerlo de forma simple, podríamos decir que un líder, a partir de su poder personal, ejerce su influencia sobre otros en busca de un objetivo en un contexto en particular. Esta definición simplificada consta de tres partes.
La primera, da por sentado que la fuerza de un líder emerge de su poder personal interno, que ya sea de forma consciente o inconsciente, se vuelca en conseguir un objetivo particular. Desde luego, sus motivaciones pueden ser diversas, desde las más personales, ambiciosas y egoístas, hasta las más comunitarias, desinteresadas y generosas. El punto es que, partiendo de esa fortaleza interna y de sus capacidades personales para exteriorizar y compartir su visión, buscar influir en los otros para que lo acompañen en el proceso de llegar a la meta planteada.
El segundo aspecto implícito en la breve definición anterior es que el líder, al ejercer su influencia sobre los demás en aras de conseguir sus objetivos, lo puede hacer de distintos modos. En la versión más primitiva, el individuo materialmente más fuerte controlaba las decisiones del grupo. En versiones más recientes, un lider fuerte, cobijado por una fuerza militar, somete al grupo dictando de forma unipersonal lo que considera que debe hacerse. En otros casos, el liderazgo lo ejercía un grupo de sabios, habitualmente constituido por ancianos a quienes se les consideraba custodios del saber y la experiencia y a quienes se les obedecía sin cuestionar. Una variedad más es aquella en la cual la legitimidad del líder procede de un origen divino, manifestado en sacerdotes, chamanes y monarcas. En otras modalidades el líder se sostiene por su carisma, por su forma de conmover y convencer a los suyos, de transmitir de forma eficaz valores compartidos y motivación colectiva. También hemos conocido imperios administrados por grupos de notables, donde las oligarquías sacaban provecho de su posición de privilegio, y este tipo de organizaciones se han manifestado desde la antigua Grecia, pasando por los capitales dominantes de Wall Street o naciones defensoras de ideologías colectivistas pero dirigidas por un pequeño politburó que dicta estrictas normas que la inmensa mayoría debe acatar, pero siempre privilegiando sus propios intereses y reforzando el poder adquirido, impidiendo que nuevos liderazgos que no procedan de la casta dominante emerjan.
Y en este breve y sencillo repaso por algunas modalidades de liderazgo no puede faltar el tipo gerencial, cuya fortaleza radica en un tipo de gestión pragmática que centra sus motivaciones y pautas en la obtención de resultados objetivos y concretos. Esta manera de liderar ha sido la más utilizada en los entornos industriales, comerciales y financieros que en el político, perfeccionándose de forma constante durante los últimos tres siglos y siendo la impulsora de la actividad empresarial y comercial que favoreció la consolidación de los mercados globales que gozamos en la actualidad.
Sin embargo, como ya se dijo antes, si bien cada una de estas modalidades de liderazgo, así como distintas combinaciones entre ellas, han funcionado con eficacia en determinados momentos históricos y bajo ciertas estructuras sociales y políticas, las condiciones actuales y los problemas que enfrentamos tanto como individuos como naciones no parecen adaptarse bien a ninguna de ellas.
Y el tercer aspecto latente en la definición de liderazgo ofrecida consiste en sostener que todo lo anterior ocurre en un contexto específico. El liderazgo jamás se ejerce en abstracto o en el vació, sino que siempre ocurre en un momento del tiempo, en un sitio concreto y siempre se materializa a partir de estructuras sociales, económicas, políticas, históricas, culturales, etc., preexistentes.
Para nadie será sorpresa si afirmo que, en términos generales, los liderazgos políticos en el mundo occidental han sido rebasados por la crisis sanitaria y económica que ha producido la pandemia y en gran medida se debe a que de los tres aspectos enunciados en la definición de liderazgo, es el tercero el que más problemas ha dado.
Líderes con gran poder personal interno, volcados en conseguir un objetivo particular –con independencia de sus intenciones y motivaciones– lo son casi todos.
En el punto dos comienzan los problemas. De los modos posibles de materializar el liderazgo, algunos son más eficaces que otros para la coyuntura actual y curiosamente los liderazgos que peor se han visto son los basados en un líder único de gran carisma. Esto pareciera deberse justamente a que esa estructura vertical y unipersonal rechaza los aspectos más importantes para combatir una crisis como la que detona la aparición de la Covid-19. En su libro Pandemocracia, Daniel Innerarity nos dice por qué de todas las maneras posibles de liderazgo, la unipersonal carismática es la más contraindicada de todas: “Hay tres cosas que los líderes populistas detestan y que este tipo de crisis revaloriza: el saber experto, las instituciones y la comunidad global1”.
Y esto nos lleva a la tercera parte de la definición: el liderazgo se ejerce en un tiempo y contexto específico, a partir de estructuras sociales, económicas, políticas, históricas, culturales, etc., dadas. Es aquí donde, a mi juicio, podemos encontrar la explicación más clara –y por lo tanto las posibilidades de transformación y cambio– de la actual crisis de liderazgo.
Una pandemia global como la provocada por la Covid-19 no puede atenderse apropiadamente desde el aislamiento y la separación. Se requiere necesariamente de una comprensión global del problema, justamente porque se trata de un problema global. Se necesita información de lo ocurrido en el escenario internacional, de conocer medidas sanitarias que se hayan implementado en otras naciones –y sus resultados– para ajustar las propias, hacen falta medicinas, materiales y vacunas que provienen de investigaciones multidisciplinarias y multinacionales. Se precisa cooperación multilateral para que las economías no se derrumben por completo.
Tampoco puede gestionarse una crisis como ésta sin instituciones sólidas, sin protocolos probados y confiables y sin que dichas instituciones posean un margen razonable de autonomía de gestión.
Y sumado a ello, es indispensable un liderazgo con potente capacidad de adaptación a los nuevos escenarios en tanto que se lidia con un problema vivo y cambiante.
La crisis por el coronavirus ha desnudado en los líderes tres carencias medulares: la falta de visión sistémica, la incapacidad de transitar en la incertidumbre y la negativa al cambio. Para bien o para mal, conforme la gestión de la crisis avance, las naciones irán agrupándose en bloques según hayan podido ajustarse a las condiciones dadas. Algunas serán más capaces que otras para enfrentar la crisis y su inmenso catálogo de consecuencias y muchas otras se rezagarán, ahondando las consecuencias y condenándose a sí mismas a una recuperación más lenta.
Más allá de los problemas específicos de cada Estado-nación, en la humanidad existen desafíos estructurales que trascienden las fronteras. La pandemia que vivimos en la actualidad ha servido para dejarnos muy claro que los problemas más graves que nos aquejan sólo serán susceptibles de resolverse mediante la colaboración y el acuerdo global.
El testimonio que surge de una panorámica a los liderazgos en el mundo ha dejado claro que los héroes unipersonales y carismáticos no tienen las herramientas necesarias para dar resultados positivos en retos como este. Y que son los liderazgos compartidos y responsables aquellos que se despliegan de forma horizontal, donde cada uno de ellos, desde sus áreas de influencia –incluyendo a la iniciativa privada, la academia, organizaciones sociales, etc.–, aquellos que aportan y asumen su responsabilidad correspondiente y articulan acuerdos, aquellos abiertos al cambio, a la adaptación, a la opinión experta, a la cooperación internacional quienes saldrán mejor librados de esta crisis. Y de paso, dejarán a sus naciones mejor preparadas para los grandes desafíos que pone ante nosotros el siglo XXI –cambio climático, desigualdad, migración, narcotráfico, etc.– y de los que será imposible salir adelante sin una comprensión profunda de la interrelación, interconexión e interdependencia global en que vivimos en nuestro tiempo.
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1 Innerarity, Daniel, Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del coronavirus, Primera Edición, España, Galaxia Gutemberg, 2020, P. 50
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