El sabio no se sienta para lamentarse, sino que se pone alegremente a su tarea de reparar el daño hecho.
– William Shakespeare / Escritor británico / 1564 – 1616
Durante mucho tiempo escuché decir aquello de que “lo roto, roto se queda” como si se tratara de una sentencia que negaba la posibilidad de arreglar, componer o reparar lo que se rompe y en realidad nunca lo creí. Con el tiempo, me encontré con el término kintsugi (carpintería de oro): el arte japonés de reparar los objetos rotos con oro como parte de una filosofía que plantea que las roturas y reparaciones forman parte de la historia de un objeto, y por ello deben mostrarse en lugar de ocultarse, incorporarse. Se embellece al objeto porque se pone de manifiesto su transformación e historia. No se trata de negar el impacto de lo roto, sino de lo que se hace con tal ruptura. En sentido anatómico, cuando en la piel surge una rasgadura y de acuerdo al tipo de herida, ésta evoluciona hasta convertirse en cicatriz, lo cual no implica que no haya dolido, que el proceso no haya sido largo o que nada vuelva a ser igual como en el caso de cicatrices que desfiguran un rostro. Una cicatriz es señal de sobrevivencia y del paso por diversas fases de sanación interna y externa, al igual que el kintsugi cuyo origen es el accidente, luego sigue el armado que implica limpieza de las piezas y ensamble para dejarlas en espera, después repararlas y, finalmente, revelar el resultado.
Hace algunas semanas llevé a reparar una bolsa que recién nueva se descosió por un diminuto espacio y que me negué a sustituir, pues la rasgadura surgió justo unos días antes de la pandemia, así que la tuve por más de un año guardada o mejor dicho, arrumbada, pero la reactivación laboral me obligó a necesitarla y la tuve que reparar. El señor que la reparó me comentó que a partir de la pandemia su negoció creció, pues resultó más barato reparar zapatos, tenis, botas, zapatillas, bolsos, chamarras, etc. que comprarlos nuevos y me expresó su sorpresa porque su oficio casi desaparece y la pandemia lo trajo a valor presente. Quizá es que aprendimos que los objetos pueden repararse aunque no cubramos los orificios con oro, pero ¿qué pasa cuando un vínculo se lastima o se rompe? ¿De qué forma reparamos un corazón roto? ¿Existe reparación alguna?
“El tema en una sociedad en que todo es nuevo y ya no se puede reparar casi nada (tostadoras, licuadoras, relojes, artes, juguetes), es que se nos va yendo la idea de que se pueden reparar otras cosas importantes: relaciones, corazones. La vida misma se puede reparar pues” (Ingela Camba, psicoanalista).
Reparar, del latín reparare (preparar de nuevo, restaurar, devolver su estado anterior a algo equipándolo, restablecer y tardíamente dar algo a cambio de un daño), es un verbo compuesto de re (hacia atrás, de nuevo) y el verbo parare (preparar, equipar, procurar). Hace algunos o muchos años existían reparadoras de todo tipo: de calzado, de prendas de vestir, de aparatos electrodomésticos, de televisores, etc. A los niños les enseñábamos a ofrecer una disculpa y seguir jugando, lo cual poco ocurre entre los adultos y particularmente en nuestro contexto actual en el que estamos perdiendo la capacidad de interacción social y de encuentro. La pandemia nos está obligando a autorrepararnos y reparar la vida, a pesar de las rupturas que hemos sufrido en todos los sentidos.
Un apretón de tornillos, una costura, un brochazo de pintura o una gota de pegamento pueden reparar cantidad de cosas. En la década de los ochenta fue muy famoso el comercial publicitario de una conocida marca de pegamento cuyo mensaje decía “Es que solo lo bueno permanece”, y si bien se trataba de un truco publicitario, en la vida real, lo bueno permanece si encontramos la forma de repararlo, a través de las pequeñas cosas como el perdón, la conciliación o el amor. Como nos enseñó la película de Frozen: “Requiere algunas reparaciones pero es seguro que (…) es posible repararlo con solo un poco de amor…”
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