Poco después de las seis de la mañana del jueves 13 de octubre, en la radio escuché que, desde Estocolmo, Suecia, había llegado la noticia dada a conocer por la Academia Sueca: “El Premio Nobel de Literatura 2016 ha sido otorgado a Bob Dylan por haber creado nuevas expresiones poéticas en el marco de la gran tradición musical estadounidense”.
A partir de ese momento, como todos los medios de comunicación tradicionales lo hicieron notar –y las redes sociales lo confirmaron-, se desató una enorme polémica en todo el mundo entre dos bandos muy bien definidos y posiblemente similares en cuanto a número. Uno, integrado por aquellos que están a favor del otorgamiento; y, otro, por quienes están absolutamente en contra.
Quiero suponer que entre quienes conforman las posturas diametralmente opuestas hay expertos que conocen y han analizado a fondo todas y cada una de las letras del acerbo musical de Dylan, lo que les permite, según su muy particular punto de vista, opinar a favor o en contra. Pero también hay melómanos que idolatran ese género musical y lo que su ídolo dice en sus canciones más conocidas y, sin más elementos de juicio, de manera subjetiva, lo sitúan en un nicho superior al de mero interprete; habrá, seguramente, a quienes ese tipo de música no les llame la atención, y por lo tanto las letras menos, por lo que para estas personas el galardonado no pasa de ser, si acaso, un cantante.
Al primer grupo –el que está a favor-, encabezado por los miembros de la Academia Sueca, responsables del otorgamiento, se han sumado destacados personajes de todos los ámbitos, que van desde el mismísimo Barack Obama, presidente de los Estados Unidos de América, quien lo declaró “…uno de sus poetas favoritos”, al escritor indo-británico Salam Rushdie, quien comentó que Bob Dylan “…encarna la condición del aeda (poeta), esa figura fundamental de la cultura griega que fundía en su persona poesía, música, baile, canto, teatro, artes plásticas. Con el aeda, la poesía era cantada (…) y cuando Gutenberg inventó la imprenta, el aeda enmudeció. La poesía dejó de ser cantada. Y el mundo separó a las hermanas gemelas: la música y la poesía”.
En contraparte, en el grupo que ha criticado la decisión está el escritor escocés Irvine Welsh, quien en su cuenta de Twitter reconoció ser un fan de Dylan “(…) pero este es un premio de nostalgia mal concebido”; así como otros reconocidos escritores que, en términos generales, calificaron las añejas nominaciones como bromas anuales, pero que la designación en este año resultó ser un mal chiste, entre otras opiniones.
Por mi parte, yo me declaro admirador de siempre de Bob Dylan (no tanto como mi esposa quien seguramente ha de estar muy contenta escuchando todo el día la canciones de su ídolo pues tiene todos sus discos) y, aunque sea por escaso margen porque no conozco la traducción de las letras de la mayoría de sus canciones, me siento contento con la elección. Y no la conozco, en parte, precisamente por culpa del propio autor, porque cuando en compañía de mi esposa lo fui a ver en alguna de las ocasiones que se presento aquí en el antes DF, su voz nunca me permitió reconocer ninguna de las canciones que interpretó y sus discos ella se los llevó cuando se fue. Lo paradójico de todo esto es que (hoy sábado 16) nadie sabe a qué grupo Bob Dylan le dará la razón. ¿Lo aceptará o lo rechazará? Mientras todo mundo sigue opinando, él, a su modo, sigue esparciendo poesía, con objetivos y contextos específicos.
En este momento me acordé, tendría yo 14 años, de la ocasión en que Andrés (mi hermano mayor) me regañó y me dijo: “cállate, estás loco. Toda la gente del camión te está viendo”. Y es que pegado a la oreja llevaba un pequeño radio de transistores por el que escuchaba precisamente en ese momento “Like a rolling stone” y la estaba silbando. Para mi, ahí empezó el debate: yo a favor de Dylan y mi hermano en contra.
Más de cincuenta años después he intentado hacerlo de nuevo y termino dándole la razón: sí, estaba loco. Si no me creen, inténtenlo. Chiflen como una piedra que rueda, pero en español, por favor.
También ahora después de los mismos cincuenta años que por gusto me he dedicado a escribir, además del enorme valor que encierra la palabra impresa en libros, he encontrado un placer especial en ser yo quien a través de mis textos busque y encuentre uno que otro lector –o tal vez muchos lectores-. Escribir un artículo para su publicación semanal me da una fortaleza no sentida antes; es muy estimulante. No digo que me rejuvenece, por que si fuera eso buscaría publicar todos los días, pero si me hace sentir mejor.
Como novel escritor, aún cuando en la lectura lo descubrí, he confirmado que el contexto en la literatura es vital. El viernes anterior, 14 de octubre, tuve la oportunidad de leer en público cinco de mis primeros relatos publicados en estas páginas y, en uno de ellos al que titulé “La grúa que me rompió el corazón” (publicado el 25 de julio en ruizhealytimes.com), hay un pasaje que me la rompe. Si no lo han leído, se imaginan que esta respuesta: “(…) es el papayo que plantamos tú y yo hace más de diez años” ¿pueda ser la frase de amor más bella que he escuchado? Así, fuera de contexto, esas once palabras no significan nada, pero sí al pronunciarla en la lectura pública con todo lo que en el mismo relato se menciona, porque se me rompió otra vez el corazón. Esa frase representa diez años de separación de dos personas que se amaban (que se siguen amando, estoy seguro), pero mi culpa dio lugar a las circunstancias que a ella la obligaron al rompimiento. Se me salieron las lágrimas en pleno auditorio y me sentí orgulloso, no apenado, de que algo escrito por mí me despierte ese sentimiento.
Con el mismo sentido, di lectura a otro texto que nunca he publicado. Lo escribí para un concurso en el que los participantes debíamos enviar un texto, no mayor a 750 caracteres, con el título “¿Quién es la mujer más importante en tu vida”. Yo mandé el siguiente:
“¿Nunca han visto los 100 metros planos femenil? Para definir quien ganó es necesario recurrir a la tecnología. A simple vista es imposible señalar a la que obtuvo el primer lugar entre las que cierran con más fuerza. Como espectador de tribuna, me declaro incompetente para decir a quien deba dársele el oro. Mejor me espero a que aparezcan en la pantalla los resultados de esa final de fotografía. Por eso, cuando leí la convocatoria del concurso, sentí lo mismo que en una final. Con mi madre, mi hermana y mi suegra pisándoles los talones, y con riesgo de perder el concurso por no elegir a una, mi corazón, provisto de los últimos avances tecnológicos, declara empate en primer lugar: medalla de oro para mi esposa y mi hija”.
Obtuve el primer lugar y, para mí, novel escritor, lo considero mi primer Premio Nobel. Habrá gente que después de leerlo esté a favor y quienes estén en contra. Pero, la verdad, ese es su problema. A mí, a diferencia de Bob Dylan, sí me gusta demostrar que estoy feliz.
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