Como el auto de Emigdio no circula los viernes, la víspera de cada fin de semana siempre es complicada para llegar a su trabajo. Por ello, es el día que se levanta más temprano a efecto de evitar la enorme competencia a la que de por si se enfrenta al abordar el Metro y la “micro” para trasladarse, cada ocho días, de la estación “Puebla” hasta División del Norte y Río de Churubusco. Tiene que llegar al deportivo –en donde de lunes a sábado es instructor de natación- a más tardar a las ocho y diez de la mañana porque, de hacerlo más tarde, pierde su premio anual de puntualidad, prestación económica que, aun cuando apenas estamos en febrero, al serle entregada a fin de año junto con el aguinaldo, le representa un gran apoyo para cubrir los gastos de temporada o darle un buen “bajón” a su tarjeta de crédito, como lo ha hecho los últimos cuatro años, pues ha sido merecedor recurrente de tal estímulo.
Son las seis de la mañana y el andén está casi lleno a grado tal que no pudo subir al primer convoy que raudo se aleja, por lo tanto se resigna a esperar, cuando menos, cinco minutos para hacer un nuevo intento. En ese lapso trata de distraerse observando a la gente. Hay de todo y, mentalmente, empieza a identificarlos con la actividad que la vestimenta y el equipaje de cada uno le revela. A su alrededor descubre estudiantes, empleados de oficina tal vez algunos bancarios, obreros, deportistas, maestros de escuela y a una persona que no logra ubicar en ninguna de las actividades mencionadas y por unos instantes roba su atención. Tal joven –pues seguramente está en el linde de la pubertad- camina nervioso de un lado a otro a lo ancho del andén, como si esperara abordar el primer convoy, sin importarle si va hacia el poniente o en sentido contrario; su ropa es común para su edad: tenis, pantalón de mezclilla y sudadera. De repente se escucha el clásico “tururú-tururú” de ambos lados; el joven corre al más próximo y se planta al lado de Emigdio; la gente se apresta sin distracción al abordaje.
No sabe qué pasó, pero después de que los dos convoyes llegaron y se detuvieron –el que él abordaría lo hizo antes de llegar al final del andén, posiblemente por un intempestivo corte de energía eléctrica- y el personal de seguridad los desalojó de la estación, Emigdio y todos los demás frustrados pasajeros se encontraban en la calle tratando de subir a cualquier otro transporte público. Ahí en la avenida estaban, aunque ahora eran más, los estudiantes, empleados de oficina, obreros, deportistas y maestros de escuela, sin embargo, entre esa multitud no encontró al joven que nervioso caminaba minutos antes en el andén. No le dio más importancia pues su prioridad era llegar temprano al trabajo para no perder el premio anual de puntualidad y pedirle a la doctora una pastilla para ese repentino dolor de cabeza que lo empezaba a atormentar provocado –supuso- “a este maldito coraje debido a la falla en el Metro”. Sin revisarla, se quitó la chamarra del uniforme de instructor pues la sintió mojada “seguramente, con las prisas y la confusión, alguien en las escaleras derramó un jugo sobre mi” y la enrolló para guardarla en su mochila.
Sin lograr el objetivo de encontrar un transporte debido a la inesperada demanda, a las siete y media resignado sacó su celular para comunicarse al deportivo, informar lo ocurrido y avisar que por lo mismo ese día no asistiría a impartir sus clases. Su enojo aumentó dado que esa falta representa una mancha en su, hasta entonces, inmaculado expediente laboral.
Caminó hasta su casa en donde al llegar y ser interrogado por sus padres con motivo del inesperado regreso “es que suspendieron el metro y no hubo forma de tomar otro transporte. Me voy a acostar porque con el coraje de perder mi premio me empezó a doler la cabeza”, les contestó antes de pedirle a su madre un analgésico e irse a su cuarto.
Se levantó de la cama hasta el anochecer solo para solicitar otra pastilla pues el dolor persistía. Al proporcionársela, su madre le acercó también un vaso de leche, un pan y algo de fruta, alimentos que apenas probó antes de regresar a la recámara.
Casi toda la noche se la pasó en vela con la mente en blanco, pues no podía pensar en nada. Cuando lograba conciliar el sueño una recurrente pesadilla sin sentido, una especie de “flashazos” que no atinaba a comprender, lo despertaba inquieto y sudoroso pero sin lograr recordar algo.
Al otro día, antes de salir a trabajar, vació su mochila en el tambo de la ropa sucia que su madre habría de lavar más tarde, desayunó un poco, se despidió de sus padres, y en el auto inició su recorrido. En el primer semáforo, el voceador de todos los días se acercó para ofrecerle el tabloide amarillista más popular de la zona, el cual traía por encabezado con grandes letras rojas: “FALLA EN LA ESTACIÓN ´PUEBLA´ DEL METRO, PROVOCA CAOS DE TRANSPORTE EN EL ORIENTE DE LA CIUDAD”. “No, gracias. Esa historia me la sé porque ayer la viví”, le contestó al oferente del periódico. Con la luz verde, continuó su camino. Era temprano y se bañaría en el deportivo. El dolor continuaba, solo que ahora acompañado de una incómoda pesadez de la testa y el doble pesar por la pérdida del estímulo económico y la mancha en su expediente laboral.
Ya en la alberca, sin encontrar otra explicación lógica que no fuera su dolor de cabeza, Emigdio no se sentía a gusto. A diferencia de siempre, esa mañana le alteraba pararse a la orilla para instruir a sus alumnos en cómo debían “tirarse” un clavado para entrar al agua. Incluso a un principiante, que con evidente nerviosismo le pedía indicaciones para zambullirse, lo detuvo y molesto le gritó “¡no te avientes!”. Al escucharlo y notar su inusual comportamiento, los otros instructores se acercaron y Emigdio únicamente les comentó “Es que desde ayer me duele un poco la cabeza, eso me tiene alterado y no me siento bien porque dormí muy poco. Creo que este día me voy a dedicar a tomar los tiempos de los nadadores avanzados. Por favor, supervisen a mis alumnos. Voy a estar en la mesa de registro”.
Tampoco en esa actividad alternativa logró tener un eficiente desempeño pues le era imposible concentrarse en los tiempos y no dejaba de llamar a gritos la atención de sus compañeros: “¡que no se lance si no quiere!”, les repetía cada vez que desde la mesa de registro le parecía ver miedo e inquietud en el clavadista en turno. Fueron cinco horas de insufrible estadía en el trabajo, por lo que a la una de la tarde en punto registró su salida, bajó al estacionamiento y de inmediato subió al auto para salir veloz hacia su domicilio. Iría a consultar al doctor vecino a fin de requerirle un medicamento efectivo para su malestar.
No bien había metido el auto en el estacionamiento del hogar, cuando su madre, con la angustia reflejada en el rostro, le mostró la enorme mancha roja que tenía la chamarra que él mismo había depositado en el tambo de la ropa sucia esa mañana.
Con los ojos desmesuradamente abiertos y un grito ahogado en la garganta, el hasta entonces bloqueado cerebro de Emigdio recordó todo. Recordó al joven que nervioso caminaba de un lado a otro ayer en la mañana en el andén del metro. Recordó que no le dio tiempo de detenerlo ni de gritarle “¡no te avientes!”, y a su mente llegó la imagen del instante en que la cabeza del infortunado púber se estrellaba con la carrocería del Metro y la sangre salpicada estrellarse a su vez en la chamarra, en la chamarra con la mancha que en ese momento su madre le mostraba.
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