El día en que Luis Alfredo conoció a Ángela -hace más o menos cinco años-, nunca se imaginó que ese encuentro en el ITAM del sur de la Ciudad de México estaba predestinado desde una docena de decenios atrás, cuando un joven de escasos 15 años se trepó en un barco el cual zarpó de la península ibérica rumbo a México, a donde llegó unas semanas después de ese 1898. Andrés, ese casi niño oriundo de un pequeño poblado situado a 35 kilómetros de la costa mediterránea, solo tuvo tiempo para despedirse de sus padres y de Angélica –quien recién había dejado de ser la amiga de siempre para convertirse en su novia- y prometerle que regresaría con mejores expectativas, sin importar que la ausencia fuera larga pues lo prefería a ofrecerle un futuro de penurias pues, de quedarse, no veía otro horizonte al de seguir siendo agricultor toda su vida.
No por falta de autoestima –porque la confianza en sí es una de sus características- pero acostumbrado, como lo estaba toda su familia del lado paterno, Luis Alfredo supuso en un principio que su apellido –formado con solo dos letras- era lo que había llamado la atención de Ángela. No pasó mucho tiempo pues, conforme el trato entre los dos se hacía más cercano, ella le confirmó su percepción, dado que, en efecto, el apellido le había provocado curiosidad, pero no por su breve estructura sino porque nunca había conocido a una persona con ese apelativo fuera de su natal Alberic, con no más de 11 mil habitantes, y toparse del otro lado del Atlántico con alguien que lo llevara y sin ser originario de aquellas tierras, era una gran sorpresa, “es –le dijo- como encontrar un cristal en la fuente de la plaza de Alberic”. Este comentario de Ángela hizo que Luis Alfredo recordara algunos antecedentes familiares que su padre, Luis Ernesto, le había dado a conocer cuando curioso le preguntaba de dónde provenía su apellido. De lo primero que se enteró fue de lo que, hasta entonces, sabía no solo su padre sino también los hermanos de éste, sus tíos.
Supo que su bisabuelo Andrés, a quienes los nietos le decían “Yayo”, había nacido en Valencia, España, y muy joven, a finales del siglo XIX, llegó a México en búsqueda de un lugar para -conocedor del campo- establecerse por unos años, cosa que después de recorrer varios lugares logró en la zona de “La Laguna”, allá entre Durango y Coahuila, en donde con el tiempo adquirió un rancho algodonero, actividad que en 1910, al inicio de la Revolución Mexicana, y ya con algún capital, decidió abandonar para regresar a su país, lo cual no pudo en ese momento debido al caos por la revuelta, pero que tampoco logró pocos años después, ahora por los conflictos internacionales, principalmente en Europa, preámbulo de la Primera Guerra Mundial. Estos dos acontecimientos provocaron que Andrés y Angélica perdieran todo contacto, pues el correo, de suyo lento y difícil, se volvió imposible. No obstante, aún tenía la esperanza de regresar y, mientras tanto, se estableció en la capital del país como comerciante. Sin embargo, los años pasaron. En pláticas subsecuentes, Alfredo se enteró que poco antes de cumplir los 40 años, convencido de que Angélica lo había olvidado, su bisabuelo Andrés, el “Yayo”, se casó con Teresa y tuvieron seis descendientes directos, de los cuales al cuarto lo llamaron Andrés, abuelo paterno de Alfredo. Así supo que este Andrés –su abuelo- contrajo matrimonio con Guadalupe, para con el tiempo procrear a Luis Andrés, Rafael Antonio, Luis Ernesto –su padre-, Jorge Eduardo y a María de la Luz Guadalupe, que en algún momento se convirtió en la confidente del bisabuelo de Alfredo. Y fue ella, María de la Luz Guadalupe, quien les hizo saber a todos –entre ellos al propio Alfredo-, un secreto confiado a ella por el “Yayo”, que al escucharlo dejó absortos tanto a los nietos como a los bisnietos del, para entonces, ya fallecido. El secreto era que nunca pudo cumplir la promesa hecha a Angélica – su novia- poco antes de abordar el barco que lo trajo en 1898, cuando tenía 15 años. María de la Luz Guadalupe les aseguró a sus hermanos que desde el día en que lo supo, siempre que veía al “Yayo” sacar el pañuelo para secarse los azules ojos –cada vez más claros por las cataratas-, se lo imaginaba recordando la promesa incumplida.
130 años antes, nació Angélica. Alberic entonces era un caserío de unos cuantos cientos de habitantes, a cuyas familias las unía la amistad natural de vecinos que se ven todos los días, y en donde las mujeres se dedicaban exclusivamente al hogar y los hombres algunos al comercio y la mayoría a la agricultura y a la cría de no muchas cabezas de ganado y de animales de granja, cuyo producto, una vez satisfecho el consumo familiar, se vendía a precios módicos, o se intercambiaba por otra mercancía. Para el domingo que nació Angélica, Andrés, ya de un año, “gateaba” en el patio de la familia de ella, pues su mamá se prestó para asistir al médico que atendería a la parturienta amiga. El llanto que siguió a la primera bocanada de aire respirada por la nueva habitante de Alberic -instintivas reacciones inmediatas al alumbramiento que sirvieron para inaugurar sus pequeños pulmones-, espantó de tal forma al pequeño Andrés que, como pudo, se apoyó en la rueda de una carreta para ponerse en pie y corrió torpemente hasta su casa. Desde entonces cada año esa fecha se recordó, además por el nacimiento de Angélica, como “El día en que Andrés aprendió a caminar”. El lunes por la mañana su madre lo llevó a conocer a la pequeña Angélica y, como ya sabía caminar, él mismo repitió las visitas todos los días de la semana, del mes, del año y así hasta que pudo valerse por sí misma para salir al patio o al campo para jugar con Andrés. Eran inseparables. Juntos cursaron hasta el nivel escolar que en esos ayeres había en Alberic. Si no era en la casa de él, era en la de Angélica que hacían la tarea y, dependiendo de la hora, en donde estuvieran, juntos comían o cenaban o las dos cosas. Así crecieron hasta que, a poco de haber cumplido 15 y 14 años de edad, le pidió que aceptara ser su novia. Ella con un beso en la mejilla le contestó que si. Todo era felicidad, hasta el día en que en una de sus acostumbradas caminatas a lo largo de la campiña, se detuvieron y recargados en un pequeño roble, nervioso, Andrés trataba de gravar con su navaja las iniciales de ambos y la fecha. Cuando por fin alcanzó su objetivo dejando profundas marcas en la corteza, le explicó a Angélica su idea de embarcarse al otro día muy temprano, y le prometió que regresaría para casarse con ella al cumplir 20 años. El joven roble quedó como mudo testigo.
Con lo dado a conocer por su tía, María de la Luz Guadalupe, el interés de Luis Alfredo por Alberic aumentó, y le impulsó para pedirle a su padre, Luis Ernesto, el cúmulo de documentos que había tramitado con el objetivo de solicitar, como nieto de españoles, tal nacionalidad para la familia. Todo el expediente que formó estaba relacionado con su bisabuelo, Andrés, el “Yayo”. Gracias a esa documentación, confirmó que el padre de su padre había nacido en Alberic. Para cuando esto ocurría, la relación de noviazgo entre Luis Alfredo y Ángela ya había tomado causes formales, por ello las visitas de ella al hogar de él eran frecuentes en temporada de clases y, en vacaciones, unas tres veces acompañado de sus padres, Luis Ernesto y Silvia, y en alguna ocasión también con Karla, su hermana, Luis Alfredo ha estado en la casa de Ángela y de su mamá, en Albedric, independientemente de las muchas que él las ha visitado en solitario, pues el año pasado estudió una maestría en Brujas, Bélgica, y en cada oportunidad tomaba el tren rumbo a España y de ahí, como pudiera, hacia esa pequeña municipalidad de Valencia, en la cual ha encontrado a varias personas con su apellido. Precisamente, en una de sus visitas a Alberic, Luis Alfredo y Ángela, con el sol a plomo, se dirigieron a la plaza principal; en su ruta, caminaron sobre la banqueta de un conjunto de casas construidas en donde 120 años atrás se veía la campiña recién sembrada de arroz. En la plaza, escogieron una banca cubierta por la sombra de un centenario e imponente roble. El tema principal entre ellos fue el bisabuelo Andrés, incluida la promesa de regresar que éste le había dejado a su novia Angélica, la cual no pudo cumplir por los dos conflictos bélicos mencionados. Luis Alfredo comentó que en alguna ocasión tuvo una pesadilla. Había soñado que el “Yayo” logró regresar a Albedric y que ni él, ni su padre Luis Ernesto, ni sus tíos, ni nadie de su familia del lado paterno habían nacido y su actual mundo era inexistente. Pensando en esa imposibilidad, fijó la mirada en el robusto tronco del árbol, cuya sombra los cubría, y en su vieja corteza creyó ver marcadas dos iniciales y un número de cuatro cifras casi ilegible por los años que parecía decir 1898.
Casualidad o Coincidencia
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