“Seguí tu consejo: ayer fui a la casa de Micaela”, fueron las palabras con las que Ricardo me recibió en la sala de su departamento. Por su aspecto, me dio la impresión que había envejecido varios años en apenas ocho días.
Llegaba yo a la tercera de nuestras reuniones semanales de solo dos. De solo dos, porque hasta hace un mes cinco amigos acudíamos a su casa para pasar unas horas de agradable camaradería.
Por ser el nido de un soltero empedernido, el departamento de mi amigo de toda la vida era el lugar idóneo y por eso, a partir de las siete y hasta las doce de la noche, a propuesta del propio anfitrión, desde hace dos años –justo después de haber dado por terminado su eterno noviazgo- se establecieron los viernes para reunirnos a jugar dominó, fumar libremente, tomar algunos tragos, cenar ligero, platicar de todo y de nada y, fundamentalmente, divertirnos.
Sin embargo, la felicidad no es para siempre –diría alguien-, pues debido a problemas de salud propios de la edad –todos estamos entre los 60 y los 70 años-, uno por uno cuatro de los asiduos jugadores dejaron de asistir a las tertulias y en las últimas tres semanas soy el único que llega, aunque ahora lo hago a las cinco de la tarde y siempre me retiro antes de las nueve de la noche. De ahí que las partidas de dominó pasaron a segundo término, los tragos los cambiamos por dos o tres tazas de café de grano, ya no cenamos y de los muchos cigarros apenas nos fumamos dos cada quien.
Por lo que toca a la plática, esta sí se enriqueció pues acostumbrados a hablar de todo y de nada, empezamos a tocar temas más personales.
El primer viernes de reuniones de solo dos, después de platicar un buen rato, nos acomodamos en la sala para, por más de dos horas, ver la película “Un lugar llamado Notting Hill” filmada en 1999, cuyo argumento trata de la improbable relación amorosa entre una actriz de fama internacional y un modesto vendedor de libros en una pequeña ciudad de Inglaterra. Casi al final –previa aparente ruptura definitiva de la pareja-, el protagonista se deshace de su orgullo, la busca, ella lo acepta, se casan y forman una familia. Cuando en la pantalla ya corren los créditos de la película, visiblemente emocionado, Ricardo escucha a Charles Aznavour cantar “She”, tema musical, y sin mirarme comenta: “No me vas a creer, pero siempre que la veo maldigo mi orgullo y me arrepiento de no haber ido a buscar a Micaela al otro día de que me dijo ‘ya no quiero que vengas’. Casi todas las noches sueño con ella”.
Iba a hacerle un comentario al respecto, pero mi amigo, secando de su mejilla unas furtivas lágrimas, se levantó y dijo: “A caray, cómo pasa el tiempo, ya son casi las nueve”, por lo que conociéndolo como lo conozco de años, me despedí para dejarlo solo con su pena y mi promesa de regresar en una semana.
A los ocho días me recibió. Sin más, me invitó a pasar a la sala y sentenció: “Hoy vamos a ver ‘Diario de una Pasión’. Es una película de 2004 en la que se intercalan escenas de una misma pareja en dos etapas diferentes de sus vidas: de jóvenes cuando se conocieron y enamoraron y de adultos, ancianos ya, cuando él la sigue amando y ella, con Alzheimer, ya no lo recuerda.
“La primera vez que vi esta película me prometí que nunca, y menos en una situación similar, dejaría de estar junto a Micaela, y mírame, al primer regaño dejé de frecuentarla. Maldita intolerancia y orgullo de viejo”, se sinceró mientras pasaba un pañuelo por su rostro.
No me dio tiempo para decirle nada pues igual que la semana anterior nos “pegamos” a la pantalla dos horas, solo que en esta ocasión cuando terminó la cinta aún nos quedaban dos para platicar.
Intenté tomar la palabra para decirle que había ido a la casa de Micaela pero Ricardo inició un monólogo en el que a pesar de ser cercanos desde siempre, tocó puntos de su relación con ella –su malogrado y único amor- que yo desconocía.
“Como bien sabes, nunca dediqué mi tiempo a las novias. De estudiante, la escuela ocupó toda mi atención; luego, el trabajo de tiempo completo no me permitía ese tipo de distracciones, por lo que cuando vi a Micaela por primera vez en mi vida ya no era un chamaco y, aunque lo parecía, ella tampoco pues estaba por cumplir 24 y yo los 27. Íbamos en la línea dos del metro, con dirección a Taxqueña. La tenía enfrente de mí, sostenidos del mismo tubo para no caernos, a tan solo medio metro de distancia: su piel apiñonada, las cejas delicada y naturalmente delineadas sobre unos hermosísimos ojos color miel rodeados por un espeso bosque de largas y rizadas pestañas. Para mí, era un rostro perfecto, sin una pizca de maquillaje”.
Lo sé Ricardo, pues cuando me la presentaste también me impresionó su mirada –lo interrumpí, no por otra cosa sino porque noté que necesitaba darse un respiro-.
“Nunca fui un conquistador –continuó-, pero en ese momento tenía que hacer algo. No podía dejar pasar, así nada más, a la mujer que podría ser la primera y la última en mi vida. Sin pensarlo mucho, bajé mi mano por el tubo para ‘accidentalmente’ rozar sus dedos; ella fijó esos sus lindos ojos en mí y, verdaderamente apenado, le pedí perdón por mi descuido. Su respuesta fue apenas una tímida sonrisa que jaló mi mirada a sus labios. Iniciamos una superficial conversación y me permitió acompañarla hasta su casa. Así la conocí y ahí empezó todo. Ese día no me enamoré, quedé embelesado”.
Con la vista puesta en el cielo raso de la sala, siguió con su historia.
“Micaela vivía con sus padres y se hacía cargo de ellos, pues sus hermanas y su hermano ya habían formado familias aparte. Sin embargo, como todavía los señores se valían de sí mismos para su aseo personal y preparación de alimentos, ocupábamos toda la tarde de los sábados y los domingos completos para estar juntos. Con los años, cuando no podíamos salir de paseo porque su papá o mamá estuvieran enfermos, la pasábamos igual de felices en su casa, entretenidos con juegos de mesa, con alguna película o simplemente platicando. Tenía una memoria asombrosa, sabía las fechas de cumpleaños de toda su familia, de los aniversarios de bodas de sus hermanos, tenía presente a qué hora y qué medicina le tocaba al enfermo en turno, recordaba que nos conocimos un 14 de octubre –de eso hace 40 años-, qué traje llevaba yo ese día, a dónde habíamos viajado, en qué hoteles estuvimos. En fin, se acordaba de todo. Se acordaba…
“A pesar del inmenso amor que nos profesamos, Micaela y yo nunca pudimos formar un hogar. En un principio porque queríamos tener una posición económica más sólida y, luego, por sus padres quienes, ya muy grandes y enfermos, dependían de alguien que los atendiera entre semana y de ella los sábados y domingos. Cuando se jubiló, ya no necesitó ayuda de lunes a viernes y se hizo cargo”.
Para estos momentos, parecía que a mi amigo se le iba la voz por lo que tuve que sentarme en la orilla del sillón, acercarme y escuchar.
“En alguna ocasión no llegó a una de nuestras ya escasas citas y más tarde me habló por teléfono para disculparse por su olvido. Otro día me reclamó por no sé qué cosa y le recordé que en aquél entonces justifiqué mi falta y un ‘¿Si?, pues no me acuerdo’, fue su seca respuesta. El colmo ocurrió en nuestras últimas dos conversaciones telefónicas, ya va para dos años. En la primera, una broma inocente le molestó mucho: ‘bien sabes que no me gustan las bromas, para qué me haces enojar’, me inquirió irritada; ‘para quitarte a besos lo rezongona, mañana en tu casa’. ‘Ya no quiero que vengas’. Intolerante, con el orgullo herido no le respondí y colgué. Una semana después, me llamó extrañada de que no me hubiera comunicado y, molesto aún, le recordé su última frase de la llamada anterior e incrédula me espetó: ‘¿yo dije eso? Pues no me acuerdo’ y entonces fue ella la que colgó. Desde entonces no la veo”.
Se quedó callado. En ese momento vi la oportunidad y le dije que un día antes había ido a la casa de Micaela y que él tenía que ir a visitarla. “Para qué, de seguro ya me olvidó”, fue su respuesta y le insistí pues, precisamente por eso, porque ya lo había olvidado, es que debía ir a verla. Por las tardes –le dije-, la visita una sobrina. Salí y lo dejé con sus recuerdos.
Por eso, hoy no vimos ninguna película. Únicamente me dediqué a escuchar a un Ricardo totalmente demacrado y avejentado: “Seguí tu consejo: ayer fui a la casa de Micaela. Sí, allá estuve. Toqué el timbre y salió ella: ‘¿Quién es?’; ‘Soy yo Micaela, Ricardo’; ‘Yo no conozco a ningún Ricardo. ¿Qué quiere?’; ‘Quiero que me reconozcas, que te acuerdes de mí’; ‘¡Váyase! no sé quién es’- y cerró la puerta”.
Después de escucharlo pude ver en el piso los pedazos de los discos y las fundas de las dos películas favoritas de Ricardo.
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