En nuestras frecuentes comunicaciones telefónicas de media semana acordamos con JG obviar en el texto…
En nuestras frecuentes comunicaciones telefónicas de media semana acordamos con JG obviar en el texto todo preámbulo y recuperar la idea original de incluir sólo sus relatos. El viernes, ya en su casa, nos comentó que el lunes 18 había leído la columna de Eduardo Ruiz Healy Policías sobrevaluados vs. Policías devaluados, lo que le recordó tres experiencias personales con esta clase de servidores públicos que narra a continuación.
Denos tiempo, nosotros le recuperamos su unidá.
Un domingo de hace poco más de un año, a eso de las once de la mañana, después de desayunar en un pequeño restaurante cercano al Museo de las Intervenciones en Coyoacán, me dirigí hacia mi viejo automóvil estacionado en una de las aceras del jardín vigilado por el General Pedro María Anaya. Con la experiencia de otras ocasiones en las que se me dificultaba la búsqueda, esta vez, previsor, ubiqué la cercanía de un poste de luz con la base cubierta por cuatro o cinco bolsas de basura y un montón de hojas secas de los árboles próximos. Cuando llegué al sitio, los objetos tomados como referencia, inamovibles, eran testigos silenciosos del vacío existente entre los dos vehículos que menos de una hora antes eran fieles compañeros del mío. No había de otra, me dije: ¡se lo robaron!. En esos instantes en los que se confunden el coraje y la impotencia y sin saber qué hacer, empieza uno a preguntarle a toda la gente si alguien vio quién fue y, en ese trance, como si los hubiera llamado, se aparecieron dos patrulleros a quienes les pedí que me llevaran a la delegación para denunciar el robo. Solícitos, requirieron los datos de la unidá. Les dije la marca y el modelo, que aunque ya tenía sus años y la pintura algo quemada, las llantas con rines de aluminio eran nuevas y mecánicamente no tenía ni un pero, aunque lamentablemente por lo viejo, el carro no yo, no lo tenía asegurado. Después de confesarme, los policías se dirigieron a su patrulla para comunicarse con alguien; al regresar recomendaron que no hiciera la denuncia y solicitaron dos horas para buscarlo, porque ellos seguramente lo encontrarían. “Sabe –me dijeron-, si hace la denuncia, la búsqueda de todas formas nos la encargan a nosotros, pero si usted nos la encarga ahorita, como que el compromiso es más directo, ¿verdá pareja?” Tanto me insistieron, y atontado yo en ese momento, que acepté su sugerencia. Nos dimos los números telefónicos y quedamos en comunicarnos de dos a tres horas más tarde. Me llamaron cuatro horas después para pedirme una más. Al cumplirse ésta me citaron para las ocho de la mañana del día siguiente afuera de la delegación. Asistí con la esperanza de obtener buenas noticias pero en su lugar me hicieron otra propuesta que, según ellos, “le va a convenir más porque ya es muy difícil que aparezca su unidá ¿verdá pareja?; podemos asegurar su vehículo, usté sólo pagaría el deducible, y cuando la aseguradora le pague a usté, nomás nos da una pequeña gratificación que tenemos que repartir y el resto le quedaría como premio de consolación, ¿verdá pareja?”. Les di las gracias y entré a la delegación a levantar la denuncia por robo de vehículo únicamente para protegerme de su eventual mal uso porque el carro está a mi nombre.
La grúa que me rompió el corazón
Debo confesarles que a pesar de mi fallido matrimonio, por las razones que ustedes conocen, la comunicación con la madre de mi esposa no ha sufrido alteración alguna durante los últimos diez años. Por eso, el jueves pasado la llamé por teléfono para felicitarla con motivo de su santo. Le dio mucho gusto escucharme y, seguramente sin pensarlo, me dijo que esperaba verme al día siguiente para acompañarla a almorzar en su casa, como a las 11 de la mañana. Yo tampoco lo pensé y le prometí que estaría allí puntualmente. El día del compromiso, tal y como lo hice durante 30 años cuando la visitábamos en familia, entré con dirección de norte a sur a la calle que, no obstante su pequeña longitud, es lo suficientemente ancha para soportar autos estacionados de ambos lados sin obstruir ninguno de los dos sentidos de circulación de manera simultanea y me estacioné en la acera oriente, precisamente frente a la casa de mi suegra. Bajé del auto, atravesé el arroyo vehicular y toqué el timbre. Abrió uno de mis cuñados y amable me invitó a pasar. Nervioso, caminé los 15 metros del pasillo que me condujo hasta el que divide la sala del comedor. En la sala estaban mi suegra, mis demás cuñados y también ellas: mi esposa y mi hija, ambas bellas como hace diez años. Con todos me di un efusivo abrazo sin embargo, ante ellas se me fue la voz y, no se si lo notarían, me temblaba todo el cuerpo. Las saludé, no recuerdo cómo pero las saludé.
Pasamos al comedor y me senté en el lugar que antes siempre ocupaba. Platicamos todos de tantas cosas que no se bien de qué, estaba aturdido. Antes del pozole, mi suegra nos sirvió de entrada un plato de papaya, tan dulce y jugosa que le tuve que preguntar en dónde la había comprado. Quien contestó fue ella, mi esposa: “es del papayo que plantamos hace más de diez años”, y su respuesta, aunque me tachen de cursi, me pareció una de las frases de amor más bellas que jamás hubiera escuchado. Continuamos con el pozole y con la conversación. Cuando terminamos, alguien propuso tomarnos la foto del recuerdo y salimos al jardín de la parte de atrás de la casa. Allí vimos el árbol de zapote blanco al que en temporada me subía para cortar los frutos maduros que ella iba guardando en bolsas. También vimos el papayo y por un instante nos miramos a los ojos.
Al rato, ya para terminar la reunión, ella dijo que no había tenido tiempo de comprar el regalo de su mamá e iría a una plaza comercial para adquirirlo. Vi la oportunidad que estaba esperando: “si la llevo –pensé-, podré estar a solas con ella, platicar, tomar un café y, tal vez, pedirle perdón. Si veinte años no es nada, diez menos”. Me ofrecí para llevarla. Sin responder de inmediato, volteó a ver a nuestra hija quien discretamente le dio su aprobación, o cuando menos eso me pareció, porque finalmente aceptó mi ofrecimiento. Nos despedimos de todos, le dimos un beso a mi suegra y a nuestra “pequeña”. Acompañados salimos a la calle, a esa calle difícilmente transitada por vehículos de personas ajenas a quienes en ella viven. Pero ese sábado transitó también una grúa de la Secretaría de Seguridad Pública y se llevó mi auto compacto por haberlo estacionado en sentido contrario. Consternados, nos despedimos: ella se fue a la plaza comercial y yo al depósito vehicular.
Dijimos que era un tiro derecho
No recuerdo exactamente que día fue, pero como siempre, entre las nueve y las nueve y cuarto de la mañana, salí de mi casa a comprar el periódico con otros dos propósitos: fumarme el primer cigarrillo del día y leer los encabezados de los otros diarios en el puesto de la esquina. En esas estaba cuando de repente dos sujetos que corrían fueron interceptados por una patrulla. De ésta se bajaron dos uniformados y empezaron a discutir con los alcanzados, a tal grado que poco faltó para que se iniciara una lucha de duetos. No obstante, para salvarse, uno de los individuos malencarados le dijo al policía: “ya vas, tú y yo solitos, sin que nadie se meta”. Así empezó la pelea. De inmediato, en plena calle la condición física y la capacitación y el adiestramiento recibidos por uno superó ampliamente el improvisado estilo del otro: finta, recto a la cara; otra finta y gancho al hígado. Nuevamente un derechazo directo a la nariz que rompe la piel que la cubre, para continuar ahora con la izquierda hacia el ojo ya cerrado de esa cara que empieza a parecer monstruosa por la sangre y lo desfigurada de tantos y tan certeros puñetazos que el prácticamente derrotado empezó a recibir desde que estaba de pie y, ya en el suelo, sin necesidad de seguir fintando al enemigo, se multiplicaban sin misericordia en ese maltratado rostro. Era tan desigual el pleito que el otro policía (cuyo abdomen podría ser fiel ejemplo de Realidad Aumentada), observador hasta ese momento, intentó intervenir para separarlos y evitar que continuara la masacre. Sin embargo, el sujeto se le puso enfrente y le dijo: “Dijimos que era un tiro derecho entre ellos dos. No te metas”. La determinación del cómplice de quien le destrozaba la cara al guardián del orden dejó paralizado al segundo uniformado hasta que llegaron los refuerzos. Cuando regresé a mi casa, tembloroso por la impresión de lo vivido, me di cuenta que no había comprado el periódico.
Al otro día, en mi rutina matinal, los periódicos de nota roja hacían referencia a lo ocurrido en esa esquina 24 horas antes, con una pequeña variante: su nota hablaba de “un heroico policía que se enfrentó a dos rufianes quienes lo golpearon salvajemente”.
Bueno, nos hablamos en la semana para vernos el viernes. Tal vez para ese día les relate una singular historia de amor –concluyó JG-.
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