Al contrastar el relato del Génesis bíblico, el nuevo método ideado por René Descartes, basado en la duda sistemática, y el universo concebido como la consecuencia de ese fundacional Big-Bang, observamos tres maneras de entender el mundo que han marcado de forma distinta la historia de Occidente.
La semana anterior hablábamos de que desde sus orígenes el ser humano ha construido relatos y narrativas que le permitan entenderse a sí mismo, al mundo y su relación con los demás. Sin embargo, si bien esa tendencia a la creación de historias es universal, en cada etapa histórica y en cada cultura los contenidos han variado de forma profunda, pero lo que tampoco varía es la manera como el relato articula el lugar que tenemos en el mundo. Para ejemplificarlo, citaré tres distintas narrativas que, cada una en su tiempo y circunstancia, terminaron por convertirse en paradigmas dominantes de la historia de Occidente.
En primer lugar tenemos el génesis bíblico. En ese relato fundacional se cuenta el comienzo de la historia humana: a partir de la desobediencia, Adán y Eva son expulsados del paraíso para convertirse en habitantes del mundo. A partir de este desafortunado hecho, nuestra especie conoce el dolor, la culpa, el sufrimiento y la obligación de proveerse, a partir de su propio esfuerzo, de aquello que requiera para sobrevivir. Pese a lo anterior, Dios continúa considerando al ser humano como su creación más lograda y le hereda la Naturaleza entera para que disponga de ella.
Mucho más que un cuento pintoresco, esta narración da lugar a una comprensión completa del mundo. Acompañado de otros relatos complementarios, se trata de un discurso que sentó las bases para un tipo específico de organización social, una manera concreta de vincularnos con lo divino, una forma puntual de entender el bien y el mal, de relacionarnos entre mujeres y hombres y un modo de entender la Naturaleza y nuestra relación con ella que en gran medida ha permeado hasta nuestro tiempo.
Los relatos fundacionales como éste sientan las bases para la emergencia de una cosmovisión que lo abarca todo, que da lugar a ciertas posibilidades de interpretación y cierra la puerta para todas las demás. Una comprensión cósmica que, al mismo tiempo que acota el mundo limitándolo a su propia y exclusiva percepción, lo habilita, le permite existir, le da coherencia y sentido.
Un segundo ejemplo de relato determinante para la historia occidental fue articulado por René Descartes, quien, profundamente imbuido en la cosmovisión bíblica, consigue de forma genial dar un salto evolutivo. Dios es el centro del universo y encarna la gloria y la verdad, pero el ser humano, imperfecto y pecador, se engaña a sí mismo, con lo cual en muchas ocasiones es casi imposible discernir cuál es la verdad.
En busca de un fundamento axiomático e inequívoco que le permitiera reconocer la Verdad –con mayúscula– de la mentira, Descartes encontró en la duda sistemática un método que supuso infalible. Al dudar de todo no le quedó más remedio que vaciar su mente ante la posibilidad de que lo que había en ella fuese falso, hasta llegar a la esencia de lo que consideró lo humano: ya que estoy pensando, quiere decir que existo.
Este dudar como sistema encarna un contraste total con la visión bíblica expresada antes. Pasar de entender el mundo como un territorio conocido a partir de las tradiciones y los presuntos conocimientos heredados, a asumirlo como un universo desconocido donde no es válido dar por sentado nada de lo que creemos saber de él, que funciona a partir de sus propias reglas internas y que estamos abocados a explorar y descubrir, da lugar a posibilidades inimaginables.
En su tiempo y su contexto, esta manera de relatar al ser humano fue una novedad genial, que no sólo se convirtió en el germen del método científico y del desarrollo tecnológico posterior, sino que hizo algo más. Con tres simples palabras, “pienso, luego existo”, Descartes inventó el Yo, inventó la modernidad, inventó al individuo y el pensamiento crítico.
Se trata de un relato que replantea por completo el lugar que el ser humano había ocupado hasta entonces en el planeta y en el universo. Pero no todo fueron buenas noticias; esto, que sin duda se trató de una genialidad, tuvo como consecuencia subyacente la disociación entre la mente y el cuerpo, y, en una segunda fase, la separación entre civilización y naturaleza. Suena contradictorio que el mayor reto que enfrenta la humanidad tenga que ver con la consecuencia de llevar al extremo uno de sus más grandes saltos evolutivos. Resulta paradójico que los escenarios casi apocalípticos que nos describen los científicos, relacionados con la contaminación, el cambio climático y la aniquilación de especies, bosques y selvas sean producto del inconmensurable éxito de la cosmovisión cartesiana; sin embargo, así es.
Lo que durante tres siglos fue la verdad dominante se reflejó en nuestra relación de dominio, control y explotación desenfrenada para con el planeta, para con la Naturaleza en general y para con el resto de las especies.
El quiebre de esta narrativa cartesiana nació con la emergencia de una cosmogonía más reciente, fundada en el concepto que conocemos como “big bang”.
Este relato nuevamente, como lo hizo la narración bíblica y la intuición de Descartes, refunda el cosmos completo. Por primera vez en Occidente el universo no empieza con la existencia del yo humano, sino que se retrotrae millones de años, hasta una misteriosa explosión primigenia. Poco a poco, y tras una serie de azares inexplicables, apareció la vida que conocemos y finalmente los humanos, desamparados en la inmensidad de lo que pudiera ser un cosmos inerte, incierto y vacío.
Para efectos de la REALIDAD –con mayúscula– nada ha cambiado en los últimos cuatro siglos: la gravedad es la misma, los ríos y los mares están en el mismo lugar y operan según las dinámicas de siempre, las agrupaciones humanas siguen siendo las mismas; pero, para la comprensión particular del ser humano, el cosmos en que apareció Adán, así como aquel en que vivió Descartes en el siglo XVI y XVII, habían dejado de existir.
La nueva visión introduce elementos inéditos en la forma de interpretar la existencia. La incertidumbre, la desesperanza, la conmoción que significa reconocer la minúscula dimensión humana dentro de un cosmos de dilatadísima historia e inmensidad creciente y la estremecedora certeza de que por primera vez en la historia del planeta una especie está en posibilidad real de destruir la biósfera completa. Pero al mismo tiempo la nueva cosmovisión ha permitido la comprensión sistémica del planeta, la complejidad y profundidad de las incontables interacciones entre los distintos niveles de la vida y los efectos que la mano humana ha dejado en las diversas manifestaciones de la biósfera. También se debe a esta nueva visión el alargamiento sin precedente de la esperanza de vida, la búsqueda genuina por la inclusión, la cooperación, la diversidad y la participación de todas las culturas y todos los seres humanos, el desarrollo de tecnologías que favorecen la movilidad –incluida la posibilidad de salir del planeta–, el comercio global y la comunicación entre humanos de todas latitudes, la búsqueda de la igualdad y de la erradicación del racismo, el sexismo, el fundamentalismo y todo aquello que produce conflictos entre las personas y las diversas culturas.
La próxima semana iremos más a fondo acerca de las enormes diferencias que para la vida cotidiana implica una cosmovisión u otra.
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