¿Alguna vez se ha preguntado cuál es la razón de que cada vez tengamos gobiernos más corruptos y cínicos? La siguiente historia es una prueba que me convence, de nuevo, de que gran parte del problema somos nosotros, los ciudadanos de a pie.
Esto que contaré le ocurrió a una amiga. Ella trabaja en una empresa en la que estuve hace tiempo (excelente ubicación, pero con un ambiente más tóxico que el amor entre nuestro Tlatoani Deluxe y Ricardo Monreal). Como en muchos trabajos, “Camila” (llamémosla así) debe cumplir con ciertos parámetros de productividad cada mes: aproximadamente, ocho horas al día, con entregables (textos de diversa índole, en su mayoría) que deben ser verificados, revisados y aprobados por sus coordinadores con una tenacidad digna de un agente fronterizo. Uno de esos coordinadores es “Alejandra” (obviamente, no es su nombre real).
Hace unos meses, un rayo de luz se asomó a través de las grietas de dicha organización dura como el granito. El gerente general le avisó a “Camila” y a los demás miembros de la empresa que podían hacerse acreedores a un día de descanso al mes si, además de cubrir con su productividad mensual, cumplían con un día extra más de trabajo. Si en un mes típicamente deben cumplir con 160 horas de productividad, lograr 168 (es decir, hacer más cosas en menos tiempo) te hacen el ganador de dicho premio.
Pero, en un vuelco para nada sorpresivo, dicha dinámica estaba abierta a todos los niveles jerárquicos. Lo cual no está mal per se: lo turbio comenzó cuando “Alejandra” comenzó a hacer de las suyas. Una de las funciones de “Alejandra”, según lo que recuerdo y lo que me contó “Camila”, es llevar el control de las métricas de productividad de todos los empleados. Es decir, al final de cada mes, ella es la responsable de decidir quién puede tomar ese día de descanso.
Todo fluyó bien por un mes. “Camila”, siendo la profesional que es, obtuvo ese añorado y muy merecido día de descanso, todo con el respaldo debido. Pero también lo ganó “Alejandra”, para sorpresa de nadie. Oigan, nadie tenía problema con ello: lo raro fue que lo ganó por “auto anotarse” 11.5 horas al día. “¡OMG, eso es mucho trabajo, llévenla directamente con Elon Musk y Jeff Bezos!”, podría pensar uno. Pero no había ningún archivo, entregable ni nada que respaldaran esas horas extras más que “la equivalencia que ella misma hizo” de sus actividades. Esto fue posible porque nadie la supervisa. Nadie la pone a escrutinio. Hay una razón para esto: “Alejandra” hace gran parte del trabajo del gerente general. Después de esto, ella se ganó el derecho a no tener que rendir cuentas de la misma forma que otros.
Llegó el segundo mes. Todo cambió. Sin previo aviso, “Alejandra” cambió las métricas de las tareas que hace “Camila”. El mes anterior, elaborar un texto equivalía a 2 horas de productividad. Ahora, el mismo texto equivalía a 1.5 horas. Al notar esto, “Camila” cuestionó las razones. ¡Oh, esto fue un error tan grande como cuando Rodión Románovich Raskólnikov decidió pedir dinero prestado! Lo que siguió fue una respuesta arbitraria por parte de “Alejandra” (“son órdenes directas”), lo cual podría ser entendible; sin embargo, y cada mes subsecuente, el tiempo que “Camila” tenía para hacer dichos textos se reducía a razón de 0.25 horas. Cabe destacar que esto sólo se aplicó a ella: ninguno de sus compañeros vio un cambio en sus métricas.
“Camila” decidió ir a tratar el tema con el gerente general. Esto fue un error tan grande como cuando el capitán Ahab decidió dedicarse a cazar ballenas. Lo que “Camila” obtuvo fue una respuesta sin sentido, del tipo Catch 22: el gerente no podía hacer nada porque la encargada de las métricas es “Alejandra”. Al ir con “Alejandra”, ella responde que las métricas son “una orden directa de la gerencia”.
A partir de aquí, con la reducción de sus tiempos, “Camila” no sólo dejó de ser más productiva, si no que, además, resultó que “debía tiempo” cada mes. Todo esto mientras “Alejandra” se tomaba, religiosamente, su día de descanso al mes, sin tener que demostrar nada. Por su “baja productividad”, “Camila” fue la única de su equipo de trabajo que tuvo que recibir, por órdenes del gerente general, cursos de capacitación. ¡Nomás faltó que le pusieran unas orejitas de burro y la enviaran a la esquina!
Por levantar su voz contra un trato injusto (o “ser un quejoso” en el argot “empresarial”), “Camila” fue señalada y ridiculizada, lo cual derivó en que ya no hace su trabajo con la misma calidad ni entusiasmo, pero, lo peor de todo, es que ahora lo hace con miedo de decir cualquier cosa por miedo a represalias. Esto, por lo que conozco del medio, es una anécdota más entre muchas otras similares.
Lamentablemente, esto habla más profundamente sobre cuál es una de las verdaderas raíces de la corrupción: nosotros mismos, los ciudadanos de a pie, quienes, dada la oportunidad, aprovechamos para tomar ventaja desde nuestras (relativas) posiciones de poder.
Es cuestionable que, siendo uno de los superiores (con uno de los mayores sueldos) y la persona que lleva las métricas de la organización, entres a dicha dinámica para ganar un día de descanso: no puedes ser juez y parte.
Es un descaro, por supuesto, sumarse el trabajo equivalente a 11.5 horas (sin tener la forma de demostrarlo) cuando en realidad trabajas solamente ocho. Sin embargo, es una verdadera sinvergüenzada (López dixit) cuando, además, aprovechas tu posición para afectar a alguien más, con el manto cómplice de tus superiores.
Así las cosas, estimables lectores. Podría terminar esta anécdota en una nota negativa, comparando a México con una selva o con el viejo oeste, pero sería falso: sé que personas como “Alejandra” son la excepción y no la regla. Pero eso sí, esta historia contiene una moraleja que vale la pena mencionar: no seamos como “Alejandra”. Si en algo amamos a nuestro país, seamos honestos, justos, íntegros y coherentes. Luego no nos sorprendamos si tenemos gobernantes tan corrompidos como un archivo de música descargado ilegalmente. Porque, para parafrasear una canción de The Beatles (ustedes, admiradores del cuarteto, seguramente saben cuál canción es), “al final, la corrupción que recibes es igual a la corrupción que das”.
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