No es nuevo que el estado de Guerrero viva en una situación de zozobra. Incluso antes de que la tragedia de Ayotzinapa sucediera en 2014, el nombre de esta entidad ya estaba asociado a la violencia y a la marginación. Incluso Acapulco, puerto emblemático en la historia del Nuevo Mundo y por mucho tiempo reconocido como destino turístico de clase mundial, tenía varios años con un rostro de decadencia.
Eran muchos los problemas de Guerrero antes de aquella noche de tormenta el 25 de octubre. La educación era uno de ellos. Según las cifras del INEGI, Guerrero presentaba una tasa de escolaridad promedio de 8.4 años, inferior a los 9.3 años promedio del conjunto del país. En el ciclo 2022-2023 se inscribieron más de 987 mil estudiantes en los tres niveles educativos. Sin embargo, dado el incremento en las cifras de abandono escolar reportadas por la Comisión Nacional de la Mejora Continua de la Educación (MEJOREDU) y por el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), las probabilidades de que un estudiante terminara satisfactoriamente su educación básica hasta egresar del bachillerato eran menos que las que se tenían en el promedio del país. De hecho, en 2020 INEGI registró que un 12% de la población guerrerense no había concluido ningún grado educativo.
Los reportes indican que aproximadamente 143 escuelas resultaron dañadas por la fuerza de la tormenta, especialmente en los municipios de Acapulco y Coyuca de Benítez, y las clases han sido suspendidas desde el 26 de octubre, cuando las autoridades se vieron completamente rebasadas por la emergencia.
El gobierno estatal acaba de extender la suspensión hasta el 10 de noviembre. Esto significa que, sólo contando a los dos municipios mencionados y con los datos de la Secretaría de Educación Pública (SEP) hay más de 208 mil niños y jóvenes que perderán, al menos, tres semanas de clases. Claro, atender las necesidades de vivienda, alimento y salubridad resultan los aspectos más apremiantes, pero es imposible dejar de notar la amargura de que sea en una población en condiciones de tal marginación la que pierda el acceso a los servicios educativos.
El secretario de educación en Guerrero, Marcial Rodríguez Saldaña, anunció que comenzarían los trabajos de limpieza y rehabilitación de las escuelas con la ayuda de vecinos y padres de familia para volver a clases presenciales lo antes posible, mientras que se explorarían medidas como las clases virtuales.
Resulta irónico, porque Guerrero, antes del huracán, era uno de los tres estados con menor porcentaje de su población con acceso a la Red. Un 34.4% de los guerrerenses carecían de servicios de conectividad. Aunque empresas de telecomunicaciones han ofrecido servicios gratuitos de Internet, en este punto es difícil decir cuál es el estado de las líneas. Se antoja difícil que la educación virtual sea una opción viable, en particular para las comunidades más marginadas.
Es difícil saber con certeza cuáles serán los costos del Huracán Otis a mediano y largo plazo. Sabemos que se requerirá una inversión multimillonaria para la reconstrucción y renovación de la infraestructura, además de que la reconstrucción de la economía tomará años de trabajo. Sin embargo, la emergencia social puede ser incluso más profunda que los daños a propiedades y comercios. Podemos prever que habrá cientos de familias desplazadas y que las condiciones de pobreza no alcanzarán a ser solventadas con apoyos mensuales o becas. De ahí que alguien se pregunte cómo se remediarán las carencias de aprendizajes cuando los estudiantes apenas contarán con los servicios básicos durante varios meses.
Podemos ver que es una perspectiva desoladora para los estudiantes. Pero la situación de los profesores no es mejor. Según un reporte de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación en Guerrero (Ceteg) recuperado por el diario La Jornada, siete mil viviendas de profesores en Acapulco fueron reportadas como pérdida total. Difícil decir cómo los profesores de la costa podrán enseñar sin un lugar donde vivir.
La situación en Guerrero difícilmente podría resultar más desalentadora. Otis se cebó con una población que ya reportaba una considerable carga de marginación y que ahora parece haber dejado náufraga frente al panorama de miseria. La solidaridad de la sociedad mexicana siempre ha resultado ejemplar y hemos tenido testimonio de ayuda generosa para aliviar, en la medida de lo posible, los sufrimientos de las víctimas. Por desgracia, tampoco ha faltado la ineptitud de las autoridades. Esperemos que esta vez se reivindiquen.
Por lo pronto, mientras no se establezcan programas eficaces de desarrollo social para garantizar la recuperación de los servicios públicos, incluyendo a la educación, la población del puerto, la costa y la montaña seguirá atascada en lo que parece un lodazal histórico y las promesas de transformación educativa seguirán siendo papel mojado.
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