Solemos suponer que las ideas no transforman el mundo, cuando en realidad no nos atrevemos a comprometernos con ellas hasta sus últimas consecuencias.
Otra posibilidad está en que los cambios en la realidad material detonen y favorezcan al surgimiento de nuevas ideas.
En cualquier caso el compromiso total es determinante.
La semana anterior desarrollamos tres tipos de ideas: las exitosas, las disruptivas y las revolucionarias. Hoy toca el turno de explorar el principal mecanismo mediante el cual dichas ideas se materializan en el mundo objetivo.
Las ideas son las semillas de las que nacen, se alimentan y evolucionan las narrativas que dan forma y orden al mundo material en su conjunto que percibimos los seres humanos. Ante una realidad objetiva dada, el ser humano construye relatos que la explican y a partir de las ideas, intenciones y propósitos, la interviene, modificándola.
Y estas “ideas materializadas”, al interactuar sinérgicamente con los objetos y condiciones preexistentes, terminan por integrarse en una sola realidad que nunca –aunque la diferencia sea microscópica– será la misma que la previa.
Quizá, tras todo ese devenir que da lugar a su realización, la forma definitiva que tomó la idea al concretarse no corresponda con exactitud a como la imaginamos en un principio, pero esa “mutación adaptativa” entre lo pensado y lo que termina por concretarse es una parte esencial e inevitable del proceso creativo, tanto individual como colectivo.
Pero también está el otro lado de la ecuación: en la cara opuesta están quienes se aferran con terquedad a la realidad existente, convencidos de que carecen por completo de poder alguno para modificarla. Y hay también otro segmento que supone que con el mero deseo, con el mero pensamiento o con unas cuantas declaraciones escritas en un papel o colgarse del cuello un cuarzo de determinado color serán capaces de modificar entornos sólidos y objetivos de la realidad que los rodea.
Desde luego que ni obstinarse en que el mundo “es lo que es y ni modo”, o asumir que con mi mera intención mental puedo “moldear el cosmos según mi narcisismo lo determine” conduce a ningún tipo de transformación significativa; por el contrario, ambas posturas, aunque en apariencia parezcan opuestas, en realidad son las dos caras de la misma moneda: ambas, al permanecer funcionando según el estado habitual de las cosas, confirman y fortalecen día con día el statu quo dominante con el que, en apariencia, están disconformes.
Quizá la causa auténtica y profunda de que optemos por suponer que las ideas no transforman el mundo es porque no nos atrevemos a asumir esa idea y comprometernos con ella, estando dispuestos a pagar los precios que eso implica.
En el fondo lo sabemos: para que una idea de verdad se materialice, para que asiente sus raíces en la realidad objetiva requiere de ser asumida con total compromiso, con una entrega irrestricta, con absoluta convicción, haciendo que cada uno de nuestros actos sean congruentes con ella, lo que implicaría que el primer transformado seríamos nosotros mismos.
Una vez que esto ocurre, podemos estar seguros de algo: nuestra idea ha comenzado a existir, a tomar forma, a asentarse en el mundo objetivo; lo mucho o poco que influya después no siempre depende de nosotros sino de la forma en que esa realidad emergente consiga interactuar con las estructuras preexistentes.
Y, como ya lo apuntaba arriba, esto nada tiene que ver con pensamientos mágicos o con escribir decretos en un cuaderno. Cuando hablo de comprometerse con una idea con absoluta convicción implica justo eso: que nuestra vida gire en torno a llevarla a la práctica y el resto de nuestras acciones se correspondan de forma coherente y sinérgica con ella. Eso es justo lo que ha ocurrido en prácticamente todos los casos de ideas exitosas, disruptivas o revolucionarias que transformaron en mayor o menor medida la realidad de su tiempo: quienes las idearon y llevaron a la práctica, empeñaron su vida en ellas.
Pero, también hay que decirlo, por cada uno que consigue materializar una idea transformadora, hay miles, quizá millones que fracasan en el intento. Las razones de este fracaso son diversas: la falta de compromiso, la indolencia ante el esfuerzo necesario, la incapacidad de enfocarse lo suficiente, el temor a carecer de la fuerza interior necesaria, o el panico de conseguirlo y no ser capaces de sostenerse en ella.
Otra posibilidad, hay que asumirlo, es simplemente que la idea no era tan buena como suponíamos o no era su momento y quizá alguien más, en otro tiempo o circunstancia consiga realizarla. El 99% de las ideas que emergen en los seres humanos terminan en nada, pero eso es la esencia de la vida plena: el genuino riesgo de que las cosas no salgan como nos gustaría y que aún así estemos dispuestos a comprometernos con nuestras convicciones y llevarlas hasta el límite de nuestras fuerzas.
Esto nos lleva a una premisa un poco más compleja pero más apegada a la realidad que la propuesta de inicio: si bien son las ideas las que transforman gradualmente la realidad humana y lo hacen en distintas formas y niveles según cada caso, no todas las ideas y no bajo cualquier circunstancia lo consiguen, pero en ningún caso la idea se materializa sola; comprometerse de forma absoluta con ella es del todo indispensable.
El camino opuesto
En general la emergencia creativa de nuevas ideas, que se concretan a partir de ese compromiso irrestricto que se decía arriba, es lo que suele transformar la realidad. Sin embargo, en determinadas circunstancias las cosas ocurren de forma distinta: cambios significativos y abruptos en la realidad material son también detonantes, e incluso llegan a obligar, el surgimiento de nuevas ideas, nuevos proyectos, soluciones innovadoras antes inaceptables.
En este caso, mientras las ideas suelen materializarse y entrelazarse con otras generando cambios en los sistemas de manera gradual, las ideas que emergen como soluciones a problemas inesperados y súbitos pueden transformar el entorno de forma violenta y rápida.
Terremotos devastadores han propiciado cambios sustanciales en los sistemas constructivos y tendencias arquitectónicas de las zonas sísmicas, ante desbordamiento de ríos se han diseñado presas y cauces, se han desarrollado refugios prefabricados, hospitales inflables, refrigeradores solares, cambios y regulaciones en la banca tras crisis económica, la mejora de infraestructuras y un largo etcétera.
La pandemia por Covid-19 ha sido uno de esos catalizadores que, trastocando la vida cotidiana del mundo entero, ha dejado al descubierto vicios y problemas que veníamos acarreando y nos negábamos a abordar. La emergencia sanitaria ha forzado a desarrollar nuevas tecnologías y soluciones en el campo de la medicina, ha trastocado nuestro modo de comunicarnos, movernos y relacionarnos con los otros, ha transformado nuestro modo de trabajar, de consumir, de viajar y muchos de estos cambios forzados podrían conducir a nuevos sistemas más funcionales y eficaces para con la nueva realidad que se construye día con día como respuesta a la crisis global que vivimos.
Más allá de los cambios útiles pero superficiales que pudieran sostenerse una vez terminada la pandemia, como el uso de cubrebocas en el transporte público y concentraciones masivas, el perfeccionamiento de las vacunas y los sistemas para aplicarlas o nuevos protocolos para evitar infecciones, la crisis tras la Covid-19 ha sido tan amplia –el mundo entero–, tan profunda –se ha dejado sentir en prácticamente todos los ámbitos– y sostenida en el tiempo –cuando menos durará dos años– que ha dado lugar a una nueva problemática general que exige ser atendida de manera creativa y novedosa, pero sobre todo, inmediata.
Desde las legislaciones laborales que no consideran con seriedad las implicaciones del home-office, la necesidad de nuevos sistemas educativos, lo problemático de los modelos comerciales de viviendas sin las dimensiones y características apropiadas para familias que deberán hacer trabajo y educación desde casa, las dinámicas de consumo, sólo por citar unos cuantos ejemplos, son muchos los aspectos de la economía, la cultura y las interacciones sociales que se han visto trastocadas de forma imprevista.
Al mismo tiempo de ser la peor crisis global que se tenga noticia, la actual pandemia es también una oportunidad dorada para implementar nuevas ideas que cambien los sistemas obsoletos al grado de trastocar paradigmas muy asentados. Resolver los grandes problemas de la humanidad requiere creatividad, pero no solamente. Muchas veces llevar a cabo el esfuerzo en el momentum –tiempo y circunstancia apropiada– consigue potenciar la velocidad de aceptación y la eficacia, porque consigue conectar la idea naciente con una necesidad inaplazable y real, muy lejos de las necesidades “inventadas” que suelen crearse a golpes de publicidad con el mero propósito de incrementar las ventas o sacar al mercado un nuevo producto del que se pretende controlar el nicho emergente.
Es aquí donde aquello de las “crisis son una oportunidad” deja de ser un tópico para convertirse en una coyuntura genuina. Como siempre sucede, la clave estará en el “cómo” estas nuevas ideas sean aplicadas, ya sea para intentar volver al mundo del pasado y reafirmar el statu quo vigente o para renovar los paradigmas y enfrentar los retos que nos pone enfrente el siglo XXI con con herramientas apropiadas para desafiarlos con esperanza real de mejora.
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