Morena presume una amplia ventaja y acaricia la posibilidad de adueñarse del congreso y así imponer los cambios legales que nos llevarían a un cambio de régimen. ¿Cómo sostener un sistema asentado en la personalísima presencia de un individuo cuando éste deje de estar?
México vive en este 2024 que comienza un año de capital importancia para su historia presente y futura. Sin embargo, al echar una mirada al panorama político general no queda sino desesperanza.
En el año 2000 se dio por primera vez en muchas décadas la alternancia democrática y la entrega del poder presidencial a Vicente Fox, el primer Presidente de la era moderna que no pertenecía al PRI. A éste le siguió Felipe Calderón, también de extracción panista, que obtuvo una ajustada –y discutida– victoria en el año 2006, contra el candidato de izquierda Andrés Manuel López Obrado.
Sin embargo, reconociendo avances en áreas específicas de burocracia especializada, salud y macroeconomía, en lo político y en el manejo y distribución de cuotas de poder y presupuesto nada cambió de fondo. El reparto del botín gubernamental y la corrupción siguieron como siempre y las estructuras burocráticas y de influencia política del pasado se conservaban intactas, aun después de doce años de oposición, cuando en 2012 volvió el PRI a la presidencia.
El sexenio de Peña Nieto, con independencia de los logros que pudo tener y la estabilidad macroeconómica sostenida, quedó eclipsado por la frivolidad, la corrupción y la impunidad de siempre, pero llevadas a su máxima expresión, a tal grado que los votantes, hastiados del abuso, entregaron el poder al movimiento opositor encabezado por Andrés Manuel López Obrador y representado por el partido Morena.
En 2018, tanto al poder ejecutivo como a la mayoría parlamentaria, llegó una nueva propuesta política que prometía transformar el país. En general el cambio propuesto, si bien grandilocuente en los membretes y la narrativa, al autocolocarse al nivel de la Independencia, la Reforma y la Revolución, resultaba ambiguo e indeterminado en los “cómos”, en las maneras concretas en que habría de erradicarse la corrupción, acabar con el neoliberalismo, implementar un “nuevo régimen” súbitamente justo y funcional, detonar un crecimiento sostenido, desaparecer la pobreza o generar un sistema de salud “como el de Dinamarca”, entre muchas otras premisas imposibles de no desear, pero tan complejas de conseguir que resultaban incompatibles con la simpleza del mensaje.
Quizá la parte más interesante del planteamiento obradorista consistía en una renovación moral de la política y del poder, lo que llevaría a “hacer las cosas de otra manera”, anteponiendo el bien común y atacando los males endémicos del país. También en esta área el actual gobierno quedó a deber.
Otra de las consecuencias del resultado electoral de 2018 consistió en la pérdida de interlocución y legitimidad de las fuerzas opositoras. El Presidente López Obrador lo dijo con todas sus letras: “la oposición está moralmente derrotada”. Y el tiempo ha demostrado, no sólo que tenía razón sino que abundaban las razones para que esto fuera así. Siete décadas de priismo y doce años de panismo desnudaba a una clase política corrupta que se ha dedicado a llevar agua a su molino, sin importarle demasiado lo que pasará con México y sus habitantes.
La nueva fuerza política instauró una serie de programas sociales bajo el modelo de reparto directo de efectivo, que si bien carecen aún hoy, cinco años después, de protocolos claros de operación y de un padrón preciso y transparentes de los beneficiarios, y que además provocó la eliminación de otros programas más estructurales como las guarderías infantiles o el Seguro Popular, ciertamente alivió la economía cotidiana de un buen porcentaje de familias a lo largo y ancho del país, lo que ha generado una falsa percepción de que la pobreza se ha reducido.
El problema estriba en que el nuevo gobierno, en vez de remodelar a fondo las instituciones que funcionaban mal, optó por de demolerlas. En vez de, aprovechando las mayorías con que contaba, mejorar las leyes para hacerlas más justas y razonables, prefirió ignorarlas y debilitar el estado de derecho –aún ante el riesgo de que en un futuro lleguen al poder gobernantes abusivos y oportunistas–. Argumentando premura por transformar al país, ha exacerbado la discrecionalidad y opacidad de la gestión pública. El gasto gubernamental se ha centrado en apenas un puñado de proyectos de utilidad futura discutible. En aras de una deseable austeridad republicana, se ha deteriorado la capacidad de gestión y funcionamiento del gobierno en casi todas sus áreas. Bajo una supuesto ajuste de salarios y eliminación de prestaciones excesivas, la burocracia calificada ha abandonado el sector público y ha sido sustituida por funcionarios que carecen de los conocimientos técnicos y las competencias apropiadas para la gestión cotidiana. Ante la ya mencionada premura y la desconfianza generalizada, se optó por concentrar poder y presupuestos en las Fuerzas Armadas, a quienes se les ha entregado toda suerte de facultades, que ejercen a discreción y que será casi imposible retirárselas posteriormente. Acerca de la salud, la educación y la seguridad no puede hablarse más que de deterioro. Y todo se sostiene en una gestión disciplinada de la macroeconomía, en la legitimidad electoral obtenida por Morena en la elección de 2018 y en el carisma personal y aceptación popular del presidente Andrés Manuel López Obrador, que está más fuerte que nunca.
Sin embargo estamos en año electoral. Morena parece tener una ventaja inalcanzable y la intención de adueñarse del congreso para así imponer los cambios legales que nos llevarían a un cambio de régimen.
¿Cómo sostener un sistema asentado en la personalísima presencia de un individuo cuando éste deje de estar? ¿Hay alguna oportunidad de triunfo electoral para una oposición sin discurso, proyecto ni calidad moral? Continuaremos en este panorama general la siguiente semana.
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