Hace unos días falleció Caleb Wallace, uno de los más importantes activistas en contra del uso de cubrebocas en los Estados Unidos de Norteamérica. Y sí, falleció de COVID. Vivió de manera absoluta su libertad de no utilizarlo y asumió las consecuencias de sus actos. El problema es que, con seguridad, se llevó a muchos de encuentro, y deja un problema a su esposa, madre de tres niños pequeños, embarazada del cuarto.
Para determinados fines el libre albedrío abre las puertas del infierno. Digamos, en Corea del Norte, si a algún individuo le encuentran una dosis personal de drogas, se le impone la pena de muerte. Deben recordar, no hace más de un par de años, que dos mexicanos que pretendieron introducir cocaína a dicho país recibieron esa sentencia, y por más que la SRE intercedió por ellos, nada pudo hacerse. Ellos habían violado una ley muy severa en un país en el que las penas no son negociables.
Tal vez algunos me tachen de radical. Pero hay cuestiones de primer orden frente a las que no debería existir la holgura para que cada ciudadano decida por cuenta propia. Norcorea no tiene problema de narcotráfico. Regreso a lo de Caleb Wallace. Ejerció su libertad. Pagó el precio con su vida. Tal vez nunca logremos precisar a cuántos se llevó de encuentro. Si hubiera una legislación que obligara al uso de mascarilla en sitios públicos, se evitarían casos como éste. Si alguien no quiere usar cubrebocas, que se quede en su casa. En México tenemos nuestro estilo paternalista de aplicar la ley, con unos se ejerce de manera rigurosa, con otros se deja de lado por simpatía de las autoridades con el inculpado, y por eso el narcotráfico hace lo que quiere, pero eso es harina de otro costal. Centrémonos en los riesgos en que nos pone a todos la expresión pública de la libertad personal:
Pasemos ahora a un caso que ocurrió el viernes 21 en Turquía: Kubra Dugan, tiktoker de 23 años, acostumbraba a grabarse bailando en distintos escenarios. En esta ocasión se le ocurrió hacerlo desde la azotea de un edificio de 9 pisos. Brincó del pretil que rodeaba un tragaluz fabricado con una lámina de acrílico, cayó sobre la misma lámina y la traspasó por efecto de la gravedad, cayendo desde una altura de 50 metros. Obvio decirlo, falleció. Se suma a un buen número de gente joven que ha perdido la vida de maneras tan trágicas como absurdas, del todo previsibles, si hubiera imperado la sensatez sobre ese deseo irrefrenable de manifestarse de manera auténtica.
Esta semana una buena parte de la población escolar mexicana, de todos los niveles, regresa a clases. Imagino que debe de ser una carga severa para el personal docente, además de lo habitual, ahora andar cuidando que fulanito no se quite el cubrebocas o que zutanito no intercambie mascarillas con el vecino. Evitar los trueques de comida en el recreo y vigilar que se mantengan seguros, tanto dentro del aula, como en los patios y pasillos. Una carga adicional también para las familias; aunque ahora los padres no tienen al niño en casa, con toda seguridad estarán con la preocupación de que el retoño evite conductas de riesgo. Además del gasto de llevar a la escuela cubrebocas, productos desinfectantes y demás.
Volvemos a lo mismo con que iniciamos esta columna: El regreso a clases implicará riesgos mínimos siempre y cuando se sumen medidas sanitarias. No es suficiente traer cubrebocas; éste tiene que cumplir con las especificaciones adecuadas, ser debidamente colocado y retirado. No basta con sanitizar los espacios cerrados, hay que hacer circular el aire, para evitar la concentración de aerosoles, máxime cuando esta nueva variedad delta, al igual que sus predecesoras, puede ser transmitida por alguien aparentemente sano, o que ya haya tenido COVID en el pasado, o que ya esté vacunado.
Las medidas sanitarias que se tomen no son para el Instagram. El contagio de COVID no se va a evitar mediante buenas intenciones. Se tiene que atender un protocolo científico debidamente estructurado y supervisado. Aquí se aplicaría una frase tan rudimentaria como cierta, que escuché por primera vez en boca de un directivo hospitalario, y que dice: “Orden dada y no supervisada, se la lleva la …”
Me sorprende saber que Carmen Boullosa, viuda de Alejandro Aura, reconocida escritora mexicana, autora de varios libros, acostumbra a escribir sus textos a mano. Refiere que le agrada ponerse a salvo de la tecnología para entrar más en contacto con ella misma. Yo no siento que fuera capaz de hacer lo mismo; me ha tocado desarrollar otro estilo de escritura. Mucho más allá de lo anterior, hay quienes vuelcan su vida en la pantalla digital, se graban, se manifiestan, apoyan o rechazan posturas utilizando la tecnología, buscan definirse, pero a ratos como que se extravían en hacerlo. Pierden contacto con la realidad y pretenden vivir como si su existencia fuera tal como la que hacen aparecer en la pantalla después de un trabajo de edición. Es dificultoso en estos tiempos no perder de vista esa delgada línea roja que separa ambos mundos, el real y el virtual, para no ponernos en mayores riesgos.
Que no nos gane el impulso del momento, la precipitación. Reflexionemos antes de lanzarnos a manifestar, apoyar o transgredir algo como si viviéramos en ese mundo virtual que nos seduce. Mucho más ahora, cuando el regreso a clases pone a todo México en una situación de máximo riesgo.
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