Identidad, más allá de Colón, Cuauhtémoc y el cura Hidalgo

La identidad ha dejado de ser una preocupación de sangres y genéticas para convertirse en una definición de diálogo de presencias donde cabemos y debemos caber todos.

22 de septiembre, 2021

Después de estas Fiestas Patrias, hay algo que es necesario reconocerle a la 4T, no es que lo estén haciendo de la mejor manera o más bien, de la manera en que uno deseara, pero estamos preguntándonos cosas que habíamos dado por hecho y que ahora resulta que no habíamos solucionado del todo. La identidad es una de ellas.

Seamos serios, bromas y memes aparte, el vídeo previo a la celebración de la Ceremonia del Grito, el discurso del presidente el día 16 y las peripecias de la reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) obligan a reflexionar y a repensar el camino que vamos tomando y desde luego, la forma en que nos vemos a nosotros mismos.

La identidad parte de un consenso mínimo, es decir, de un asentimiento común elemental, muy básico, apenas de unas cuantas afirmaciones a partir de las cuales se puede construir la diversidad, pero no puede partir del disenso porque entonces se disgrega, no cuaja digamos y no es raro que eso termine en un encono irracional. No es verdad que seamos producto de la violencia, del expolio y el genocidio; esa es la postura de arranque para un posible diálogo, porque no quiero pensar que esa será la visión monolítica de un gobierno que, como dirían en el béisbol tan grato al presidente, se aproxima a la parte baja de la novena entrada. Quiero, de buena fe, que sea una posición de arranque.

Es falso porque es simplista y lo es porque así se caracteriza una postura populista, ofrecer soluciones simples a problemas complejos reduciendo la realidad a una o dos afirmaciones básicas. Somos producto de un movimiento complejísimo de culturas enfrentadas, dialogantes y mezcladas; vaya, que nuestra identidad –como cualquiera en la Tierra– no es genética sino cultural, la idea que pregona a la mexicanidad como la mezcla del azteca y el español es de suyo elemental, falaz e incompleta; somos eso y mucho más que eso. Partir de la mutilación histórica de la victimización y la demonización es tanto como borrarnos el rostro porque nos lo cruza una cicatriz o cortarnos la mano con la que firmamos algo que después ya no nos gustó. Predicar el futuro de la nacionalidad a partir de la exclusión es jugar el dilema perverso del falso aliado –quien no está conmigo está contra mí– y lo peor de todo, que ciega la razón para el entendimiento y el corazón para la tolerancia.

Resulta que uno de los monjes que estaban al pie del extinto monumento a don Cristóbal es Fray Pedro de Gante y que mucho de lo poco que sabemos sobre los aztecas se lo debemos a su misión de rescate de la memoria. No hay héroes ni villanos, hay mujeres y hombres en su circunstancia. Por otra parte, no me voy a referir al llevado y traído asunto de la guerra de liberación de los tlaxcaltecas, cholultecas y demás frente al opresor azteca y cómo Cortés se aprovechó de la circunstancia –Julio César también lo hizo vaya hasta Napoleón se le ocurrió la nada novedosa idea– sino al hecho de que sólo podemos construirnos mediante el encuentro y el diálogo.

Partamos de un hecho incontrovertible, vaya aquí si no hay argumento que valga, lo hecho, hecho está o como decía mi abuela la sabia “palo dado ni Dios lo quita” y eso lo saben hasta las sentencias de amparo. Somos lo que vemos hoy en el espejo, el pasado nos explica, pero no nos determina y una pirámide de cartón piedra tampoco reconstruye la historia ni su interpretación; hablamos castellano no como lengua mayoritaria –que no es señal despreciable– sino como lengua franca entre todos los que aceptamos esta cosa difusa, pero entrañable a la que llamamos mexicanidad y esa ya no pasa por las culturas que fueron, que nos dejaron mucho de lo que somos, tanto que es ya indiscernible frente a otras herencias, porque puestos a escoger debemos preferir al indio, al indígena, al miembro del pueblo originario o como queramos llamarlo, frente al de bronce y cargar sobre su memoria irredenta e irremediable, las frustraciones del tiempo presente, porque del discurso que escuché, que escuchamos se desprende que el enemigo necesario más rentable habita en el horizonte histórico donde ya no puede ni necesita defenderse.

Es claro que los mexicanos teníamos que detenernos a pensar en términos de igualdad, de justicia y de reparación de agravios, pero no de los conquistados y los conquistadores, sino de los que hoy no pueden hacer frente a los desastres naturales o de los niños que van a escuelas donde las normas de sanidad no pueden cumplirse por algo como no tener agua potable; no en términos de conservadores y liberales, sino en términos de explotadores y explotados, de marginales y mandamases. Queríamos una izquierda, así salió de las urnas, pero no una melancólica y paternalista, sino de libertades y tolerancias, de equidad y responsabilidad; si mucho nos angustia que los habitantes prehispánicos de nuestro territorio actual cayeran víctimas de la viruela, ¿porque no tenemos la vacunación universal ya, en este momento y antes de volver a las escuelas? En serio, en buena fe ¿por qué, insisto, esto debe ser el arranque del debate, tenía que ser Díaz-Canel el primer presidente extranjero que en la historia de México fuera invitado al desfile del 16 de septiembre? Si el hombre no representa ni siquiera a la izquierda melancólica e histórica donde moran Fidel y el Che, a mi juicio, ellos sí con credenciales históricas. ¿Por qué tratar de reconstruir el liderazgo regional mexicano del brazo de Maduro? De puritito milagro Daniel Ortega está emberrinchado contra México, de lo contrario hubiera venido. En realidad la respuesta no es complicada, porque no hemos resuelto o no sabemos el rumbo, la identidad ni el destino. Tal vez, espero de corazón estar equivocado, porque no se ha definido.

Jugamos a la prisa política, lo urgente va devorando a lo importante y mientras tanto, esto que llamamos identidad ha dejado de ser una preocupación de sangres y genéticas para convertirse en una definición de diálogo de presencias donde cabemos y debemos caber todos, los migrantes, los históricos y los contemporáneos, el México judío y el México armenio; el afrodescendiente y el centroamericano, el argenmex y el urumex, el republicano español y el chileno del exilio; cada uno, todos y cada uno de los miembros de los pueblos originarios, pero no los del horizonte postclásico sino los que hoy ven mermadas sus tierras y sus aguas contaminadas, los que pierden su idioma por la vergüenza y el olvido.

Vamos, se puede y se debe, volvamos a los pactos básicos, la laicidad del gobierno y de la educación, el federalismo y la república, la no reelección y la división de poderes, la igualdad frente y bajo la Ley. El pacto del pasado común que se proyecta al anhelo de permanencia histórica, con todos y para todos y entonces sí… sencillo, sin más complicaciones: ¡Que viva México!

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