Hipersensibilidad: profecía autocumplida

Entre más se limite el campo y los temas “apropiados” para la discusión, entre más se enfatice la victimización y la microviolencia, más vulnerables nos sentiremos ante cualquier estímulo que venga del otro.

21 de abril, 2023 Hipersensibilidad: profecía autocumplida

La semana anterior planteamos que la autopercepción, si bien puede considerarse un derecho es necesario ponerle límites. Al mismo tiempo que convivimos con desvaríos como el que ejemplificó Yuri Tolochko –y de que hablamos en el artículo anterior–, cada vez es más habitual que en medios de comunicación, pero también en universidades y espacios académicos de todo tipo se evada el abordaje de ciertos temas y se llegue a vetar libros y argumentaciones porque se pueden herir susceptibilidades. El individuo pluralista radical prefiere validar su autoestima antes que desafiar sus creencias y prejuicios. Mientras que reflejar “lo diverso” del modo en que lo aprueba la visión hegemónica del pluralismo, cualquier argumento que desafíe esta visión es inmediatamente acallado. 

Cada vez con más frecuencia los debates concluyen, no cuando uno esgrime mejores argumentos o cuando la otra parte acepta cambiar de opinión sino cuando uno de los involucrados se “siente ofendido”. Esta actitud interrumpe y malogra la discusión abierta de argumentos en uno y otro sentido. La cuestión está en que entre más hipersensible seamos ante las narrativas distintas a las que defiende el discurso dominante, menor tolerancia tendremos como sociedad al abordaje de los temas que son considerados problemáticos. 

 

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Se confunde con demasiada frecuencia, y muchas veces con una cierta dosis de mala leche, el desacuerdo y las formas de pensar discordantes con una supuesta –y omnipresente– violencia. Una vez que se le ha invocado, se suprime de la agenda cualquier tema o matiz que en teoría la provoque y olvidamos que el hecho de que no se hable de las cosas no las hace desaparecer. 

Y qué decir de la llamada “microagresión”, esos tratos sociales cotidianos e inconscientes que se interpretan como falta de respeto, agresión o agravio en especial relacionados con discriminación, género o preferencia sexual. Estos ocurren todo el tiempo y de formas tan amplias y diversas que resultan casi inevitables, aunque en la mayoría de los casos ni siquiera el supuesto afectado las detecta; hasta que aparece el “apóstol de la microagresión” decidido a no dejar una sin “visibilizar”. 

En última instancia la hipersensibilidad se convierte en una profecía autocumplida: entre más se limite el campo y los temas “apropiados” para la discusión, entre más se enfatice la victimización y la microviolencia, más vulnerables nos sentiremos ante cualquier estímulo que venga del otro. En el caso del “compañere” que se derrumba porque no escucha del otro la validación que necesita –de quien también hablamos en el artículo anterior–, flaco favor se le hace dándole por su lado de forma condescendiente. No se discute el sufrimiento interior de aquellos que no pueden gestionar la disparidad entre el deseo, lo anhelado y la realidad material, pero gestionar ese sufrimiento negando los hechos y autoengañándose sólo conduce a un sufrimiento y una frustración mayor. 

El verdadero antídoto para esta hipersensibilidad patológica está en observar con objetividad el mundo en el que estamos inmersos, permitirnos confrontar nuestras certezas con opiniones que las nieguen en vez de perdernos en una fantasía delirante que sólo existe una la subjetividad desconectada de la experiencia vital con el único propósito de poner a salvo una autoestima frágil fundada en la idea de que somos tan únicos y especiales y que por lo tanto lo merecemos todo, con lo cual el mundo debe ajustarse a nuestras expectativas en lugar de que salgamos a la vida a enfrentarla como es y reconociendo los desafíos que implica.   

Retomemos el rumbo

El individualismo exacerbado propio del paradigma moderno prioriza el éxito, el reconocimiento y el poder. Se empeña en imponerse al mundo tal y como es, conseguir lo que desea y “ser lo que quiere ser” pero de cara al mundo, muchas veces sin considerar si el fin justifica los medios o si la devastación que deja a su paso es ética y moralmente aceptable. Casi siempre se trata de un enfoque en el logro material, concreto y reconocido por todos. 

Cuando el exacerbado es el paradigma posmoderno toma cuerpo un nihilismo a partir del cual el mundo exterior parece disolverse, rompe con el otro al defender su verdad por encima de cualquier otra consideración y la única realización que vale es la que emerge de una autoestima inventada a partir de la propia subjetividad interior y muchas veces en franca disociación con el mundo material donde inevitablemente el individuo está inserto. Queda la impresión de que el individuo en este caso vive dentro de una realidad onírica en la cual aborda un velero utilizando su intuición en lugar de brújula y esperase que el puerto que anhela como destino habrá de aparecer ante él de forma inevitable. Es muy importante reconocer que por más que las estructuras sociales y culturales sean construidas no implica que sean falsas o dejen de existir tan solo retirándoles la atención. Liberarse de las ataduras causadas por el prejuicio y la intolerancia es distinto que desligarse de la lógica, la razón y el sentido común.  

A veces se nos olvida que los seres humanos no somos islas. La sociedad no se constituye con un grupo desarticulado de individuos separados e independientes entre sí. Por el contrario, los grupos sociales humanos se conforman, y estructuran sus costumbres, tradiciones, relatos, y maneras de relacionarse entre sí a partir de las interacciones recíprocas que se dan entre sus miembros. Y esta dinámica se manifiesta incluso en la más demencial manifestación individual pues con cada modalidad de autopercepción se busca ser aceptado y validado por los demás. 

En este sentido la autopercepción es paradójica, al mismo tiempo que llega a cotas extremas de individualismo y narcisismo, exige una aceptación sin condiciones por parte del grupo social. 

El desafiar con argumentos las ideas opuestas a las nuestras no en sí mismo es un insulto ni una ofensa. Al contrario, cuando se realiza en el lugar y el tono correcto se trata de una muestra de respeto hacia la otra persona al considerarla un adulto con capacidad de escucha y en condiciones de razonar y defender su visión. 

   Con frecuencia abrazamos la idea errónea de que el ser humano vale tan sólo por el hecho de ser individuo, pero nuestro valor se acrecienta y multiplica cuando nos convertimos en un integrante solidario y propositivo del grupo social. La individualidad sólo puede existir en interacción con el otro; en el medio de la jungla, en la auténtica soledad, el concepto de “persona” carece de sentido. Somos nosotros, a partir de nuestra subjetividad pero cuando esta se relaciona de forma saludable con el mundo que la rodea. 

Para que esta dinámica colectiva funcione requerimos de acuerdos aceptados por todos, de espacios comunes de convivencia y sentido, pero, sobre todo, de límites en los alcances del derecho y la libertad individual, estratégicamente colocados donde empiezan los del otro. 

 

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