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string(6267) "Opinión H4
César Benedicto Callejas
Decía el viejo Borges, hablando del mar, que antes de que el tiempo se acuñara en días, el mar, el siempre mar, ya estaba y era. Me puse a pensar en la enigmática frase del maestro porteño porque los días que estamos viviendo se nos están acuñando en moneda de tesoro. Verá usted, amable lector, existe una ley de economía –esta sí se cumple por su irresistible lógica– la cual dice que la moneda mala desplaza a la buena, si en un mercado circula moneda de buen metal –oro o plata– e introducimos en él moneda de metal ruin –zinc o bronce–, la gente tenderá a atesorar la moneda buena para dejar circular la mala. En este momento no vamos a entrar en disquisiciones keynesianas, pero bástenos decir que el tiempo que vivimos se nos está acuñando en moneda de metales nobles, porque vamos a atesorarlo. No serán estos días de olvido como lo son muchos de muchas décadas y me temo que en unas décadas, cuando todo esto haya pasado, los historiadores verán que las jornadas que hoy enfrentamos tuvieron repercusiones tan grandes como la Segunda Guerra Mundial y si ya quiere que se lo ponga barato, por lo menos que la caída del Muro de Berlín.
Pertenezco a una generación que se ha cansado de no tener días de moneda corriente. A mis cincuenta años he vivido dos pandemias –la de 2009 y ésta–, dos terremotos, la caída del Muro de Berlín, el final de la Guerra de Vietnam y también la de la guerra fría, la llegada a Marte, la renuncia de un Papa, la llegada de la oposición al gobierno de la República, la guerra fantasmagórica del narcotráfico, la caída de las Torres Gemelas, la explosión en Chernobyl y una larguísima cadena de etcéteras que ya no quiero ni contar. Todos ellos, por nefastos o terribles que pudieran parecer, son moneda de la buena, para atesorar y recordar. Claro, uno quisiera que los días fueran de moneda de cobre, así baratija para el descanso y el olvido, pero ya será para otra ocasión.
Es moneda de cobre que mis padres me llevaran a vacunar cuando era niño, que hiciera un poco el remolón y hasta donde recuerdo tantito llorón (pero nada grave); que al salir me compraran una paleta o alguna golosina para premiar mi valor frente a las agujas. Pero es moneda de oro que, en esta ocasión, yo haya sido quien llevó a vacunar a mis padres hace apenas unos días; igual, no llorones pero él sobre todo tantito resistente por el origen de la vacuna; es moneda de metal para atesorar porque forma parte de un hecho de enormes dimensiones que está cambiando el rostro de la civilización y nuestro futuro como especie. No exagero, los formatos sociales no volverán como antes los conocimos, ni los lenguajes y menos nuestras expectativas políticas ni sociales.
Me encontré con la fiesta sobria de los adultos mayores que solos o acompañados de sus hijos o nietos, se acercaron con el valor de quien aprecia la vida y quiere prolongarla todavía más. Vi una organización suficiente, clara y bien definida, donde a nadie se le pidió nada que no fuera más que la identificación y guardar el orden, clases de chachachá para los que esperábamos a nuestros familiares o para ellos mismos si querían acercarse; no vi actos de proselitismo político si no fuera porque a la entrada, los Siervos de la Nación, eso sí, discretos y vigilantes. Pero lo cierto es que nadie percibía sino dos cosas: la esperanza de que estamos por fin próximos a ver la solución a este fenómeno y la solidaridad de todos quienes nos aprestábamos a ayudar a cruzar una calle, a conseguir una botella de agua –todos los vacunados recibieron como cortesía, fruta, alegrías, agua y palanquetas, en bolsas transparentes sin logos políticos de ninguna especie– o bien, a cruzar algún bache accidentado. Volví a ver aquel México de mi infancia, sabroso y colaborador, de fiesta hasta en las peores, arrimando el hombro para colaborar con el desconocido; en la serenidad de la esperanza irredenta que siempre nos dice “tranquilo mano, ya mero terminamos”.
Vi a un hombre de pasado los ochenta con su barba larga y blanca llevar la silla de ruedas de su mujer que, hecha un ovillo pequeño por la enfermedad se había hecho vacunar, el hombre era la viva imagen de la dignidad frente al peligro, no había ido a pedir nada, estaba cumpliendo su deber para no contagiar, se le notaba con el gusto y el honor de saber que aún es parte de la patria y que se enorgullece de, en su medida, servir y proteger a su esposa; a una pareja de gemelas que rondarían los setenta y varios más, alegres, llenitas y sonrientes como dos manzanas, salir alegres de la vacuna para integrarse a la clase de chachachá donde los marcianos habían llegado ya y la fiesta de la vida se prolongaba. Con mis padres, conforme mandan los cánones, nos acercamos a una cafetería que tenía dispuesta una terraza con las distancias necesarias, se habían portado bien y el que lleva a vacunar debe servir el café; en la mesa de enfrente una niña estudia matemáticas aplicada a un libro de texto auxiliada con su teléfono inteligente y entonces, también como lo mandan los cánones, una vocecita me reclama, me ofrece un mazapán por cinco pesos o dos por diez, la miro, es tan linda como la niña del teléfono inteligente, tienen la misma edad pero no solo no tiene dispositivo digital sino que no está en clases como su contemporánea; le acepto su oferta porque se me cae la cara de puritita vergüenza. Miro a mis padres que se la jugaron para que este país no se cayera a pedazos y ahora hay que protegerlos para que no se vayan dentro de la marea de estadísticas incontrolables de muertos y enfermos; me mata la vergüenza de que mi generación que había nacido con los mejores augurios, esté acumulando monedas de oropel para algún día, escribir la heroica historia de un siglo.
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string(6716) "Con el paso de los años, algunos ciclos se repiten. La definición secundaria que hacemos de nuestra propia persona durante la adolescencia, de forma curiosa se repite cincuenta años más adelante, cuando somos poseedores de un legado histórico familiar dentro del cual buscamos encajar o, mejor dicho, definir un lugar para la posteridad, con miras al día cuando futuras generaciones revisen el árbol genealógico para conocer a los ancestros de los cuales provienen.
Médico de profesión, no hallaría a qué familiar atribuirle la carga genética que me pudo haber llevado por ese camino. El más cercano fue mi tío César, hermano de un tío político, ginecólogo de profesión, que hizo las veces de médico de cabecera para la familia. Sabedor de mis inquietudes profesionales, durante la preparatoria me permitió entrar al quirófano de la clínica donde trabajaba y vi mi primera cesárea, mi primer parto y mi primera craneotomía, entre muchos otros procedimientos. De igual modo atestigüé la primera muerte de una paciente, cuando los recursos médicos no lograron ganarle la carrera a la enfermedad.
Ahora bien, con relación al oficio de escribir, sí traigo tinta en la sangre. Esa pasión que experimentaba desde pequeña tenía una causalidad evidente: Mi condición de hija única dentro de un hogar paterno estricto, me llevó a escribir para comunicarme, no tanto con los demás como conmigo misma para que al ver reflejados mis pensamientos, comenzara a desmadejarlos. En esas primeras etapas sabía poco de la influencia por el lado paterno. Fue hasta después cuando supe que el abuelo Esteban había sido columnista de El Universal, fundador de una editorial en La Habana, a donde debió escapar cuando su ideología política lo puso en riesgo de muerte. Gracias a su labor editorial publicó diversos libros de correligionarios que, de igual modo tuvieron que exiliarse en la isla de Cuba. Fue cuentista y novelista pero no tuve conocimiento de ello sino hasta mis inicios en el mundo periodístico, por motivos que no vienen al caso.
Recuerdo en 1975, cuando me presenté al entonces diario La Opinión en Torreón, con mi primera colaboración, una que nadie me solicitó, pero que yo estaba propuesta a que me la publicaran. Serían unas 450 palabras que, luego de tanta revisión, había aprendido de memoria. Tal vez les causó gracia a las jefas del rotativo, hijas de su fundador Rosendo Guerrero, que me lo aceptaron sin ponerle peros. Así tal cual, entró. Fue entonces cuando descubrí el mundo de la palabra escrita, como quien se zambulle por primera vez dentro de una alberca sin límites y se identifica a tal grado con su naturaleza que comienza a convertirse en criatura acuática para el resto de sus días.
Digo todo lo anterior, pues descubro, con tristeza, que mis investigaciones no han hallado una fecha en la que se conmemore la creación de la imprenta por Gutenberg en 1450, evento que en definitiva partió en dos la historia, pues amplió de manera exponencial los alcances del pensamiento alrededor del mundo. De hecho, el término Jikji (que figura en el título de esta columna) fue en realidad el primer sistema de piezas móviles para armar tipos e imprimir. Ello ocurrió en China en el siglo 14, aunque con anterioridad, hacia el siglo nueve de nuestra época, se tienen documentados los primeros tipos de sistemas de prensas en Oriente, unas a base de arcilla, otras en madera, y finalmente uno de piezas metálicas móviles (Jikji), con el que se imprimió un texto religioso intitulado “El Sutra del diamante”, del cual se conserva un ejemplar en el Museo de la Imprenta en Lyon (Francia).
La impresión digital ha dado un brinco enorme en lo que a difusión de novedades se refiere. Quiero imaginar que la diferencia con el sistema tradicional de impresión en linotipo es tan abismal como sería una litografía de un original: Facilita la difusión, recorta gastos, pero merma su calidad. Tengo presente las primeras veces que entré a la sala de imprenta de algún rotativo, me sentía como quien se introduce, casi de puntillas, a un recinto religioso. Recuerdo los sonidos toscos de las grandes máquinas, contra los musicales de las galeras mientras se iban rellenando con los tipos metálicos a una velocidad de prestidigitador, con los tipos colocados en espejo. Recuerdo el olor de la tinta que sentía entrar por los poros, y la vibrante etapa de impresión, moviendo el papel revolución a toda velocidad mediante una banda que avanzaba de arriba abajo, hasta el área de corte y doblado. Esa magia portentosa que se daba en medio de un barullo interminable de máquinas Remington tecleadas a toda velocidad por los reporteros que entraban y salían de las salas, con el cigarro en mano o entre los labios. Un ámbito que se antoja tan complejo, pero en realidad es tan lógico y ordenado dentro de esa locura auditiva que lo puebla.
Antes de la época de la Internet, la búsqueda de notas históricas mediante microfilm era una tarea más solitaria que la actual en la red. Era desplazar la pantalla de acetato sobre la luz hasta hallar aquel dato que confirmaba o desarmaba nuestro planteamiento.
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César Benedicto Callejas
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