Necesitamos espacios colectivos y la pandemia nos ha privado de ellos.
El nuevo mantra: “quédate en casa, guarda la sana distancia, lávate las manos con frecuencia y utiliza el cubrebocas” es racionalmente inatacable, pero cumplirlo indefinidamente resulta mucho más difícil de lo que parece.
Tomando como referencia los cuatro tipos de distancia que existen entre los seres humanos –íntimo, personal, social y público– estudiados por Edward T. Hall en su libro La dimensión oculta1, hoy hablaremos acerca de la dificultad que implica sustituir los vínculos personales e íntimos por sociales y las implicaciones de este cambio obligado. Tomar consciencia de la forma en que nos relacionamos habitualmente y el contraste que conlleva la distancia social que nos es impuesta por las restricciones sanitarias favorecerá para encontrar soluciones más ecológicas con la propia naturaleza humana.
Las distancias que guardamos entre nuestras relaciones tienen un significado en sí mismo. La cercanía o lejanía corporal forma parte del contenido y del lenguaje de la propia relación. Decir a alguien que lo amas desde metro y medio de separación genera un efecto radicalmente distinto que decírselo al oído y rozándole el lóbulo de la oreja con los labios.
Ante los datos científicos, las estadísticas y lo que sabemos al día de hoy acerca de la etiología del SARS-CoV-2, el nuevo mantra: “quédate en casa, guarda la sana distancia –distancia social–, lávate las manos con frecuencia y utiliza el cubrebocas”, es racionalmente inapelable. Sin embargo al pretender aplicarlo de forma permanente y universal durante un tiempo indeterminado resulta mucho más difícil de cumplir de lo que parece.
Por ello mi insistencia en abordar de nuevo el tema de la proxémica, porque tengo la impresión de que intentar alterar de forma artificial la distancia que solemos guardar con relación a los demás no es sólo un reto racional, sino también un reto emocional, psicológico, sensorial, biológico y, desde luego, sentimental.
Las cuatro categorías de distancia mencionadas: íntima, personal, social y pública, denotan también, cada una de ellas, un cierto tipo de relación posible entre quienes interactúan desde ellas. Esto implica que cuando por causas de la Era Covid requerimos transformar la distancia íntima o personal en social, también la relación misma se transforma, se trastoca, muta, se enrarece, particularmente si esta alteración se sostiene en el tiempo de forma indeterminada.
Probablemente intuir esto sea uno de los motivos por los que sentimos tanta renuencia a mantener la distancia social o a colocarnos la mascarilla en los entornos personales o íntimos. No hay ninguna duda que el tapabocas, con todos los beneficios que aporta en términos sanitarios, es una barrera indeseable a la hora de vincularnos con la gente a la que nos gustaría mantener cerca. No sólo nos impide respirar con naturalidad, sino que modifica el volumen y el tono de la voz y evita que transmitamos la infinidad expresiones, gestos y microgestos que forman parte central de la comunicación humana. Esta es quizá la razón central por la que somos tan reacios a dialogar con alguien cercano que lo lleve puesto.
Por otro lado, también es innegable que el ser humano se alimenta –aun sin ser demasiado consciente de ello– de ser tocado, de sentir una piel cercana, de compartir su campo vital con otros individuos en determinadas circunstancias.
Y aclaro que en “determinadas circunstancias” porque mantener la distancia social con quienes naturalmente lo hacíamos o en la situaciones en que ésta se daba de forma orgánica no nos genera ningún conflicto. En el estudio de Hall se habla de la distancia social como mecanismo natural y saludable de interacción. El problema viene cuando debemos mantener distancia social con quienes solemos o deseamos vincularnos desde un plano personal o íntimo.
Aun cuando no tenemos demasiada consciencia de ello, la cercanía con “el otro” nos ofrece un universo de estímulos –olfativos, táctiles, auditivo, de mero calor corporal e incluso energético– que la separación exagerada modifica. Los clientes de un bar o un restaurante, o los asistentes a una sala de cine o un concierto son desconocidos entre sí y, aun cuando es casi seguro que no se dirijan la palabra, la separación entre ellos suele ser una mezcla entre distancia personal y social –con algunos toques de cercanía íntima– y cuando esto no se da de ese modo, la experiencia completa se modifica. Asistir a una función de teatro en streaming, aun cuando no resulte desagradable, no tiene nada que ver con estar físicamente en el teatro; simplemente se trata de experiencias muy distintas. Otro ejemplo está en aquellos que le guste bailar. Nunca será lo mismo estar solo con tu pareja en una pista de baile –por más que de este modo tengas todo el espacio para ti– que compartirla con un conjunto de parejas que se mueven al mismo ritmo y motivados por los mismos estímulos, aun cuando no los conozcas y, como sucede con el vecino del cine, ni siquiera les dirijas la palabra. La experiencia colectiva de bailar, de compartir el espacio físico al igual que el espacio subjetivo que conlleva estados de ánimo y campos energéticos o vitales construye experiencias que en la soledad son imposibles de reproducir.
Los especímenes humanos, en tanto seres sociales, buscamos –y necesitamos– esa comunión de espacios colectivos y cuando nos privan de ella, como ocurre en la Era Covid, no nos resulta tan simple de asimilar, aún cuando no entendamos bien por qué.
E insisto, el nuevo mantra que nos ha sido impuesto: “quédate en casa, guarda la sana distancia, lávate las manos con frecuencia y utiliza el cubrebocas”, es racionalmente inatacable, pero cumplir con él durante un tiempo indeterminado resulta mucho más difícil de lo que parece. Y la prueba de ello es que incluso en países desarrollados y de temperamento más frío que los latinos, están padeciendo graves rebrotes y han tenido que endurecer nuevamente las medidas de restricción evitando artificialmente el contacto humano.
No estoy diciendo que las medidas de restricción y las precauciones sanitarias estén equivocadas y beban ignorarse. Todo lo contrario; lo que intento es resaltar es la complejidad en el cumplimiento de las mismas, aun cuando su articulación suene simple, obvia y racionalmente inapelable, lo que conlleva a replantearse las posibles estrategias a seguir, sobre todo reconociendo que el final de la Era Covid aun se ve lejano.
En la actualidad la gran apuesta en busca de la normalización en el largo plazo está enfocada en la vacunación masiva. Sin embargo, como ya se está viendo con los retrasos en las ya de por sí insuficientes dosis conduce a aceptar que ésta podría ser una vía poco ecológica con el funcionamiento social. En países como México, donde muy pocas instituciones y contadísimos programas sociales funcionan de manera eficiente, suponer que una campaña universal de vacunación –completamente nueva, que abarca a toda la población y sujeta a infinidad de imponderables– habrá de desarrollarse sin retrasos importantes y contratiempos imprevisibles es de una ingenuidad que no podemos permitirnos por el coste de vidas que implica.
A mi juicio, sin renunciar a dicho programa de vacunación universal, el énfasis tendría que estar en la masificación de las pruebas rápidas que permitan que todos los comensales de un restaurante o los asistentes a una boda o los invitados a una reunión familiar se la practiquen antes de entrar. Desde luego que esperar entre 20 y 30 minutos, además de los problemas logísticos y de costo que implica, no son asunto menor, pero tampoco lo es pensar sensatamente que la solución será la vacunar al grueso de la población mundial –con lo que implicará llevar dichas dosis a cuando menos 4,000 millones de personas en cerca de 200 países–. Desde mi perspectiva, tan complicado y oneroso es lo uno como lo otro, pero encontrar mecanismos para que el contacto social se normalice paulatinamente, al tiempo que sea cada vez más seguro, es mucho más razonable que pensar que es posible evitar el contacto humano por tiempo indefinido –por no mencionar la imposibilidad de volver a cerrar la economía– en tanto tiene lugar el proceso de vacunación mencionado.
¿Qué ocurriría si para entrar a un centro comercial, –pongamos por caso Perisur, Plaza Satélite o Santa Fé– debieras hacerte la prueba a la entrada? Sin duda sería una monserga y está claro que las pruebas rápidas no son 100% exactas –situación, cabe mencionar, que aplica también para las vacunas–, pero una vez realizada, podrás pasar una tarde entera paseando, entrando a una tienda u otra y comiendo en alguno de sus restaurantes con cierto nivel objetivo de seguridad.
En una Era Covid que no parece que tenga la menor intención de terminar pronto, cubrebocas, distancia social e higiene son la base de la prevención, pero un segundo escalón está en detectar a los contagiados y aislarlos solo a ellos, con lo cual iríamos recuperando poco a poco la posibilidad de una convivencia natural y orgánica, al mismo tiempo que aceptablemente segura.
Como apunte final es importante mencionar que Edward Hall publicó su libro por primera vez en 1966, donde, no solo no había pandemia sino que tampoco existían plataformas digitales que permitiesen el contacto y la interacción no presencial desde las más diversas distancias y situaciones. ¿En cuál de las clasificaciones habría colocado Hall una sesión de Zoom? Acerca de esto y otras particularidades relacionadas con este tema especularemos en el artículo de la siguiente semana.
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1 Hall, Edward T., La dimensión oculta, Primera Edición, Vigésimo séptima Reimpresión, México, Siglo Veintiuno, 2019, Págs. 255
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