Como hablábamos en el artículo anterior, nos encontramos en un momento de la historia humana donde los grandes desafíos que nos aquejan no son fáciles de traducir en narrativas atrayentes con las que nos resulte fácil y natural identificarnos y movernos a la acción.
Pensemos en un ejemplo simple de narrativa eficaz: el génesis bíblico. En él se explica cómo, a partir del deseo de un Dios omnipotente, fue creado el mundo y el ser humano a su imagen y semejanza. En ese relato fundacional se cuenta el comienzo de la historia humana: a causa de su desobediencia, Adán y Eva son expulsados del paraíso para convertirse en habitantes del mundo. A partir de este desafortunado hecho nuestra especie conoce el dolor, la culpa, el sufrimiento y la obligación de proveerse, a partir de su propio esfuerzo, de aquello que requiera para sobrevivir. Dentro de lo malo, Dios continúa considerando al ser humano como su creación más lograda y le hereda la Naturaleza entera para que disponga de ella como mejor le parezca.
Mucho más que un cuento pintoresco, esta narración constituye los cimientos de una comprensión completa del mundo. Acompañado de otras historias complementarias, se trata de un relato lineal y sencillo que sentó las bases para un tipo específico de organización social, una manera concreta de vincularnos con lo divino, una forma puntual de entender el bien y el mal, de relacionarnos entre mujeres y hombres y un modo de entender la Naturaleza y nuestra relación con ella, que en gran medida ha permeado hasta la actualidad.
En contraste, pensemos en una narración compleja de nuestro tiempo: el cambio climático. Se trata de la comprensión –no solo racional, sino también emocional y corporal– de que el planeta Tierra, a lo largo de miles de años y de intrincadas y complejas interacciones entre minerales, animales y seres humanos, conforma una sola biósfera compuesta por infinidad de ecosistemas de todo tipo que regulan el equilibrio químico y biológico de una atmósfera en constante transformación. Debido al espectacular desarrollo tecnológico humano, hemos generado suficientes elementos contaminantes –CO2, deforestación, residuos materiales no biodegradables, pesca desenfrenada, producción ganadera creciente, etc.– como para trastocar el mencionado equilibrio químico de la atmósfera, lo que deriva en aumentos de temperatura que ahondan la dinámica transformadora y que nos pone en riesgo de alcanzar la inviabilidad como especie, junto con muchísimas otras.
No hay comparación entre esta historia y la de una pareja que vaga sin prejuicios por el paraíso hasta que es tentada por una serpiente que les sugiere desafiar las órdenes directas de Dios. No hay duda que este relato es infinitamente más atractivo y sencillo de entender y de seguir gracias a su unidad argumental, linealidad cronológica, claridad en la motivación, rol y conflicto de cada uno de los involucrados y la unidad de tiempo y espacio en que ocurre. Podemos simbolizar cada personaje, pensar en lo que hubiésemos hecho en el lugar de uno u otro, entender sin confusión posible las implicaciones éticas y morales de cada acto u omisión de los involucrados, sufrir con la expulsión de los protagonistas e identificarnos con ellos, equiparando nuestra lucha cotidiana por la vida con la que debieron experimentar ellos tras el exilio forzado hacia un mundo nuevo y hostil. Pero no es sencillo identificarse con los aumentos desproporcionados de CO2 en unas cuántas décadas, con los cambios de temperatura en las corrientes del mar del norte, con el deshielo del Ártico, con la devastación de ecosistemas, con la extinción de especies de las que ni siquiera sabíamos de su existencia, con las sequías y tormentas aleatorias que sacuden diversos territorios del mundo, con la devastación súbita de pueblos y ciudades y mucho menos es fácil entender qué tengo yo que ver con todo eso, qué puedo hacer para atemperar el problema y en qué medida mi intervención microscópica habrá de influir el la biósfera del planeta en aras de revertir el proceso de deterioro ecológico en marcha.
Se podrá alegar que, mientras el cambio climático es un relato “verdadero” porque está amparado en la ciencia, el génesis bíblico es una narración mítica y simbólica que nunca ocurrió en la realidad. Este argumento es parcialmente cierto: hoy – a la luz del conocimiento científico del siglo XXI– sabemos que el relato bíblico no sucedió literalmente, pero no debemos olvidar que para el mundo mítico –tanto para el de la antigüedad como para quienes continúan habitándolo en el presente–, el relato sagrado tenía el mismo valor epistémico que las leyes de Newton para un individuo del siglo XXI, lo que lo hacía existencialmente verdadero.
Se podrá asegurar también que, puesto que el cambio climático es un hecho “objetivamente verdadero”, con la mera explicación racional y científica tendría que ser suficiente para que tomemos consciencia de lo que se está gestando planetariamente frente a nuestras narices.
Sin embargo no es así. Una historia, en especial aquella que no solo requiere captar la atención, sino mover al cambio y a la acción, además de solidez racional, requiere de una conexión emocional, de un alto nivel de identificación, de una profunda sensación de urgencia, de lo contrario no habrá forma de que nos conmueva, así nuestra indolencia nos condene a la extinción, y aun cuando nos rodeen anaqueles atiborrados de datos y estadísticas científicas que demuestren la gravedad del problema.
Lo que al final ocurre es que, al mismo tiempo que somos los de siempre, los mismos que recolectaban y cazaban para sobrevivir, los mismos que inventaron la agricultura y la ganadería, los mismos que echaron a andar las máquinas para producir cada día más, los mismos que salieron al espacio e inventaron Internet, los mismos que requieren historias emocionantes y dramáticas que los reflejen para identificarse con ellas, al mismo tiempo que seguimos siendo los homo sapiens sapiens de hace cincuenta o cien mil años, el mundo que habitamos está en un hondo proceso de transformación.
Lo esperanzador es que no es la primera vez que nos ocurre y casi siempre hemos encontrado un camino que nos ha conducido al desarrollo. Del ser humano recolector, mutamos al agricultor, creamos la civilización y los grandes imperios. Una a una hemos ido transitando una Era tras la otra. Cada una de ellas surgió como solución al problema que llevó a la decadencia a la anterior. Agotadas por su propio éxito, cada Era devino en una grave crisis que dio lugar a una solución que trajo consigo un mundo nuevo.
Los seres humanos del Siglo XXI enfrentamos inexorablemente un cambio de Era equiparable al que significó la Ilustración para el siglo XVIII, cuyo impulso, simbolizado por la Revolución Francesa, puso fin a la monarquía absoluta como forma dominante de gobierno en Occidente, favoreciendo el surgimiento de la democracia moderna y que, en su búsqueda incansable de progreso, operó como el marco perfecto para la explosión del desarrollo industrial, económico y tecnológico que tomó cuerpo en la Revolución Industrial. La modernidad, que con todo su dinamismo, con todas sus virtudes y defectos, con todas sus potencialidades y limitaciones nos trajo hasta este momento histórico, hoy evidencia una clara patologización de su propio éxito y se la ve sumergida un profundo proceso de decadencia que parece acelerarse día con día.
En los últimos dos siglos, de la mano de un progreso galopante en todos los ámbitos, hemos ido cocinando las condiciones que han terminado por colocarnos en la orilla de lo que pareciera ser, o bien nuestra perdición como especie como consecuencia del cambio climático y la inminencia permanente de un conflicto global entre potencias, o bien nuestro siguiente paso evolutivo como humanidad: concretar una comprensión del ser humano que vaya más allá de nuestra propia individualidad y entendamos que cada uno de nosotros, sin importar nacionalidad, ideología o credo religioso, pertenecemos a una sola especie, que si bien se manifiesta de maneras diversas y muchas veces divergentes, al final compartimos maneras se sentir, de amar, de relacionarnos, de expresar el arte, y un sin fin de características más que confirman que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa.
El desarrollo de la individualidad, de la autonomía personal, muy pertinente y necesaria en el siglo XVIII y XIX, ha alcanzado niveles espeluznantes a través de la obsesión por el éxito a toda costa, traduciéndose, o bien en un narcisismo patológico que conduce a que individuos de éxito reconocido, como Elon Musk, se les quede pequeña la Tierra y ahora pongan los ojos en la conquista de Marte, o bien se traduce en un nihilismo exacerbado que lo vacía todo de sentido y significado, no dejando espacio para otra cosa que no sea la búsqueda del placer y la gratificación instantánea y vacía.
No es que esté mal per se buscar ampliar los horizontes del desarrollo tecnológico humano, pero no es éste el único campo que merece atención. Es justo ese desbalance entre progreso tecnológico y la brutal desigualdad entre unos seres humanos y otros, así como la absurda desconexión del ser humano con la Naturaleza, lo que parecer marcar la ruptura de ese paradigma moderno que, como decía antes, muestra ya visos de decadencia acelerada.
Sin renunciar al propio bienestar, ahora pareciera que viene una época de voltear al colectivo y al entorno, de enfocar esfuerzos en brindar nuevas y auténticas oportunidades de desarrollo a quienes se han quedado atrás en esa enloquecida carrera de egos que ha significado las últimas décadas de modernidad, de la mano con aceptar nuestra condición de especie en una sola biósfera compartida con muchas otras.
Pero entonces ¿qué se requiere para que, no solo entendamos racionalmente los grandes desafíos que enfrenta la humanidad del siglo XXI, sino para que también los asumamos como propios, nos sintamos parte de ellos y emerja en el número suficiente de individuos la motivación necesaria para producir un cambio de conducta global que derive en resultados efectivos?
Sin pretender agotar el tema, en las próximas entregas hablaremos de un par de herramientas indispensables para dar este salto evolutivo que necesitamos dar: asumir conscientemente una visión sistémica de la existencia y la ampliación de la empatía.
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