Cultura democrática y el espacio del centro político

Por supuesto que un régimen democrático no garantiza, de ninguna manera, que se resuelvan, de una sola vez y para siempre, los problemas nacionales.

30 de marzo, 2023 Cultura democrática y el espacio del centro político

Debemos reconocer que la democracia no es solamente una forma de gobierno sino, sobre todo, una forma de vida social, una cultura, un régimen de convivencia entre ciudadanos. Como forma de gobierno, realmente es la única que permite la expresión y síntesis de la pluralidad de voces e intereses de una ciudadanía compleja como la que prevalece en las sociedades de nuestro tiempo (compleja = diversa y en continua interacción de la pluralidad de actores). Y es también la única que favorece la articulación de soluciones a la multiplicidad de problemas que las sociedades afrontan en los diferentes ámbitos en que la vida contemporánea se realiza. 

Con todo y sus muchos problemas operativos, la democracia -gobierno de todos los ciudadanos-  es mucho más adecuada que las otras dos formas de gobierno tradicionalmente reconocidas (el gobierno de uno: monarquía/tiranía, o de pocos: aristocracia/oligarquía) para la promoción del bien común y, dados los mecanismos propios de una república democrática (la división de poderes, la rendición de cuentas y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley), es el más eficaz sistema para evitar abusos de poder por parte de quienes gobiernan. La democracia, además, favorece como ningún otro régimen, el respeto a los derechos humanos, las libertades civiles (de expresión, de asociación, de emprendimiento, etc.) y el continuo mejoramiento de los problemas de la vida social. No es casual que Immanuel Kant, en el siglo XVIII, planteara propiamente un orden democrático como condición para lo que llamó el establecimiento de “la paz perpetua” (no porque en democracia no hubiera conflictos sino porque la forma de resolverlos se realiza mediante el diálogo y en el marco de la ley, al margen de la violencia).  Y, en el siglo XX, en 1944, todavía en el contexto de los horrores causados por los regímenes totalitarios en la Europa nazi y los territorios ocupados por los bolcheviques, el austriaco Karl R. Popper hiciera su notable defensa de lo que llamó “las sociedades abiertas”, que serían democráticas y liberales, abiertas precisamente a la pluralidad de voces, intereses y valores, en permanente construcción inacabada, pero en mejora continua y conviviendo en paz. 

Me sorprendo a mí mismo escribiendo este párrafo argumentando en favor de la democracia liberal, pero es necesario cuando en el mundo estamos viviendo un deterioro significativo del valor que muchos ciudadanos asignan a la democracia como forma de gobierno, según lo ha venido documentando en los últimos años el Democracy Index publicado por la Unidad de Inteligencia de The Economist. En su reporte al 2022, el 57% de los estados nacionales vivían en regímenes autoritarios o “híbridos” (esto es, más o menos autoritarios), con una tendencia clara al aumento de éstos según van avanzando en las preferencias de los electores los partidos que ahora llamamos “iliberales” en varios países, incluyendo algunos que hace apenas unos años se consideraban democracias consolidadas (aunque no perfectas) tales como Italia, Francia, España, Austria, Holanda o Estados Unidos. Desde luego, América Latina no es la excepción, y los vientos democráticos que se fueron expandiendo desde mediados de la década de los 80’s en México, El Salvador, Nicaragua, Colombia, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Perú, Paraguay y Brasil hoy están en franco retroceso y los logros que celebramos en las pasadas décadas han ya desaparecido o están en grave riesgo de desaparecer. La desgracia mayor es que a muchas personas en estos países no solamente no les preocupa perder la democracia sino que, al parecer, apoyan estruendosamente el regreso a formas autoritarias de gobierno como si esto fuera algo digno de celebrarse.

Fuente: Democracy Index, 2022. Economist Intelligence Unit.

Por supuesto que un régimen democrático no garantiza, de ninguna manera, que se resuelvan, de una sola vez y para siempre, los problemas nacionales. Pero sí garantiza que se puedan ir resolviendo gradualmente y en paz, mediante el diálogo y, sobre todo, respetando las libertades y los derechos civiles de la ciudadanía, con la posibilidad real de poder deshacerse de un gobierno cuando éste no funciona debidamente y sustituirlo por otro que se espera pueda hacer mejor las cosas.

Aquí se hace relevante nuestro segundo señalamiento al inicio de este escrito: la democracia es también una cultura, una forma de vida social mucho más civilizada y más exigente que otros regímenes alternativos, en los que no se requiere mucho más que obediencia y estómago para tragarse lo que ordenen desde el poder. Como lo han señalado varios filósofos, la democracia, para que funcione, requiere de sólidas raíces éticas entre la ciudadanía: de entrada, que cada uno asuma, como rasgo fundamental de madurez, su mayoría de edad y el sentido claro de corresponsabilidad con el bien común de la sociedad en que viven. Una ciudadanía democrática se deshace de la creencia de que su bienestar general depende de algún líder mesiánico o de las soluciones que pueda aportar “papá gobierno”. Tal vez por esto, primeramente, la democracia plena sea difícil y muchas personas prefieran abdicar de su responsabilidad en favor de alguien “superior” que se haga cargo. 

Además, la cultura democrática presupone una concepción horizontal, en contraste con vertical, de la construcción del bien común, donde éste se logra fundamentalmente mediante el diálogo y la generación de acuerdos a partir de dos principios: la búsqueda de la verdad (el reconocimiento de las cosas como son, de donde se sigue la consecución de la justicia) y el respeto a cada persona en su singularidad y reconociendo que cada persona piensa distinto que las otras y vive la realidad desde otra perspectiva. 

El diálogo requiere escucha activa y razón cordial: la capacidad de esforzarse para comprender a los otros que, siendo respetables entes de razón, miran y viven al mundo distinto que nosotros. Por esto, cabe decir, la civilización democrática requiere también de generosidad y apertura de mente. No hay, no puede haber, democracia si se pretende imponer un pensamiento único, intransigente y cerrado. De hecho, la cultura democrática se desarrolla desde la tolerancia y, necesariamente, en torno al espacio del centro político: los extremistas, los de pensamiento único en el que no cabe más que una versión de los acontecimientos, resultan disfuncionales para un orden democrático, abierto y plural. 

Entonces, concluyo que, en nuestro México actual, nos convendría: 1) reconocer el valor de la civilización democrática, que hoy podemos perder para regresar a un régimen autoritario, que no deja de ser una especie de barbarie; 2) reflexionar sobre las obligaciones éticas ciudadanas que la democracia nos exige, incluyendo, sobre todo, la valoración de esos otros, “chairos” o “fifís”, que con diferente mirada experimentan la realidad desde la otra orilla del espectro político; 3) en especial, comprender las enormes deudas sociales que nuestra joven democracia no ha podido resolver y han llevado a tantos mexicanos a decepcionarse de los resultados de nuestra reciente vida política. 

Por último, de cara a las elecciones del 2024, sería deseable que el candidato de la oposición al autoritarismo creciente de la 4T, refuerce el espacio del centro político, con civilidad y cultura democrática y no atice más a la polarización que cada mañana se promueve desde Palacio Nacional (y se complementa desde el otro extremo político ideológico), porque, cuando se rompe el espacio del centro político y el afán de entendimiento mutuo, muy fácilmente se cae en la posibilidad de una guerra civil. 

 

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