Este Estado morirá cuando el Poder Legislativo esté más corrupto que el Ejecutivo…
Montesquieu, Del espíritu de las Leyes, II: XI, 6
Si tuviera que decir en tres palabras cuál es el objetivo de la democracia constitucional –y en sí mismo, de la constitución– diría, llanamente, que es limitar al poder. Tal cual. Todos los mecanismos constitucionales, tanto orgánicos –procesos– como dogmáticos –derechos–, tienen la finalidad de salvaguardar los derechos humanos, proteger al más débil y garantizar el orden social a través de la delimitación del poder del Estado. La formulación de Montesquieu es, quizás, la más famosa dentro de la historia de la filosofía política moderna. Se trata de aquella sentencia que define con gran sencillez el principio que opera detrás de la división de poderes que aquí me permito reproducir: “[…] es una experiencia eterna, que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde no encuentra límites”1. Por ello, el poder necesita frenar al poder2. Montesquieu da a entender que, dejado a su libre acción, quien ostenta el poder siempre buscará concentrarlo en sí mismo a través de cualquier medio posible.
Partiendo de este principio evidente, real y siempre presente en toda sociedad humana, la democracia constitucional se ha erigido sobre un auténtico reclamo de justicia frente a los abusos del poder, de la tiranía y el despotismo totalitario. Con lo cual, uno de los objetivos principales ha sido dividir el poder a través de los contrapesos institucionales legitimados en el texto constitucional; sin embargo, una diferencia sustancial entre el modelo democrático de la Modernidad y el contemporáneo es el auge y la predominancia del derecho internacional dentro del orden nacional. La ratificación de los pactos internacionales se han insertado a lo que el profesor Vázquez-Gómez Bisogno ha denominado como “el núcleo intangible” constitucional3, es decir, la sustancia de la Constitución Mexicana que, si alterada, dejaría de ser la constitución. Ello ha cambiado significativamente nuestro entendimiento de los contrapesos del poder –los famosos checks and balances anglosajones– al haberse añadido el famoso control convencional a la interpretación y operación jurídica.
Este hecho ha significado un enorme avance dentro de nuestro sistema democrático, pues se ha abierto el paso para acceder a instancias supranacionales donde todos los mexicanos podemos asistir en búsqueda de la justicia, es decir, se añaden controles del poder más allá del Estado nacional. Además, con la inclusión de las convenciones dentro de nuestra constitución, se cambiaron nociones jurídicas de gran importancia –reforma constitucional del artículo primero–. La más importante es que el Estado deja de proveer garantías –a su arbitrio– y ahora leemos que “En los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte […]” (Reforma al Artículo 1º, DOF, 10 de junio 2011). Se ha pasado de un listado de libertades otorgadas a un reconocimiento universal –de raíz iusnatural– de derechos humanos.
Por designios del destino, estamos a unos cuantos días de un proceso electoral problemático, difícil, violento, donde se juegan muchas variables que afectarán al país en el corto y mediano plazo. Curiosamente, en 2021 celebramos una década de la reforma constitucional del 10 de junio de 2011 que, como antes se explicó, alteró nuestro modelo constitucional democrático drásticamente. Frente a tantos comentarios que defienden la abstención del voto, sea por un ideal político noble o por mero hastío de nuestros políticos, considero importante realizar una defensa del derecho y deber constitucional de emitir nuestro voto4. La importancia radica en que el voto se inserta en una dimensión esencial del diseño constitucional democrático. La capacidad de elegir a nuestros representantes es uno de los grandes candados que ayudan a limitar el poder institucional del Estado. Y para que éste funcione, debe estar garantizado jurídicamente en una legislación –la constitución– para asegurar que esta distribución del poder sea continua, como afirma Sartori:
Son procesos muy delicados porque si no se vigila el trayecto, si en la transmisión del poder los controlados se sustraen al control de los controladores, el gobierno sobre el pueblo corre el riesgo de no tener nada que ver con el gobierno del pueblo. De eso se encarga la maquinaria del constitucionalismo5.
Por lo tanto, cuando votamos estamos efectivamente distribuyendo, en mayor a menor grado, el poder, como Sartori explica con mayor detalle unas líneas después:
La titularidad dice: el poder me corresponde por derecho, es mío por derecho. Sí, pero aquí tenemos sólo un derecho. Y lo que cuenta es el ejercicio. El poder efectivo es de quien lo ejerce. La pregunta crucial, entonces, es ¿cómo hay que hacer para atribuir al pueblo, titular del derecho, el derecho-poder de ejercerlo? La respuesta es, sucintamente, que la solución a este problema ha de buscarse, en una democracia representativa, en la transmisión representativa del poder6.
La transmisión representativa del poder, por lo tanto, es la decisión que el pueblo realiza cuando elige a sus representantes a través del voto. Ya que, para descentralizar el poder político es necesario repartirlo en todo el pueblo. Esto se logra con la asignación de titularidad a través de cargos específicos, contenidos en la ley, que determinan las funciones que tales puestos han de ejercer. Por ello, en México se instaura un sistema de elección por voto universal para elegir a los representantes directamente durante un periodo de tiempo específico. De esta manera, es posible concluir que, cuando emitimos el voto, estamos haciendo efectiva la división de poderes.
Ahora, la objeción inmediata que se formula con frecuencia es “que no hay a quién irle”. Y es cierto. Hay demasiados politiqueros en nuestro escenario electoral nacional. Sin embargo, este hecho no se mejorará por abstener el voto. Al contrario, como una tubería, cada vez se atascará con más desecho si no se limpia. Si no se vota con madurez política y cívica, tendremos peores candidatos conforme pasen los años. Un ejemplo sencillo son los cientos de artistas que se han postulado y han ganado. Un voto maduro jamás habría elegido a una persona con tan poca experiencia y conocimiento político. Sin embargo, ganan por popularidad, por compras de votos y, por supuesto, por las abstenciones que siempre favorecen al mayoritario.
Hay que recordar que, debido a la naturaleza dialógica de la democracia, esta realidad será la mayor fortaleza, así como la mayor flaqueza del sistema pues, pese a la utopía y el ideal que regula nuestro anhelo de la justicia, la democracia es el gobierno de los imperfectos y las fallas. Idealmente, todo ciudadano estará informado y sería lo suficientemente maduro para emitir un voto informado, en el cual, se castigan las malas gestiones y se premian las administraciones que auténticamente procuraron el bien común; sin embargo, este es uno de los ideales que nos han de regular para trabajar en beneficio de la sociedad mexicana.
La democracia no es el orden gubernamental de los mejores –aristocracia–, ni el de los más rico –plutocracia–, ni la monarquía –el poder central–, es el gobierno de todos que trata de asimilar en su núcleo la pluralidad de realidades que coexisten dentro de un país. Tristemente, mientras menos participemos, tendremos que votar más seguido “por el menos peor”. Definitivamente la abstención, aunque parta de principios loables y coherentes –la inconformidad del sistema–, es una alternativa que termina por perjudicar más al diseño constitucional. Sobre todo, cuando estamos viviendo una realidad como la actual, donde el Ejecutivo ha regido con pleno cinismo, constantemente cometiendo actos de abuso de autoridad, subvirtiendo las instituciones y atentando contra el “núcleo intangible” de nuestra constitución, así como a la sociedad mexicana.
Como intenté argumentar al principio de este escrito, la democracia constitucional tiene el objetivo primordial de limitar al poder. Al final, la democracia jamás será el gobierno perfecto –ninguno lo es–, pero tiene la gran ventaja que es el único sistema que le da algo de oportunidad a la gente para luchar por sus derechos con el respaldo de la ley. Una sana democracia no es que todos seamos de la misma opinión. Eso es un autoritarismo, una tiranía de las masas o un totalitarismo, regímenes que aniquilan la libertad humana. Una auténtica democracia es el gobierno limitado donde la pluralidad de ideologías coexisten para construir el bien común.
En estas elecciones del 6 de junio, exhorto a todos los lectores que salgan a votar y confiar en los organismos constitucionales autónomos como el INE. Pues, en la balanza positiva, la democracia tiene la ventaja –y debería tenerla en todos los casos– que las instituciones públicas no son objeto de decretos unilaterales, sino que se conforman por una multitud de consensos y procesos constitucionales. Está en cada uno de nosotros salir a votar y defender la división de poderes que tanto nos ha costado construir.
1 Montesquieu, Del Espíritu de las Leyes (Madrid: Alianza Editorial, 2015), p.205. II: XI; 4.
2Cfr. Ibídem.
3 “De esta forma, si partimos de la base que toda existencia tiene un núcleo, lo cierto es que no todo lo existente es núcleo, es decir, deben existir componentes de otra categoría”. Disponible en: https://scripta.up.edu.mx/handle/20.500.12552/2121
4 El artículo 36 constitucional establece en su fracción III que es un deber del ciudadano “votar en las elecciones, las consultas populares y los procesos de revocación de mandato, en los términos que señale la ley”. Lo cual, como algunos expertos en el tema han señalado –como el doctor Enrique Aguirre Saldívar– , se puede interpretar como un compromiso constitucional con el artículo 40.
5 Giovanni Sartori, La democracia en treinta elecciones (CDMX: Penguin Random House, 2018), p. 21.
6 Ídem.
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