El populismo es estridencia. No se inscribe como definición porque tal vez describir una exaltación no merezca definición. Y tal vez el populismo no vaya más allá de una exaltación, una simple postura de desafío que parte de la opulencia y si no de la opulencia, de la acumulación y del haber próspero de una nación. En este espacio se ha hecho referencia en ese sentido: una partitura social jamás se desprendería de la precariedad, jamás sostendría la base del reclamo si no existiera el antecedente de riqueza como ingrediente primario del progreso, sin juzgar precedencia, sin juzgar hegemonías o fórmulas de concentración, o hereditarias o viciadas en la genética, realeza por ejemplo.
La fórmula social, como determinante de control de medios productivos se desechó por improcedente un siglo atrás; quedó sin embargo, la letra abandonada en la impresión para resaltar únicamente la expresión verbal. La Cuba de los años de Fidel en los sesenta no ha desviado la potencialidad del mensaje oral para rescatar de los inicios de una lucha que justificaba el despojo sin dejar huella en la improcedencia del método. La expresión gráfica aunaba sus improvisaciones para secundar el momento de captura de audiencias y plazas. Nada por escrito era la consigna, nada que pueda ser juzgado por la posteridad.
Los años transcurrían para un orbe ajeno al proceder totalitario de un hombre y su pensamiento; tanto daba su expresión o tanto daba una expresión ajena al mundo que no veía con objetividad la demolición de la individualidad, que daba por hecho que en la imagen de una isla intrascendente se diluía la humanidad y la perseverancia de seres que aspiraban a la gracia más simbólica de la existencia: la libertad. Los años de juicio o de la ausencia del mismo, daban cuenta de imposiciones y de esas mismas, se derivarían sanciones que no lo eran para un gobierno, lo eran para todo un pueblo.
De las sanciones que se mencionan, se interpretaron como comerciales y se tradujeron en aislamiento; de los intentos de un presidente americano sacrificado por pensar en redención territorial en 1963 a esta fecha, si los intentos han sido vanos, hoy serían calificados como intencionales por unos, inútiles por los más. Una abdicación en un mar que puede ser tan nuestro como del gran imperio económico de este globo. Si eso es abdicación para las potencias, la calificación no es de intervención, sería de simple humanismo para la conciencia.
Pero así han transcurrido las cosas, para mal desde luego; así se incrustaron bases de dominio y abyección, desde fronteras que hoy llenan las planas de los diarios, de un conjunto de naciones que cimbraron un eje en dos guerras, una Unión de Repúblicas que no lo era desde luego. Si hubo dilución de fronteras en esa demarcación, no lo hubo de ideología que hoy cobra sin piedad terreno perdido. Esa conexión del totalitarismo no se ha ido, persiste como mal endémico y subsiste en la voz estentórea de un llamado a ese cobijo oculto preservado por generaciones en el nacionalismo irredento.
Es en ese amparo falso en donde oculta su verdadero rostro la fase del dominio total y lo hace con frases, con emulaciones verbales triunfalistas y absolutistas. Lo hace con símbolos y con alusiones a la congruencia sin estimar la individualidad como premisa fundamental de pensamiento. Hace de la expresión verbal un momento y hace de ese momento una forja de vida improcedente por definición, porque el statu quo es la apuesta del socialismo en esencia para que nada cambie y para que nada se transforme si no es inducido desde la guía incólume de la preservación del momento. El Socialismo es captura, captura de emociones, de reverencia y de entrega.
El Socialismo nunca ha producido nada nuevo; el contrato social existe desde la Grecia antigua y la Roma de Tribunos en Concilios y Asambleas. Reproducir un mensaje que ha hecho eco en posteridades no es más que el despojo de la acumulación que señala este texto. Nada más. El problema trasciende el despojo mismo porque la fórmula es inequívoca en su resguardo e incapacidad para recrear la escena del despojo. Esa escena no es más que la riqueza del punto de partida de la supuesta configuración del orden social en la participación que aduce derecho un poder totalitario.
En México, tenemos una transición de gobierno que encabeza un presidente confundido en ese plasma que redunda en la historia que jamás volverá porque las circunstancias no lo permiten; inmerso en un contexto de simulación de hechos pasados, revive un capítulo abandonado tiempo atrás y lo revive con el supuesto denuedo fantasmal y grotesco de una interpretación virtual. Insertarlo es una obsesión enfermiza, perseguirlo es una ilusión penosa y pretender adaptarlo es regresión compulsiva.
Entonces, el presidente acude a la fórmula de la estridencia para una y otra vez y día tras día escuchar de él mismo un canto perseverante y redundante para engañar la danza imparable de la modernidad que le arrebata los tiempos y los plazos. Estos son implacables para el poder y para el no poder por igual, porque encaran la insignia de un inicio y enseñan el camino recorrido. Si las metas fueron excesivas, los tiempos fueron desestimados o los afanes eran pocos. Desde luego ya lo sabemos, porque el juicio es nuestro y no de él.
Los costos de su gestión han sumado a su estridencia y a su proclama cotidiana que no cesa en hábitos pero si en credibilidad. Un hecho curioso de días pasados hizo notar un costo mayor en su silencio: el presidente calló ante la propuesta de John Kerry para un estudio minucioso de la reforma eléctrica; Kerry lo dio por hecho y lo anunció. En un desplante de soberbia, el presidente hizo gala de su silencio. Un par de días bastaron para que una fuerza política con la facultad para inclinar la balanza en contra de la reforma, se pronunciara en definitiva y la reforma ya es letra muerta. Para un populista estridente, resulta paradójico que en esta ocasión su silencio le provoque una de sus mayores derrotas. El costo del silencio…
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