El presidente ha dividido al país. Es una aseveración de contundencia probada. Si existe una mitad aprobatoria de su gestión, tanto da. Si existe una aprobación sentada en la dádiva, entonces existe un fenómeno que en los plazos debe estudiarse con seriedad; no existe un cimiento confiable en la vida económica de la nación equiparable a un reparto de riqueza porque simplemente nunca se ha dado, nunca ha existido un populismo como el que ahora representa esta transición en turno, la tercera de nuestra vida democrática, que no transformación como se ostenta.
Desde luego la división ha creado fronteras de entendimiento y más las ha creado la confrontación, la instigada por el presidente. De eso no existe duda. Ahora, la intención de dividir es clara para muchos sectores, los afectados por inicio: la inversión privada, la iniciativa creadora, la propulsión de las ideas, la expansión de mercados, la instalación de políticas redituables, la inercia correspondiente a los sectores productivos y finalmente, la respuesta a la invitación del capital.
Dividir tiene consecuencias; las tiene para el país, no necesariamente en la política, en ese terreno se allanan con prerrogativas de tiempo; llegan en su oportunidad en naciones prósperas y en economías abiertas, como la de México. Son pasajeras aunque se antojen perennes e intolerantes como lo que padecemos, pero las ahoga desde adentro la pujanza productiva y las sofoca el concierto internacional cuando las fuerzas del orden productivo radican en manos prudentes y de ejercicio capital, no por su nomenclatura nominativa, por su preponderancia sobre la posible imposición desde el poder.
El discurso del presidente fue de inicio la superposición del poder político sobre el económico; a tres años de distancia no ha ocurrido. La lucha de poderes de facción puede sonar intempestiva y no lo es tanto cuando la posesión de la riqueza nacional se encuentra en manos privadas y supera las tres cuartas partes del producto. No puede existir supremacía gubernamental cuando las proporciones del capital superan las presupuestales de un simple ejercicio de gobierno en la distribución de recursos, verdadero ámbito del ejercicio público.
Lo anterior no exenta la posibilidad de dispendio desmedido de la riqueza de la nación, pero el freno lo impone la limitación de recursos de nueva creación. Sabemos que la dádiva a la que recurre esta transición reúne propósitos de captura de voluntades, lo sabemos. Ahora, la realidad alcanza todo depósito de recursos en las arcas de la nación, no habiendo otra hacienda conocida. Al no existir, entonces vienen los intentos sin estructura formal y esos ya se agotaron en diversas formas: se liquidaron fideicomisos, se apropiaron reservas de contingencia y se recurrió a la deuda. 1.4 billones no han sido suficientes en las metas de reparto y nunca lo serán. La deuda no forma capital, reúne contingencias adicionales en su servicio.
Esta transición, al dividir, tal vez con intención, lo hizo en la geografía también. Concibió en el papel y en una imaginaria que no corresponde a ningún plan de negocios, tres proyectos que recargan toda la atención en el sur de la nación. Dos que serían representativos de un ideario ilusorio basado en turismo y en auto suficiencia; el tercero no tiene ninguna concepción de factibilidad en materia de espacio aéreo por haber nacido sin ninguna posibilidad de operación aeroportuaria. De esta división es preciso aportar lo conducente en materia de gasto, que no inversión, por gravitar en el presupuesto de la nación.
De esta concepción de dispendio frontal, que reúnen el Tren Maya y Dos Bocas, para 2022 vendrá la disyuntiva de continuar proyectos fallidos de origen para colocar las prerrogativas del presidente en los escenarios que a continuación se exponen: si decide continuar con la construcción lo más probable es que nunca se terminen. Esto es prácticamente concluyente dadas las circunstancias de avance porque para la mitad de este encargo deberían acumular 50% de terminación y desde luego no lo tienen. De Santa Lucía lo mismo da porque jamás operará como aeropuerto internacional.
Ahora, si interrumpe sus obras y opta por el camino del reparto, puede sufrir otro revés de poder de convocatoria como ya lo experimentó en Junio pasado. Desde luego no se puede todo; las arcas de la nación no son las de 2018. El nivel de endeudamiento contratado por esta transición es de 1.4 billones de pesos y ya fue mencionado. Los plazos se enciman y el servicio y carga de intereses no espera. El costo real de financiamiento de este gobierno no lo ha enfrentado ningún otro, por la exposición y calificación de riesgo de entidades simbólicas como Pemex Y CFE en manos inexpertas.
Esta transición se ha equivocado en la geografía de la nación, se ha equivocado el presidente en tratar de situar proyectos que realmente no crean infraestructura, más allá de la que pudiera implementarse en forma regional y con un sinnúmero de considerandos por la irrupción tan grotesca en el hábitat y en las comunidades que jamás imaginaron una intrusión en su plan de vida. La destrucción ha sido desmedida y tal vez así se conserve por generaciones en tanto se repare el daño que pudiera ser irreversible.
Dos Bocas merece un capítulo aparte por la irresponsabilidad planteada de origen en la producción de algo tan innecesario como gasolinas. Su ubicación en terreno pantanoso y su posible salida a canales de comercialización hace de este proyecto una aventura de franco dispendio y sin futuro. Viene entonces la disyuntiva planteada: no existen recursos para terminar obra y capturar dádiva. No alcanza, ni por la vía impositiva ni por deuda, la última ya se saturó. El costo de la división ya llegó. Se anunció a la mitad del camino.
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