Nunca dejará de asombrarme la riqueza del patrimonio cultural de nuestro país: desde las piedrecillas pulidas por la constante caricia del agua, hasta los grandes minerales de la cueva chihuahuense de Naica. Desde los grandes cuadros de la Guelaguetza, hasta las pequeñas comunidades dispersas a los pies de las sierras, en todo ello encontramos testimonio de lo que ha sido nuestra identidad nacional.
Hoy quiero referirme a la etnia kikapú, de los pocos grupos humanos en la frontera norte del país que poseen doble nacionalidad y que, en buena parte hablan tres idiomas. Provenientes originalmente de la Región de los Grandes lagos, donde hoy se asienta Quebec, llegaron a instalarse en el municipio de Melchor Múzquiz, Coahuila, entre la zona de los minerales y de la Sierra Hermosa de Santa Rosa. Este grupo originario ha tenido enormes cambios en los últimos cinco lustros, a partir de la introducción del casino en la ciudad de Eagle Pass (Texas), al que se han seguido otros polos de desarrollo turístico regional. El hermetismo con que se llevaban a cabo las ceremonias dentro de la comunidad ha tenido una expansión. Ello ha permitido que los visitantes conozcan las danzas rituales de la etnia, pero a la vez me parece que dichas ceremonias rituales han perdido mucho de su carácter sacramental.
Como coahuilense, debo confesar, conocía poco si no es que nada de estos grupos asentados en El Nacimiento, sitio donde nace el Río Sabinas, en las faldas de la Sierra Hermosa de Santa Rosa. Fue a través del trabajo de campo que durante su vida profesional llevó a cabo mi esposo, el antropólogo social José Guadalupe Ovalle durante sus últimos veinte años de vida. A través suyo, y en muy distintos escenarios, fui conociendo lo que este grupo venía aportando a la región. Proveniente de la región sureste de Canadá, en su calidad de recolectores-cazadores, vinieron descendiendo hasta Oklahoma en la Unión Americana y Coahuila en nuestro país, sitios donde, a la fecha, siguen migrando periódicamente dos veces al año, por cuestiones laborales. Sin embargo, la creación de empleos en el polo de desarrollo turístico en la región de La Rosita Valley, condado aledaño a Eagle Pass, ha ido modificando los usos y costumbres del grupo. Los mayores de sesenta años conservan la lengua y las tradiciones religiosas originales del grupo, no así las jóvenes generaciones quienes se han ido incorporando al mundo laboral de los Estados Unidos en ramas diversas a la agrícola, que llevaba –o sigue llevando—a padres y abuelos a Oklahoma y Colorado cada seis meses, a la recolección. De hecho, en la ribera del Bravo, justo debajo de donde cruza el Puente Internacional Número 1 entre Piedras Negras y la ciudad de Eagle Pass, en lo que ahora se ha convertido en un campo deportivo, hubo por muchos años un caserío kikapú en el cual pernoctaban los migrantes temporales provenientes de El Nacimiento, con rumbo a las labores de recolección. Se movilizaban como unidades familiares en las que se incluían a los abuelos, padres e hijos. En esos tiempos los kikapú tenían pase libre a los Estados Unidos; hoy en día tienen que presentar su “green card” que los acredita como ciudadanos, pero siguen teniendo la doble nacionalidad.
Los algonquinos, asentados en Quebec, grupo de donde derivaron los kikapúes, fueron atravesando territorio norteamericano desplazados por los iroqueses, quienes pugnaban con ellos por la caza y comercio de pieles, que vendían a los colonizadores europeos. De este modo es como en 1795 alcanzaron las riberas de los ríos San Angelo y Sabinas, en lo que hoy corresponde a San Antonio Texas, y solicitaron un permiso de asentamiento ante las autoridades de la Nueva España. Se los concedieron poniéndoles como condición que ayudaran a repeler las hordas bárbaras que amenazaban, tanto a los presidios militares como a las misiones religiosas a lo largo de la frontera. En particular en el corredor entre Guerrero, Coahuila y lo que hoy corresponde a San Antonio (Texas).
Pese a grandes movimientos civiles y militares, de los que hablaremos en otra oportunidad, a la fecha en la región de El Nacimiento, en el municipio de Melchor Múzquiz, al norte de Coahuila, hay un grupo de kikapúes, algunos mayores asentados en forma permanente, y otros que migran dos veces al año. Además de un grupo de negros conocidos como “mascogos”, a escasos kilómetros de los anteriores, y de los cuales ya habrá ocasión de hablar en otra entrega. Todo ello rumbo a la sierra que llega a Maderas del Carmen en el lado mexicano, y al “Big Bend”, en su correspondiente texano, donde siguen existiendo especies autóctonas como venado cola blanca, berrendos y osos, entre otras muchas especies.
Regresando a lo comentado en un principio: mi esposo sintió particular fascinación por el grupo kikapú al cual tantas veces vio pasar por su natal Sabinas, o escuchaba hablar en su lengua, o descubrió cuán poco había escrito al respecto. Se propuso dedicar su vida profesional al estudio de este grupo que se considera como uno de los 68 que, de acuerdo con el INEGI; hablan una lengua distinta al español. A pesar de que Coahuila ocupa el 0.2% (2020) de hablantes indígenas, sí se corre el riesgo de que estas lenguas se extingan, producto de la aculturación que sufre la población viviendo entre dos países. Como dijo mi hijo Amaury durante la presentación del libro póstumo de su papá bajo la edición de la Dra. Ana Bella Pérez Castro, y que lleva por título Kikapúes: los que andan por la tierra, editado por CONACULTA, la UAZ y la UAC en 1999: “Mamá, es un libro histórico, pues las condiciones del grupo kikapú que dieron lugar a este estudio, nunca volverán a ser las mismas”. ¡Y vaya que dijo bien!
Gracias a la Sociedad Nuevoleonesa de Historia, Geografía y Estadística, AC por otorgarme los Reconocimientos al Mérito de la Producción Editorial y a la Difusión Histórica y Cultural
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