Podríamos decir que el corazón del mundo es la casa. Ese órgano que palpita para darnos vida desde el primer momento de la existencia hasta el último. Tradicionalmente ha sido la mujer quien se hace cargo de dicho espacio, aunque en la posmodernidad, y más aún la pandemia, se han modificado las funciones de los habitantes del hogar. Se rebelan frente a los roles tradicionales, y no es extraño ver a papá lavando los trastes o cambiando pañales. Como pediatra tengo muy presente esa transición: cuando comencé a estudiar la especialidad, a principios de los años 80 del siglo pasado, los niños eran llevados a consulta por la mamá o la abuela, o ambas. En el poco frecuente caso de ir ambos padres, la mamá cargaba al niño, la pañalera y cualquier otra prenda que tuviera relación con el crío. No veíamos en los corredores de la consulta o en las salas de hospitalización una participación de papá. Afortunadamente esto ha cambiado.
Volviendo a la casa, es dentro de ella donde comienzan a escribirse las biografías de cada uno de nosotros: la construcción, el mobiliario, las costumbres. Los olores, los sabores y los sinsabores de esos primeros años dejan una impronta en cada uno de nosotros que habremos de llevar como parte de nuestro ser por los años restantes. En la memoria quedan, además, los recuerdos de fotografías, pinturas, libros de recetas, discos, todos aquellos objetos simbólicos que conectan nuestro presente con la historia de las generaciones que nos precedieron. No en vano se considera que quitar la casa de la abuela constituye todo un duelo, porque es llevar con cada elemento que se saca de ella, un pedazo de nuestra propia infancia.
La presencia de lo femenino en la casa bien puede representar una doble cara, como la ha descrito Carlos Fuentes en su novela corta Aura, o Julio Cortázar en “Casa tomada”. Esa fuerza asociada a los aposentos y que llega a controlar los destinos de quien los habita o los visita, en función del poder de la figura femenina, eje en torno al cual todo ese universo doméstico gira. Amparo Dávila en su cuento “El huésped” narra el poder que llega a tener la mujer dentro de la casa, en las habitaciones, los corredores y en el jardín exterior. Por otro lado, su menos conocido cuento “La señorita Julia” nos presenta la fractura de ese mundo narrativo en el que una mujer de mediados del siglo pasado alcanzaba a forjarse un universo propio, cómodo y enriquecedor, dentro de las cuatro paredes del hogar. Universo que para la protagonista de este cuento provoca un conflicto a partir de la presencia de lo que ella percibe como criaturas extrañas que le roban la calma. Una situación de terror que no se atreve a compartir ni con su propia familia, temerosa de qué irán a pensar de ella, amante del orden dentro del hogar.
La casa viene a ser la representación de nosotros mismos que llevamos por el mundo. Nos significa historia familiar, desarrollo de nuestras primeras emociones y espacio de los descubrimientos que nos llevaron a decidir nuestro destino. En algún momento es una tonada, un olor o la vista de algo, lo que nos remite hasta aquellos tiempos que llevamos archivados entre dos sinapsis neuronales, y que por magia o por milagro, se conectan para transportarnos y volver a vivir.
Si tenemos el tiempo y la paciencia de hacer listas, como sugiere Gonzalo Celorio, comencemos a escribir en una libreta los recuerdos más cálidos de nuestros primeros años. Momentos, celebraciones, epifanías…Hagamos listas de las experiencias que han influido en lo que somos, ya sea de forma positiva o negativa. Tengamos a la mano esa libreta con nuestras listas que, con el tiempo, lejos de agotarse irán aumentando. Más adelante hagamos una segunda parte, las listas de lo que les hemos dado o dejado de dar a nuestros hijos. Los momentos mágicos que hemos compartido con ellos; los juegos y las experiencias; los cantos y los cuentos. Una tarde cualquiera invitémoslos a platicar qué recuerdos tienen, ampliemos con detalles que quizá ellos no tengan muy presentes, y comencemos a aquilatar cuánto les hemos dado y cuánto nos falta por entregarles de nuestro tiempo y nuestras propias historias. Nunca es tarde para comenzar a crear memorias compartidas; espacios mágicos que, como el caracol de Federico García Lorca, representan la casa que llevamos con nosotros cada día, según nos revela su poema infantil:
Caracol, estate quieto. Donde tú estés estará el centro.
La piedra sobre el agua y el grito en el viento
forman las imágenes puras de tu ensueño.
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