Tan pronto como terminé de leer estas palabras de Matilda Claymon, las releí una y otra vez más, cada vez con mayor detenimiento. La escuchaba mirándola de frente a través de los renglones trazados con su letra manuscrita impregnada con el sutil perfume de sus manos. ¿A quién le habría dicho todo eso?
No podía referirse al joven que vio por primera vez en la fiesta de su casa pocos días antes; sus palabras hablaban de alguien muy cercano a su corazón, alguien con quien tenía una larga relación sobre distintos planos; más un vínculo que una relación como tal.
El “intruso” descubierto por Matilda Claymon en la terraza de los arcos, le había simpatizado, lo encontraba bien parecido y le habían gustado sus ojos y su sonrisa, pero no podía ser ese joven al que se refería en su diario.
También cabía la posibilidad de que ese encuentro brevísimo hubiera sido reflejo de otro instante libre del transcurso lineal del tiempo como generalmente se le concibe; un transcurso en el que la noche sigue al día, y el nuevo día transita hacia el cenit en su camino al crepúsculo y a un nuevo anochecer.
Sin embargo, al parecer, había eventos que ocurrirían fuera de ese esquema sucesivo en el que las horas y los días y hasta los años no son los que rigen, sino que suceden en una dimensión que no siendo radicalmente separada, admite variaciones inimaginables en los horarios y paralelamente a los calendarios de la vida. Hay muchísimas cosas que nunca vemos; cosas que ignoramos, pero no por eso dejan de ser verdad o de existir.
Si estuviera yo en lo cierto al pensar así, una misma persona podría ser entrañable y desconocida para alguien al mismo tiempo, de una forma totalmente distinta a la que se considera “normal”; “normal” en la que se conoce a alguien que, con el paso del tiempo se va volviendo más cercano hasta que, según el curso de la relación, surgen sentimientos más profundos o todo se diluye y cada quien sigue un rumbo distinto.
Pero siguiendo mi razonamiento aparentemente irracional, podría suceder que conociéramos a la misma persona por primera vez varias veces; que alguien que hoy nos resultara enteramente desconocido, en otro tiempo podría haber sido alguien indispensable para nosotros. ¿Qué locuras estaba yo pensando?
Pero este cuestionamiento sobre mi cordura no interrumpió el remolino de ideas desencadenado por lo que recién había leído.
No era verdad que mi primer contacto con Los Olvidos hubiera ocurrido tan recientemente; ahora recordaba yo que desde la terraza de la casa Ralph, sobre el cerro de la Pinzona, solía yo quedarme viendo hacia el mar abierto justo sobre la playa Angosta, y una casa ubicada hasta el extremo más lejano sobre los acantilados al lado izquierdo desde donde yo miraba, me hipnotizaba y me hacía contemplarla largamente sin tener idea de por qué.
Recuerdo que íbamos muy seguido a esa casa en la Pinzona, y cada vez, me sentaba yo en su pequeña terraza a mirar hacia el mar abierto, y siempre terminaba atraído por aquella casa cuyo nombre tardaría muchos años en descubrir.
Debo haber tenido menos de 9 años cuando dejé de ir a Acapulco porque fui a un internado militar en Virginia donde estuve cuatro años y medio sin regresar a México. Fue hasta 1967 que volví a Acapulco durante las vacaciones de mayo, y regresé poco después en bicicleta por primera vez, en un recorrido que me tomó once días, desde el 25 de septiembre al 6 de octubre.
A partir de entonces, comenzamos a ir mucho más a Acapulco y siempre a la casa Ralph; aquella bellísima casa en la distancia, me intrigaba y me atraía cada vez más, haciéndome imaginar su interior, lo que sería estar ahí, a quién le pertenecía, que vidas transcurrían por sus corredores , que añoranzas, qué recuerdos, qué olvidos…
Ahora, tanto tiempo después, tantas vidas entrelazadas después, tantas distancias después, era yo alguien que un día por fin se había atrevido a llamar a la puerta pidiendo entrar y había entrado; había entrado y había visto la fecha de mi nacimiento grabada sobre una baldosa del pequeño sendero que serpenteaba entre las palmeras que lo ocultaban bajo su sombra.
¿Qué hacía ahí la fecha de mi nacimiento? ¿Podría haber sido una casualidad? La sola pregunta me parecía insostenible. ¿Quién la habría grabado ahí y por qué?
Después de haber leído las dos entradas de ese diario que no había yo descubierto al mismo tiempo que a los otros, me imaginaba siendo el joven de la fiesta de pie frente a Matilda Claymon, y me invadía una sensación increíble de súbita felicidad; felicidad por nada y felicidad por todo.
Imaginándome frente a ella de esa forma, me dio vergüenza ajena, pero de mí mismo, porque me visualicé sonriendo sin posibilidad de dejar de sonreír. ¿Y yo criticaba al joven aquel por no haberle dicho nada a aquella niña? Yo tampoco habría encontrado palabras; ante ese escenario, pude imaginar a Matilda Claymon diciéndome sonriendo para romper el hielo y ayudarme:
– ¿Te comió la lengua el gato?
Lo malo es que si alguien así me hubiera dicho semejante cosa, no habría podido decir ni media palabra. Me aterraba la idea de pensar que después de ese acercamiento amigable, hubiera sobrevenido uno de esos silencios en los que no se sabe ni que decir ni para donde voltear.
Pude sentir en mí la simpatía de Matilda Claymon por aquel joven al que en pocos minutos pasó de considerar inexplicable a caerle bien, a no ser un intruso y no verse tan mal; pero no solo eso, sino que le gustaron sus ojos y su sonrisa y finalmente le robó la tranquilidad y de solo pensar en él, ella también sonreía días después. En mis ojos y en mi cara, Matilda Claymon también se convertía en sonrisa inevitable porque además, sonreír me hacía recordarla y recordarla, me hacía sentir así.
En ese instante pensé que eran demasiados progresos en poquísimos minutos, pero esta vez no me dieron celos sino envidia. Hubiera querido ser yo quien le cayera bien, ser yo el ascendido de intruso a invitado; ser yo quien le hubiera robado las sonrisas y convertir su tranquilidad en inquietud alegre; alegre como la víspera de Navidad, como un regalo sin desenvolver.
En cuanto a la segunda entrada de aquel diario, me sentía confundido. En su narración de la fiesta, estaba claro a quien se refería por su encuentro inesperado; su apreciación de aquél joven, era totalmente normal y era fácil ponerse en el lugar de ese afortunado que no sabía siquiera qué tan afortunado era.
En la segunda entrada, hablaba de un hombre necesariamente joven como ella, o poco más, al que le unía un vínculo muy fuerte, pero en medio de factores que dificultaban su encuentro. Hablaba de algo mucho más profundo y más íntimo.
La releí varias veces; expresaba un amor intenso; sus palabras eran tan claras y fuertes que podía yo escuchar su voz entre los renglones; sentía su ansiedad, su pasión, su necesidad de ser escuchada por alguien al que no le llegaban sus señales.
¿Qué clase de conexión existía entre esta chica y el joven del que escribía, para poder decir que había estado con él en momentos de tristeza cuando a él se le rompió el corazón? Lo que más difícil me resultaba, era tratar de adivinar a quién se refería.
De una entrada a la siguiente en ese diario, no podía haber pasado de una simpatía inicial a un cariño de la magnitud del que expresaba por un hombre del que no sabía yo nada. Hablaba de un amor cultivado y cuidado en botón por muchísimo tiempo; de una espera de la que un joven desconocido para mí, no se daba cuenta.
La descripción de un soñador con miedo de soñar me invadía de una inexplicable tristeza, porque de haber estado yo en el lugar del hombre que ella describía, hubiera yo corrido hacia ella, volado hacia ella para abrazarla con una fuerza intangible, y volcarme en su ternura que yo adivinaba en cada letra de todas sus palabras.
Leyéndola quería yo haber sido su amigo, su compañero de juegos y travesuras, saltar bardas, trepar árboles, volar cometas y andar en bicicleta con ella. Quería ver amaneceres y puestas de sol en las playas desiertas al sur de Acapulco, sin tener que decir nada, sino simplemente saberme a su lado.
A través de sus palabras, descubrí que el suyo no era un amor no correspondido sino un amor del que su amado creía no saber, pero su corazón si lo sabía; ¡tanto que él mismo la había estado buscando sin saber que la buscaba! Me parecía algo tan terrible como morir de sed a escasos metros de llegar a un oasis. Cada vez que releía la segunda entrada de ese febrero, me daba cierta tristeza pensar que toda esa pasión no me pertenecía, que no era a mí a quien se refería.
Podía yo sentir su ansiedad y su frustración de estar tan cerca de alguien que no la veía; saber que ese alguien siente por ti lo mismo que sientes tú, pero no se atreve o no se permite aceptar y abrirse por completo. ¡Algo tan sencillo y tan difícil!
Recordé cuando la vi yo a ella andando tranquilamente por el palmar, y ella no me vio a mí; esa vez la pude ver por un brevísimo instante porque llegó don Marcelino y cuando volví a mirar hacia el jardín, ya no estaba. Hubiera yo dado lo que fuera por haber visto sus ojos aquella vez; estaba yo seguro que nos habríamos sonreído y tal vez todo habría sido distinto.
En apenas dos páginas de su diario, Matilda Claymon había confiado sus sentimientos, todo lo que sentía por alguien que yo no podía identificar; alguien con quien tenía tal intimidad que incluso había presenciado un momento en la vida de él cuando siendo muy niño, habían roto su corazón.
Percibí su incontenible deseo de haber podido volar al lado de aquel niño para abrazarlo y darle consuelo; ese mismo incontenible deseo de ser yo el protagonista de su historia; de ser yo a quien iban dirigidas esas palabras mensajeras de sus sentimientos. Enterarme de algo tan doloroso, me oprimió el pecho y mis ojos se arrasaron de lágrimas.
No se trataba de una conexión cualquiera, se trataba de un vínculo para el que no eran aplicables los límites de tiempo ni de espacio, solo así podía explicarse que alguien tan joven como ella, hubiera acompañado a través de distancias muy grandes a alguien que ahora era un hombre cercano a su corazón precisamente como hombre, pero al mismo tiempo predilecto en un pasado remoto durante la infancia de él.
Recordé lo dicho por Antonio Castillo sobre las barreras entre el pasado y el presente; me quedaba claro que ella habitaba un ámbito en el que esas barreras se habían venido abajo si es que alguna vez habían existido entre ella y ese joven desconocido del que le hablaba a su diario.
Había yo dejado el diario en su caja. Sus palabras permanecieron ante mis ojos igual que si la estuviera mirando de frente. Por un instante imaginé que me las estaba diciendo a mí ¡que era a mí a quien quería despertar!
Se me escapó una sonrisa al imaginar que hablaba de mí; entonces mi alma voló hasta los brumosos bosques de Irlanda de donde su madre había viajado a través del mar para encontrar el amor en brazos de un aventurero inglés cuya vida legendaria había ido conociendo por los caminos y los conductos más inesperados.
Al permitirme imaginar que Matilda Claymon ¡Matilda Claymon! podría estar refiriéndose a mí, sentí deseos infinitos de encontrarla y decirle que la había yo escuchado; que se guareciera sobre mi pecho, que me permitiera mirar sus ojos y sentir su presencia; quería haber sido yo de quien hablara; quería haber sido yo por quien se sintiera así.
Quería yo encontrar la forma de no ser un extraño, de poder encontrarla; de descubrir si todos esos sentimientos tiernos, intensos, apasionados y maravillosos podrían ser para mí. Pensaba yo en la pésima fortuna de aquel joven del que ella hablaba; del que había estado tan cerca, pero al que no podía dejarle más que indicios y señales, aunque sin alterar los caminos ni los tiempos escritos para un encuentro que no podía ocurrir de otra forma.
¿Qué hubiera hecho falta para que el joven del que hablaba ella, despertara y se diera cuenta de que ella estaba ahí junto a él y para él? ¿Sería posible que alguien que nos ame tanto esté junto a nosotros sin notar su presencia? Las palabras con que terminaba Matilda Claymon esa entrada de su diario, eran una pregunta:
¿Qué es lo que debo hacer, querido diario?
Yo, por mi parte, me preguntaba: ¿Qué haría yo si esos sentimientos expresados con tanta vehemencia en ese viejo diario fueran para mí?
Con una apenas perceptible fuerza, una ola cálida acarició mi alma dándome un sentimiento de consuelo, de aliento, de alivio, de esperanza…
¿Alguna vez vería a Matilda Claymon?
Sentí que volvía a sonreír…
CARTAS A TORA 372
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