La biblioteca, el alma de una pasión

  A veces pienso en los libros que duermen en mi biblioteca y que nunca mis ojos volverán a despertar; aquellos que algún día leí y que, con los años, me han acompañado de casa en casa,...

8 de diciembre, 2020

 

A veces pienso en los libros que duermen en mi biblioteca y que nunca mis ojos volverán a despertar; aquellos que algún día leí y que, con los años, me han acompañado de casa en casa, que han estado ahí siempre, esperando a que vuelva a abrir sus páginas. Pienso en ellos no con nostalgia ni con tristeza, sino con ese sentido de perplejidad que nos ha llevado a más de uno a pensar para qué se quiere una biblioteca, o mejor aún, qué tan sano es ese insaciable vicio de desear más libros, de acumularlos como tesoros, si es que ello tiene sentido.

Pienso en mi ejemplar, viejo casi como yo mismo, de Auto de fe de Elías Canetti y el otro día, cuando leía Tela de Seboya, de Miriam Moscona y su tío recordaba su amistad infantil con Canetti, busqué el ejemplar y lo ojeé, solo para recordar que ahí está, que ahí estará y, como mío que es, tiene mi ex libris que canta “viva mi dueño”. Tal vez sea la última vez, y la próxima que ese ejemplar de Bruguera, comprado en una librería de viejo en Donceles, vuelva a ver la luz, lo haga en presencia de los ojos enormes de mi hija o de los ojos siempre asombrados de mi hijo. Pero ahí estará, porque las bibliotecas solo tienen sentido si uno entiende que no se hacen para uno, sino para los que vienen. Las bibliotecas solo se comprenden cuando se asemejan a continentes que, para recorrerlos, hace falta más de una vida. Libros hay en esa colección que esperaron décadas para ser leídos. 

Hubo algunos libros que compré cuando era niño y que pensaba que podía leerlos todos. Uno de ellos fue Los cuatro viajes del almirante y su testamento, de Cristóbal Colón, en aquella mítica colección Austral que con Sepan cuántos… hicieron las delicias de mi era de lector paupérrimo atenido a las propinas de mis padres; tuvo la paciencia de esperarme 30 años hasta que lo leí fascinado y lo usé para mi tesis doctoral. Las bibliotecas son, así, depósitos de anhelos y de fantasías, de aventuras y reflexiones. Ninguna pregunta es más absurda que inquirir ¿los has leído todos?, como si la biblioteca fuera un tiradero de los libros usados; al contrario, la biblioteca es una apuesta, por textos, por palabras y por ideas, por cosas sin sentido y por otras que tienen el sentido de nuestras vidas. Libros hay también que no fueron escritos para nosotros, otros que cayeron en nuestras manos en un momento equivocado como los amores a destiempo que esperan y pueden morir esperando el instante adecuado. Desde que escribí la última cita del libro de Colón para mi tesis doctoral, no lo he vuelto a abrir y no sé hasta cuándo vuelva a navegar entre sus páginas.

Yo no tuve la ventaja de heredar una biblioteca. Había en mi hogar de infancia algunas colecciones que no tuve la fortuna de traerme a casa cuando fundé mi propio solar, salvo una heroica y enorme obra, leída y releída una y mil veces, aunque nunca por completo: la segunda edición, la verde,  de cinco tomos, México a través de los siglos. Mi padre me la regaló cuando obtuve la licenciatura. A ellos vuelvo con frecuencia porque, entre sus páginas, se esconden recados, notas, boletos, de etapas remotas de mi vida. 

La biblioteca es también un enorme y gigantesco archivero que guarda las sombras de los tiempos idos, de sus espacios y sus aromas, cada tomo de ella nos recuerda el momento en que lo compramos, lo robamos o nos lo regalaron, el ánimo con que lo leímos, el mundo en que vivíamos y la gente que nos rodeaba. Por eso pienso en los libros que no he vuelto a abrir por temor al retorno de días difíciles o doloridos. Ahí están aquellos Doce cuentos peregrinos de García Márquez, que no he vuelto a abrir para no encontrarme la página horrenda que dice al margen: “hoy asesinaron a Colosio”. Por eso pienso en otros más que abro a veces, siempre con reverencia porque se sitúan en momentos que, con los años, se han vuelto sagrados. Recuerdo el viejo ejemplar que también me regaló mi padre, que consiguió quién sabe en qué botadero misterioso porque, con el mundo de tiempo que en aquellos primeros años de la licenciatura tenía para todo y sobre todo para leer y para vivir, no lo había encontrado en ninguna librería. Me refiero a Mila 18 de León Uris, también de editorial Bruguera, al que me aproximo con reverencia y gratitud, tanto porque guarda las memorias de mi encuentro emocionado con un componente entrañable de mi vida, el judaísmo, como porque entre sus páginas reposan los mensajitos que en alfabeto griego me enviaba con Lorena Mereles, cuando las clases no satisfacían nuestra curiosidad.

Libros así, en los que pienso con añoranza y que recuerdo de tiempo en tiempo, porque la biblioteca no es un banco de información, sino un cofre de tesoros humanos. De ahí que siempre mire emocionado, con infinito amor, libros que ya no leería porque hoy soy otro, pero que entonces fueron los docentes de mi educación sentimental, como la colección completa de libros de Gibrán Khalil Gibrán que editaba Pomaire y que nos llegaban de la Argentina con pastas azules y cremas iluminando los dibujos del propio poeta. Todos ellos están dedicados por mi madre que me regalaba cada sábado un libro, si es que el de la semana anterior ya había sido leído; tal vez no los leería de nuevo porque ese dulce lenguaje poético ya no es el que ahora leo, pero que se han transformado en el monumento diminuto y afectuoso de cómo el cariño de mis padres me hizo lector. Ahí están subrayados los párrafos de los que extraía palabras, frases y versos para mis primeras no muy exitosas cartas amorosas; ahí están El loco, El errante, ahora protegidas sus pastas míticas con encuadernados holandeses, y el recuerdo de las adolescentes que recibieron de mi pluma las letras ajenas.

Por eso son inmortales las bibliotecas, por eso nada puede sustituirlas, porque son el recuento de la vida y aunque no tengamos nunca el tiempo para revisitarlas por completo y muchos libros hayan de guardar silencio por décadas y acaso por vidas enteras, se quedan ahí resguardando nuestros secretos y obsesiones, las cosas que a nadie diríamos y de las que guardamos el rubor, la fortaleza, la picarezca y a veces la vergüenza. Ahí está y no he vuelto a ver desde hace décadas mi ejemplar de Memorias de Fanny Hill, de aquellas ediciones de EDES que venían con una sencilla pasta dura con letras doradas, en hojas blanquísimas poco aptas para la lectura y en cuyas páginas figuraban brincos, tipos y saltos que ahora sé son errores editoriales, esos cuyo precio era accesible y que traían también cubiertas decoradas con dibujos de mediano gusto, libros deliciosos inencontrables en otras editoriales. Ese ejemplar de Fanny Hill acompañó mis tormentosos días de despertar sexual y para comprarlo, tuve que disfrazarlo de otro texto para no pasar semejante vergüenza frente a la cajera de un supermercado.

Tesoro inmenso compuesto pequeños cofres llenos de recuerdos, ediciones firmadas por autores o por amigos entrañables que uno guarda mejor que todo aquello que más deseamos y por lo que daríamos lo que tenemos. Aquel ejemplar de Los días enmascarados,  de Carlos Fuentes firmado por el autor y dedicado a María Luisa Elio y a Jomi García Ascot. Mi Aura que dice “A César, lo abraza, Carlos Fuentes”, y que fue el mismo que en la edición de ERA, leí por primera vez y que elegí para el día en que pude, hablar por primera vez, con el escritor que fue mi primera pasión lectora. Dedicados de José Saramago, de Ernesto Cardenal en recuerdo de un encuentro entrañable; libros que retratan nuestros mejores días, encontrados con el primer compromiso y con los ideales, aquel Un libro levemente odioso, que me trajo Carlos Dada desde El Salvador, cuando Dada era mi carnal Carlitos y antes de que se convirtiera en el periodista que ahora tanto admiro.

Es cierto que ahora, con los viajes y el espacio, con el tema del ahorro y la seducción de la tecnología, he adquirido ya algunas decenas de libros digitales. Es verdad que disfruto de su lectura y agradezco cuando no tengo que cargar la antigua maletita de libros que me acompañaba y, sin embargo, ellos no son la biblioteca, son apenas archivos de libros; la biblioteca es otra cosa. Para emularlos, para poderles imponer el ex libris, he recurrido a un truco de escapismo, a una charada apenas creíble: imprimir sus portadas en cartulinas media carta y archivarlas en una caja que puede ser puesta en los libreros.

Que la biblioteca me haya echado de casa en dos ocasiones no quiere decir nada sino que he vivido; que cada día me prometa que no compraré más libros mientras no termine los que tengo pendiente y aunque me jure volver a los frugales días en que no tenía libros por leer sino que los compraba como quien compra el alimento cuando tiene hambre, seguiré honrando mi biblioteca porque no es mía, porque es también de mis hijos y que la visitan y la quieren, porque ya es de mis nietos que todavía no nacen y que será de miles cuando el destino ordene que sus integrantes se vean separados como aquel Los hombres que dispersó la danza, que me regaló don Andrés Henestrosa y que luego ya no me pudo firmar porque después de la comilona en que lo conocí, lo había vencido el sueño de su vejez.

Pienso así en todos esos mis viejos amigos que me han hecho la vida, que me la han cambiado y transformado, que me esperan todas las noches y que aguardan mudos durante años para aparecer, jocundos, cuando mi mano vuelve a tocarlos. Esos, mis libros, en sus estanterías de madera construidas con encanto y con ilusión; esos, los que me han hecho vivir más que la vida, ahí Bella del Señor, de Albert Cohen, que con En busca del tiempo perdido, me hicieron entrar en la vida adulta. Esa es, pues, mi biblioteca, corazón de mi hogar y de mi tiempo. Pienso en los libros que he leído y que viven conmigo y que acaso, tal vez nunca más vuelva a posar en ellos mis ojos.

@cesarbc70

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