Estoy leyendo “Memorias del subsuelo” de Fiódor M. Dostoievski. Lo hago por disciplina, ya que formo parte de una tertulia literaria y fue una de las lecturas seleccionadas. Confieso que me está costando trabajo avanzar en esta exposición de motivos del autor ruso, con un fondo autobiográfico, narrada en primera persona en una suerte de diálogo interior altamente contradictorio. Dentro de las luces y sombras del narrador descubro esa dualidad que en el fondo todos compartimos. Cómo nos rebelamos a los cánones establecidos buscando hacer valer nuestra palabra, aunque ésta sea contradictoria al extremo.
Lo que voy destilando de estas líneas es que el autor expone su manifiesto personal frente a situaciones como la burocracia, la injusticia y la forma como él mismo en la vida real vivió un exilio forzoso de diez años en Siberia, como preso político. Es su forma de plantarse frente al dolor, echando mano de los incontables recursos literarios que le permitieron volcar sus estados internos en el papel, de forma de comunicar a sus lectores un texto bien logrado acerca de la naturaleza del ser humano.
Lo anterior me llevó a pensar en una situación de nuestros tiempos: Cómo manejamos el dolor, una sensación que se presenta en diversos momentos de nuestra vida, desde el dolor físico de causa orgánica; la somatización; el dolor por una pérdida; el dolor de la incomprensión o del fracaso. Y así podríamos seguirnos enumerando diversas causas y manifestaciones de eso que Dostoievski expresó magistralmente en su vasta producción literaria y que nosotros, a ratos, no hallamos cómo canalizar.
Buen momento para revisar nuestro papel como padres. Si hemos actuado para fomentar en los hijos la templanza frente a los desafíos que la vida plantea. Que se desarrolle en ellos la tranquilidad para evaluar una situación antes de responder; razonar antes que reaccionar. Que sean capaces de generar una forma de plantarse frente al problema con la inteligencia para salir avante con una nueva enseñanza. Si ganan, gozarán además de las mieles del triunfo; si pierden lo harán con la mentalidad de que no siempre se puede ganar, pero la enseñanza queda.
Mucho se habla de que los jóvenes del milenio integran una generación de cristal, que se rompe a la primera de cambios. Me parece que un elemento que ha influido de manera definitiva en ellos ha sido la inmediatez que proporcionan los medios electrónicos de comunicación e información. Nos acostumbran a obtener en forma inmediata una conexión, un dato, una respuesta…lo que lleva al usuario a concebir falsas expectativas, de que sea de este modo como van a suceder las cosas en la vida real. Nada más equivocado. El mundo real se caracteriza por sus variaciones; nada es perfecto ni cuadrado ni recto siempre, y así está bien. Solamente que tenemos que despertar y entenderlo. Esperar siempre que lo externo responda a nosotros como nosotros queremos que suceda, es una quimera que terminará acarreando frustración y dolor.
Necesitamos aprender a modular nuestras sensaciones y a domeñar las emociones que, como bestias salvajes, buscan desbocarse. Al respecto el escritor ruso expresa con sabias palabras: “La civilización se limita a aumentar el número de nuestras sensaciones”. Este control frente a lo que percibimos en el campo de las emociones se aprende en casa, a través de los códigos familiares. Más que mediante discursos, es el ejemplo el que enseña. Para lograrlo se necesitan padres presentes en cuerpo y espíritu, que dejen de lado el dispositivo electrónico o la televisión para enfocarse a los hijos, a sus necesidades particulares. No podríamos esperar que esos niños o jóvenes respondan ante una situación como nosotros –de adultos—lo haríamos. Esperar de ellos esa conducta les generará dolor, con toda razón.
Sugiere Irene Vallejo, maravillosa filóloga e historiadora española, la necesidad de “anclarnos al suelo frente a la tecnología”. No dejarnos llevar por sus mecanismos casi mágicos para comenzar a esperar que se repliquen en la vida real que está hecha de barro, sudor y tropiezos, porque somos humanos y tal es nuestra condición.
Volviendo a Dostoievski: El ambiente sombrío del subsuelo desde el cual habla el narrador nos evoca ese mundo interior que ocultamos y que tanto dolor llega a producir. Un dolor que se manifiesta como depresión, ira o agresividad, tantas veces contra nosotros mismos y que el ruso señala así en el arranque de la obra: “Me perjudico solo a mí mismo; lo comprendo mejor que nadie”. El personaje lo sabe, pero no encuentra la puerta de salida para abandonar ese subsuelo caótico y pestilente en el que vive.
Frente al dolor habrá, pues, que plantarse con la mentalidad de que es una condición que existe para todos, y no una embestida directa contra mi persona, y que dentro de mí tengo los recursos para salir adelante, para hacer de ese dolor tan profundo el activador de un proceso de crecimiento personal.
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