El símbolo del mal

La figura del demonio, en tanto una personificación del mal, es un símbolo constante dentro de la historia humana. Pese al temor natural que esta figura causa, siempre ha fascinado al colectivo imaginario de cualquier cultura. Es...

2 de noviembre, 2020

La figura del demonio, en tanto una personificación del mal, es un símbolo constante dentro de la historia humana. Pese al temor natural que esta figura causa, siempre ha fascinado al colectivo imaginario de cualquier cultura. Es una figura para la cual, no se necesita tener una religión específica para entender por qué se cuela tanto en nuestra cotidianeidad. Las palabras “demonio”,  “maligno” o “perverso”  las usamos con frecuencia para describir ciertas personas, sus actos o, incluso, empleamos sus variantes para definir situaciones tan comunes como políticas, leyes o actos gubernamentales, así como producciones artísticas y por supuesto, que también las empleamos para describir crímenes que llegan a nuestras noticias matutinas. Sea como sátira o como un reclamo auténtico por justicia, una cosa es innegable: la figura del demonio nunca ha dejado de ser vigente.

La famosa fiesta de Halloween,  festividad que el mundo anglosajón legó a la humanidad, es un festejo que, como ocurre con muchas tradiciones, ha intercambiado su sentido originario del temor a la muerte, el horror y la afrenta contra el mal por una popular capitalización de un mercado muy humano: nuestras emociones más oscuras. Este es un hecho que poco a poco se ha ido estudiando desde diversos campos de conocimiento. Por ejemplo, en 1993 se llevó a cabo un estudio psicológico en la Universidad Estatal de Arizona a cargo de Douglas Kenrick y Virgil Sheets donde encontraron que un 73% de hombres junto con un 66% de las mujeres habían fantaseado con matar a alguien. Sorprendidos por estos resultados, volvieron a aplicar un estudio que arrojó cifras similares: 79% de los hombres y 58% de las mujeres habían fantaseado con matar a alguien. 

¿A quién querían matar los participantes? Los hombres tendían a imaginar que mataban a extraños y a compañeros del trabajo, mientras que las mujeres preferían a los miembros de la familia. Otro grupo preferido fue el de los padrastros…1

¿Significa que nuestras fantasías asesinas dominen nuestro carácter siempre que se presenten? No necesariamente, según opinan Joshua Duntley y David Buss. Ellos explican que este tipo de fantasías se remite a un cierto tipo de mecanismo de defensa propio de nuestra especie evolucionada:

Es parte de nuestro diseño psicológico evolucionado. Las fantasías de asesinato son producto de la capacidad humana para el pensamiento abstracto y la planificación hipotética. Si lo hiciera, ¿qué pasaría? Es algo que nos permite construir escenarios completos2.

Parece ser que, como este pequeño fragmento ilustra, estas fantasías que muchos podemos experimentar tienen que ver con una cuestión intrínseca a la naturaleza humana. No solo como un aspecto meramente biológico, sino que parece cumplir otra función. Una parte de la respuesta es posible encontrarla en el sentimiento que muchos pensadores han descrito como “sublime”. Que, en una primera aproximación, es una especie de catarsis de la experiencia de lo siniestro que percibimos en el exterior, como en nuestro interior. Es decir que es en estas sensaciones donde podemos reconocer en un momento de reflexión -pensamiento de segundo grado– las debilidades humanas cuando sucumben ante los vicios que, como afirmarán varios autores como Baudelaire, nos hacen más humanos. 

Con lo anterior dicho, no me refiero a que necesariamente disfrutemos que seamos vistos como diablos o demonios cuando nos disfrazamos así. En la gran mayoría de las personas, lo que nos atrae es la posibilidad de escenificación. Es decir que, cuando salimos a la calle con un disfraz, de cierta manera salimos de nuestra realidad inmediata. Abandonamos el mundo de matices tan grises que es la realidad por uno más sencillo de contrastes claros y evidentes. Sin embargo, como se venía apuntando líneas más arriba, aquel sentimiento de lo sublime está detrás de estas costumbres de disfrazarnos. Kant escribió que lo sublime se refiere a la apreciación de algo que resulta muy impactante y que a su vez, y debido al mismo impacto, produce una sensación de temor o miedo. Uno de los ejemplos que utiliza es la contemplación de los huracanes. Impacta ver la fuerza de la naturaleza que se expresa con nubes, tormentas, relámpagos y la furia del océano. Sin duda que cualquier persona que haya sido testigo de tal espectáculo tan antiguo como el mundo podrá afirmar que se trata de un sentimiento que impacta y, por supuesto, provoca el miedo. Sin embargo, ¿cuánto no se ha escrito a lo largo de la historia que cae bajo esta categoría? La narración de Paraíso perdido de John Milton –otro ejemplo del filósofo alemán– es prueba de ello. O nuestra fascinación con los libros de novela negra que tanto han cautivado al público desde principios del siglo XX. Son historias cuyo encanto estriba en la crudeza de los crímenes y cómo el trabajo del investigador se va desarrollando paralelo a los “demonios” internos del protagonista. Es innegable, entonces, que hay una dualidad que surge a partir de este sentimiento de lo sublime que nos atrae al mismo tiempo de repeler. 

Edmund Burke también analiza lo sublime que, según él, se trata de aquella sensación que “produce la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir”. Tal idea se puede conectar con la noción de “lo siniestro” –das Unheimliche– que estudió Freud; el cual, se puede explicar someramente como aquel sentimiento o sensación que evoca algo espeluznante, terrorífico, secreto, pero que, curiosamente, puede también evocar una cierta clase de familiaridad en tanto que es algo oculto para unos y por ello, cercano para otros. 

Entonces, se podría decir que esta festividad evoca en nosotros ese conocimiento que en general nos ha costado aceptar: dentro de cada uno de nosotros está la potencia de hacer actos perversos e,  incluso, diabólicos. Y es así que el príncipe de las tinieblas vuelve a reclamar su lugar por excelencia dentro del imaginario cultural en tanto que es el símbolo del mal.

Sea creyente o ateo, nadie puede poner en duda el rol que tiene la figura del demonio. Ya sea su concepción originaria como “el opositor” de Dios o su narración más romantizada como el gran líder de la rebelión que relata John Milton  y cristaliza en la frase “mejor reinar en el infierno que servir en el cielo” o la del acusador y embustero como el Mefistófeles de Goethe, el demonio siempre será nuestra analogía por antonomasia del mal. Y es en éste donde reconocemos y entendemos nuestro deleite del placer perverso que, como ya se insinuó más arriba, es algo mucho más común de lo que nos atrevemos a afirmar y se manifiesta en nuestra apreciación estética comprendida como “lo sublime”. Por ello, en el símbolo cultural del demonio comprendemos la oposición al bien  por el beneficio y deleite del ego lo que lleva a su rendición al encierro placentero de su propio y soberbio ser. 

1 Shaw, Julia: Hacer el mal, trad. de Álvaro Romero; México: Planeta, 2019, p. 56.
2 Ídem.
3 Burke, Edmund: Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello,trad. de Menene Gras Balaguer; 2a. ed., Madrid: Alianza editorial, 2014, p. 79.

 

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