Todos los días, de 10 a 3 de la tarde, el hombre hablaba sin parar. Sin bañar y con un sombrero de palma en el suelo en la puerta de la catedral, mezclaba historias con algo de crítica social y política, y con algo de dantescas premoniciones. Nadie se detenía a escucharlo. Aunque hablaba en voz alta, nunca nadie lo escuchaba. Solo se detenían a echar en el sombrero unos centavos de caridad. Un día por casualidad me detuve y escuché algo de unos perros que ladraban o que no ladraban, más bien. La verdad es que sonaba interesante la historia, así que como regresaba de la escuela saqué una libreta y un lápiz y empecé a anotar lo que el merolico decía. Se expresaba febrilmente, solo se detenía para tomar agua de una botella dentro de una bolsa de papel estraza, y continuaba a tal ritmo que me era en ocasiones difícil captar toda la trama, pero al final, lo que no lograba apuntar lo memorizaba y llegando a casa lo completaba.
El primer cuento me pareció interesantísimo: un padre cargando a un hijo herido y con mala estrella que luchaba por llegar al poblado más cercano para conseguir ayuda médica sin éxito. Casi todos los días me detuve a escucharlo hasta que una mañana la historia que contaba se alargó por horas. Incluso no asistí a clases. Anoté todo lo que pude. Versaba de un Pueblo fantasma, inhabitado, más que por las ánimas de sus antiguos pobladores. “Comala” era la localidad olvidada. Un joven que la visitaba esperando encontrar alguna ascendencia. Se me hizo una hermosa costumbre esa. Llegué a entablar cierta amistad no exenta de algún cariño, hasta que un día, pasando las fiestas de fin de año ya no lo encontré: había muerto en el atrio de la catedral, solo y con dos botellas de tequila vacías a su lado. La fosa común fue su destino. Pocos días tan tristes en mi vida, José de la Sagrada Encarnación había muerto tirado en la calle. Mi amigo se fue solo y peor que un roedor callejero. No lo volvería a ver ni a escuchar jamás. Cómo lloré ese día.
Ya hacia los años 30, se me ocurrió desempolvar mi libreta de la infancia, y publiqué la primera de las historias en una revista literaria. Gustó tanto que los publiqué casi todas, hasta que al hacer entrega del relato largo se me sugirió la posibilidad de editarlo como una novela: “Pedro Páramo” se llamó, como su protagonista principal. Después, los relatos cortos se convirtieron en el libro de cuentos “El llano en llamas”.
Soy Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno y nunca mentí en alguna entrevista a pregunta expresa de por qué no escribía más: “la gente que me contaba historias se murió”. Muchos lo tomaron como una metáfora, no es cosa mía, hoy desde donde me encuentro me abruma tanta fama, y a decir verdad, a veces creo que no me deja descansar en paz.
CARTAS A TORA 370
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