El número telefónico de casa, para bien y para mal, es una combinación muy sencilla de dígitos. Para bien puesto que, cuando el teléfono fijo era el vehículo fundamental de comunicación, resultaba muy sencillo de aprender; para mal, pues se diferencia en un solo dígito de uno de los números de emergencia del municipio. No es infrecuente que llamen después de la medianoche para reportar fallas en el servicio, con tal desesperación, que resulta difícil convencerlos de que esta es una casa particular. Más allá de esas llamadas y del servicio de Internet, puedo decir que la línea telefónica fija no tiene mayor uso.
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Viene entonces a mi memoria la utilización que yo daba en la adolescencia a ese abandonado aparato telefónico. Podía “planchar oreja” hasta una hora continua, cuando mis papás me llamaban la atención y tenía que colgar. Mis hijos, hoy adultos, vivieron la transición del teléfono fijo al celular, con todo lo que implica. Recuerdo uno de los primeros meses en que los compañeritos de mis hijos tenían telefonía móvil y los míos no. Mi hija púber se puso a llamar a los celulares de todos sus amigos; cuando vi el recibo de teléfono me fui de espaldas: ¡Había que pagar una cantidad enorme, para la que no estaba preparada!
Con seguridad cada uno de nosotros tendrá sus anécdotas personales y familiares con respecto al uso de la telefonía; inicialmente para llamadas en forma exclusiva, y con el paso del tiempo para múltiples funciones, como se utiliza en la actualidad. No es infrecuente que activemos nuestra pantalla en la mañana, para encontrar un sinfín de lo que resultan “lugares comunes digitales”: Saludos de buenos días, bendiciones y buenos deseos, que habitualmente se van reenviando, casi de manera refleja de uno a otro usuario. Ya para media mañana hemos sido sometidos a un alud de publicaciones estereotipadas carentes de una esencia personal de quien las envía. Para entonces recibimos y agradecemos tres veces el mismo dibujo de una rosa y un colibrí con los deseos de un feliz día, y tal vez nosotros hagamos algo similar: Reenviarlo por cortesía, por reflejo o por una incómoda culpa.
La tecnología nos ha abierto diversos canales de aprendizaje y comunicación. A través suyo podemos acceder a fuentes de conocimiento o de desarrollo personal que antes ni nos hubiéramos imaginado. La pandemia propició la expansión de muchas de estas redes entre individuos con intereses afines, sin importar en qué parte del mundo se encuentren. Podemos establecer nexos con grupos y personas que, sin la participación de la red, difícilmente habríamos contactar.
Cada mensaje que enviamos bien puede llevar un pedacito de nosotros mismos: Comunicar estados de ánimo; compartir los sueños personales; transmitir empatía. Más que con palabras como lugares comunes virtuales que se repiten y se repiten, perdiendo sentido en cada reenvío, hacerlo poniendo un pedacito de alma en cada línea que escribamos. Que el receptor de ese mensaje personalizado descubra que estamos pensando en él cuando escribimos lo que escribimos.
Nuestro mundo se ha vuelto como una supercarretera para el alma. Hay que correr, en ocasiones no sabemos ni a dónde vamos, pero hay que hacerlo a toda velocidad, mantener la máquina en movimiento. Esos paseos por caminos rurales y el hábito de “pueblear” de cuando en cuando, se pierden cada vez más. El espíritu no encuentra dónde reposar y abrevar unos tragos de paz. El objetivo es competir, llegar antes, ser el primero, más que vivir. Superar más que disfrutar.
El otoño es buen tiempo para la reflexión. La mudanza de las hojas nos recuerda lo caduco de nuestra propia condición. Nos llama a tener en mente que de esta vida nada nos hemos de llevar, de manera de enfocar nuestros afanes. Conectarnos para estar en contacto con el mundo allá afuera sí, pero trabajando con denuedo por una comunicación enriquecedora y vivificante; solidarizarnos con los demás y confraternizar, ahora que se vuelve tan necesario. Utilizar las redes sociales para hacernos presentes de la manera precisa con quien requiera de nuestro aliento.
Situarnos por encima de la mera conexión, su zozobra y sus angustias. Colocarnos en la comunicación auténtica entre unos y otros, para compartir los claroscuros de nuestra condición humana. Crecer y hacer crecer a través de los mensajes con sentido profundo que intercambiamos, esos que llevan una pizca de lo que en verdad somos, de aquello que nos mueve a seguir adelante, a ponerle todo el entusiasmo a lo que hacemos, y a no claudicar. Comunicar para crecer, valiéndonos de estas maravillosas vías digitales que la tecnología nos ofrece.
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