Querida Tora:
Querida Tora:
Estuve en una fiesta que nunca había visto: un “shower”. Esa palabra es inglesa y significa “chubasco”, pero aquí equivale a “despedida de soltera”. Entre nosotros no se usa; y es, como dice el nombre (el segundo, por supuesto), una fiesta que se hace para despedir de la soltería a la muchacha que se va a casar. (Al muchacho también se le hace una despedida, pero incluye muchas cosas que me daría pena contarte).
El otro día vi que en el 27 se hacían preparativos para una fiesta, y me fui a asomar. Resulta que se casa la chava del 14 dentro de unos días y sus amigas le organizaron el “chubasco”. Me quedé ahí para ver. La cosa empezó como cualquier reunión de muchachas (y algunas viejas); pero poco a poco fue subiendo de tono y hacen jueguitos verdaderamente indecentes (y si eso es en la despedida de la mujer, no quiero imaginar qué harán en la despedida del hombre). No me ruboricé porque los gatos tenemos la cara llena de pelo; pero por abajo debo haber estado como un semáforo en “alto”. Nomás sentía yo que la sangre se me subía y se me bajaba, se me subía y se me bajaba; y un calor…
Ya luego se pusieron a cenar y estuvieron más tranquilas… hasta que llegó la hora de soltar la lana. Se acostumbra hacer regalos a la novia y a veces dinero, para que se compre lo que quiera. Ésta era de dinero. Con todo el dolor de su corazón, cada quien dio su cuota; y ya se disponían a echarse unos alcoholes para aliviar el mal rato, cuando llegan tres guaruras y les piden que paguen el impuesto. Se quedaron todas esputrefactas. (¿Te gustó la palabrita? No es mía, sino de un autor español; pero no te digo su nombre porque no lo conoces) Cuando reaccionaron, se pusieron a gritar: “¿Qué impuesto? ¿Por qué impuesto?”
Al oír el escándalo llegaron todas las viejas de la vecindad y todas se fueron contra los guaruras. Les pegaron hasta por debajo de la lengua (¿Te imaginas?). Los pobrecitos no sabían dónde meterse y uno de ellos corrió a llamar al portero. Éste llegó hecho un energúmeno, diciendo que sus guaruras eran la autoridad máxima (después de él), que todos debían obedecerlos (menos él) y que era indignante tratar mal a seres humanos que lo único que hacían era cumplir con su deber (igual que él).
No le valió de nada. Se le fueron todas encima gritando y manoteando (la del 9, que hace tiempo le tiene ganas, le dio un puntapié en la parte baja de la espalda, que se las dejó moradas; lo bueno fue que él no supo quién había sido). Le dijeron que aquella era una fiesta privada, que el dinero era el regalo para la novia, no el producto de una transacción comercial, que ellas tenían el derecho de dar su dinero a quien les diera la gana y que él no podía meterse en eso.
El les contestó que todo el que hiciera uso de los recursos de la vecindad, fuera para lo que fuera, tenía que pagar por ello. Y ellas estaban usando ese departamento. “Es mío”, gritó la del 27, “que bastante me costó. Y usted lo sabe muy bien”. “Será suyo”, respondió, “pero está dentro de la vecindad: su piso es el techo del de abajo, y sus paredes son las paredes del de junto, y tienen que pagar”.
Para entonces, empezaron a llegar los señores. Pero el portero no se achicó, y le hizo frente a todos. Dos de los guaruras, aburridos, se quedaron dormidos parados. La del 9 se despachó a gusto dándoles puntapiés, con la aprobación del portero; pero apenas abrían los ojos los volvían a cerrar. Los otros andaban de un lado para otro, conteniendo a las más bravas, que querían sacarle los ojos al portero “para que no volviera a meterse donde no lo llaman”.
La novia lloraba en un rincón, diciendo que sin ese dinero no podrían irse de luna de miel y no habría boda. Desesperada, se acercó al portero y le dijo que mejor le pagaba en especie, y se empezó a quitar el brassiere. Todos quedaron en suspenso, esperando la reacción del portero. Pero en eso llegó el novio y al ver lo que ocurría, se quitó su playera, se la puso a la novia y enfrentó al portero, diciéndole que viniera a cobrarle a él. Al verlo así, con el torso desnudo y hecho un gallito, pareció que el portero se iba a cobrar en especie.
Entonces entré yo en acción, temiendo que aquello acabara en una masacre. Llamé a todos los gatos y nos dejamos hacer sobre la multitud, rasguñando y mordiendo sin fijarse en quién, pero preferentemente al portero y sus guaruras. En dos minutos se dispersaron todos y el portero se quedó con las ganas de cobrar el impuesto. Pero se portó prudente, y para apaciguar los ánimos mandó pasar una película (aunque no fuera sábado). Esta vez fue “La Miel Se Fue de la Luna”, que espero que no resulte profética y les fastidie a los muchachos su luna de miel, porque mientras pasaba la película se quedó hablando con sus guaruras y maldiciéndonos a todos los gatos de la vecindad. A ver si no trae unos perros para fastidiarnos. Te aseguro una cosa: ésto no se va a quedar así. Lo conozco. En fin, ya te contaré, si es que vivo para contarlo.
Te quiere,
Cocatú
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