Querida Tora:
Me despertó la vieja del 48, que siempre llora a gritos. Yo estaba durmiendo tranquilamente en la ventana del 26, donde vive una familia muy simpática compuesta por papá, mamá y tres hijos pequeños, con los cuales me llevo muy bien. Y en la ventana había tres vecinas, además de la del 48, que se estrujaban los dedos y rechinaban los dientes y llamaban a otras para que fueran a oír. Yo también me puse a oir, por supuesto.
¿Y qué crees? Estaba una señora de no malos bigotes (¿Por qué les dirán así, si las mujeres no tienen bigotes? Bueno, algunas sí, pero suelen ser las menos estimadas) pidiendo – no, pidiendo no: exigiendo – a la dueña de la casa que dejara a su marido porque ella (la de los bigotes) era su amante, y se le hacía injusto que le diera todo a la esposa; y a ella, poco menos que nada. Y le enseñaba un bulto que traía en brazos, y que de vez en cuando lloraba.
-¿Ves? -le decía, con la voz ahogada en llanto – Yo sólo tengo un hijo, Y tu tienes 3 ó 4, no sé, porque no lo apunté en mi agenda. Y mira qué chiquito está (Y le enseñaba al bebé, que volvía a llorar). Ustedes se llevan todo su sueldo, y a mí me quedan sólo las migajas. El otro día fue el cumple-mes de mi bebé (Nuevo llanto), ¿y qué crees que le llevó de regalo? ¡Un chupón! Pero un chupón recortado de una revista, porque no le alcanzó ni para comprarle uno de verdad. Y el pobre, tan ilusionado que estaba…
El coro de vecinas sofocó un gemido a duras penas. Yo no lo podía creer de un muchacho que se veía tan enamorado de la esposa.
La mujer también se echó a llorar y dijo a sus niños, que estaban amontonados detrás del sillón que se fueran, que esas eran cosas de adultos. Y que no creyeran nada de lo que la mujer decía.
-Es que no puede ser – afirmó la esposa con un hilo de voz – Todos los días se acuesta conmigo, y a la mañana siguiente está aquí, a mi lado. ¿A qué hora…?
-Lo que menos les importa a los hombres es la hora. A veces se levanta como a las once, cuando tu ya te hartaste de él y te duermes, y entonces va a verme. Pero a veces me lo dejas hecho un trapo, y apenas tiene fuerzas para darme un beso. Eres una exagerada para esas cosas del amor.
-Ay, perdón, es que yo no sabía…
-Sí, lo sé. Pero mira en qué lujo vives (¿De lujo en una vecindad? ¿Pues dónde vive ella?).
Eso me lo aclaró enseguida ella misma:
-En un cuarto de azotea, con otras mujeres en las mismas condiciones. No, los hijos de ellas no son de tu marido, porque él sólo me quiere a mi. Pero somos como hermanas, y cuando a alguna nos falta leche, otra se encarga de amamantar a nuestro hijo, Pero nos estamos quedando en los huesos las tres porque, además, cuando llega alguno de los hombres, dos nos tenemos que salir a la azotea, y a veces hace un viento…Tu tienes madre, ¿verdad?
La esposa apenas pudo asentir débilmente.
-¿Ya ves? A ti no te falta nada. Yo no tengo madre, ni padre ni perro que me muerda. Por eso te exijo que dejes de ser egoísta y te salgas de este departamento para dejárnoslo a nosotros.
-¿Pero qué voy a hacer? No tengo dinero…
-Por eso te pregunté si tienes madre, porque puedes irte con ella. Una madre nunca abandona a sus cachorros. Además, tú sabes trabajar. Yo nunca he trabajado. No me enseñaron – declaró con voz acusatoria la amante, avergonzada.
-Yo no puedo decidir una cosa así. Espera a que venga mi marido y…
-Y le haces una escena, ¿verdad? Y él se compadece de ti, y a mi me echa a la calle sin compasión. A mi y a mi hijo.
Y, muy convenientemente, el bebé volvió a llorar.
-Pero todavía no hago la comida. ¿Qué le voy a dejar? Además, tendría que hacer maletas…
-Yo te ayudo. Y por la comida no te apures. Le pediré que me lleve a comer fuera. Para celebrar.
La pobre esposa estaba hundida en un mar de dudas. (Se oye bien, ¿verdad?) Y parecía a punto de ceder. Pero en eso, ¿qué crees? ¡Que llega el marido!.
Las vecinas dieron un grito de espanto. Yo me levanté, arqueando el lomo, porque no podía hacer otra cosa. Y el muchacho, al ver aquella escena (El niño no lloró) preguntó, con voz espesa por la emoción:
¿Qué pasa? ¿Quién es usted?:
-¿No la conoces?
El esposo, sin vacilar, negó enérgicamente.
-Ay, perdón – dijo la mujer – ¿No es ésta la calle de Arenal número…?
-Calle Arena -dijo casi a gritos el coro de vecinas.
-Ay, perdóneme. Me equivoqué. Que tengan una bonita tarde.
Y salió de estampida, como temiendo algo. Los niños entraron corriendo, a abrazar al padre y a la madre. Y todos lloraron juntos, pero de alegría.
Y todo, por culpa de una despistada.
Te quiere.
Cocatúi
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