Querida Tora:
Fíjate que llegó a la vecindad una señora nueva (en el buen sentido de la palabra), que inmediatamente nos intrigó a todos. Es muy misteriosa. Llegó como con veinte maletas, ocho baúles y un número infinito de bultos, todos de diferentes colores y formas, algunos hasta brillantes y que parecían llenos de estrellas. No sabes cómo la miraron las chismosas de la vecindad (en una palabra, todas). Yo también. Y me metí a su vivienda, a ver qué era todo aquello.
Así, a la entrada, colgó cortinas y puso luces de colores. En el centro, una mesa con una bola de cristal encima, varios juegos de naipes, un recipiente con agua, una varita (¿mágica?), una calavera, un sapo verde disecado y no sé cuántas cosas más. Enseguida me dije: Esta es una adivina, ¿Y qué crees? Adiviné.
Al principio no dijo nada, y se limitaba a andar por el patio sin hablar con nadie. Si acaso, contestaba los saludos con una inclinación de cabeza. Pero yo me di cuenta de que oía con atención todo lo que se decía a su alrededor. Y un día en que estaba el patio rebosante de gente y de chismes, se interpuso en el camino de la señora del 44, una mujer muy poquita cosa y muy asustadiza, y le dijo con voz potente y hueca: “¡Cuidado! Cuídate de ese hombre, que te va a llevar por el camino de la perdición”. La pobre mujer se estremeció de arriba abajo (eso no es muy meritorio, porque es chaparrita), se encerró en su casa; y en la tarde que la fue a visitar un señor que ya es habitual, lo echó con cajas destempladas, a gritos y tirándole cuanto encontró a mano. Y no me lo vas a creer, pero luego les dijo a las vecinas que ese hombre era agente de una casa de lenocinio (consulta el diccionario, porque a mí me da pena decirte lo que significa) y que se la quería llevar. Excuso decirte que todas las viejas la felicitaron por haber tenido el valor de echarlo de su casa y de su vida.
A raíz de eso, las vecinas empezaron a hacerle plática, y a visitarla. Y al poco tiempo, ya iban a consultarle sus problemas y a pedirle que les echara la buenaventura. Ella accedía, complacida, y les cobraba por el “servicio” (porque de algo tenía que vivir; que si no, se las echaba gratis, porque le caían muy bien). En unas cuantas semanas, se hacían colas a la puerta de la vivienda de Madame Sura (así dice que se llama, pero debe ser un nombre “artístico”). Y también venían de las vecindades cercanas.
¿Y el portero?, te preguntarás. El portero se presentó una noche, bastante tarde (para que no se dieran cuenta los vecinos) y le dijo que en la vecindad no podía lucrar; y que si lo hacía, justo era que compartiera sus ganancias con él. Y le fijó una cuota por cada persona que la visitara. Madame Sura no se inmutó, sino que entró en trance (o sea, se puso patitiesa y habló con voz ronca) y le dijo que el domingo tendría su respuesta. El portero se puso pesado con que quería una respuesta inmediata; pero la voz de Madame Sura se hizo casi un rugido, echó chispas por los ojos y le dijo que no la presionara. El portero se impresionó mucho, aunque lo disimuló bastante bien, y le dijo que la esperaba hasta el domingo, pero no más.
Yo me pasé esos días en la vivienda de la Madame, pues quería ver lo que iba a preparar para el domingo. Pero ella siguió con sus paseos por el patio, aunque sí noté que platicaba más con las vecinas, y cuando llegaba a su casa escribía algunas notas y pasaba algunos ratos pensativa.
Y llegó el domingo. Precisamente, el portero había citado a los vecinos a junta para discutir alguna tontería, así que estaban casi todos en el patio, sentaditos, esperando las palabras de la “autoridad máxima”. Y a las doce en punto, cuando el patio hervía de expectación, apareció Madame Sura, que por cierto se veía más alta (aquí entre nos, se puso unos tacones enormes, que no se le notaban porque llevaba una falda muy larga) y más desmelenada que nunca, y de un salto se plantó en el estrado, frente al portero. Este como que se chiveó (Diccionario Folklórico, por favor) un poco, pero aguantó como un buen torero y hasta la miró con ojos centelleantes (se había puesto un poco de diamantina en los párpados para la ocasión). Entonces, Madame Sura hizo unos giros rápidos, en que le revolotearon todas las túnicas y trapos que se había puesto, y con voz salida de las entrañas de la tierra, dijo:
-Cuidado con lo que haces, cuidado con lo que pides. Los hados te han sido favorables, pero se te pueden voltear. Y si exiges más de lo que debes, te secarás por completo, y ya no podrás regar a ninguna Flor. Ni siquiera a una hierbita.
El portero se quedó pálido, porque precisamente la Flor lo estaba esperando en la portería, y venía bastante alegre y jacarandosa, y no quiso ni imaginar lo que pasaría si se quedaba seco. Así que canceló la junta, alegando una leve indisposición, se tomó unos cuantos alipuses (te imaginas lo que son, ¿no?) y puso en acción la regadera.
Sin embargo, no se volvió a acercar a la Madame; la saludaba muy atentamente cuando se la encontraba en el patio, y la dejó hacer su negocio tranquilamente, Lo que puede una amenaza bien dicha, ¿verdad?
Bueno, mi amor, pórtate bien, y hasta la próxima.
Te quiere,
Cocatú
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