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“La Adelita”, canción inspirada en Adela Velarde, escrita por el compositor y sargento Antonio Gil del Río Armenta:
En lo alto de una abrupta serranía,
acampado se encontraba el regimiento.
y una moza que valiente lo seguía
locamente enamorada del sargento.
Popular entre la tropa era la Adelita
la mujer que el sargento idolatraba,
y además de ser valiente era bonita,
que hasta el mismo coronel la respetaba.
Y se oía, que decía, aquel que tanto la quería:
Si Adelita se fuera con otro
la seguiría por tierra y por mar,
si por mar en un buque de guerra,
si por tierra en un tren militar.
Y si acaso yo muero en campaña,
Y mi cadáver lo van a sepultar,
Adelita, por Dios, te lo ruego,
que por mí no vayas a llorar.
A pesar del tortuoso camino de la sanación mental, sigues lamiendo esas heridas que te laceraron. Porque te acuerdas de todo. Del portal del rancho. Del indio tirado a un lado del bote de basura saqueado por ratas enormes mientras caminabas para salir de ese mundo.
Otra vez te sujetan a la camilla, el juego de la inmovilización con correas de cuero. Te ponen cosas en la cabeza. Esas personas son meticulosas. Escuchas un sonido y percibes un olor que te recuerda vagamente a algo chamuscado, ¿piel? Una corriente eléctrica hizo que tu cuerpo se tensara con violencia. Tus músculos se endurecieron, tu cuerpo arqueado desafiaba a tu voluntad. El aire pesaba. Un zumbido te ensordecía mientras el tormento te llegaba silencioso. En esos momentos tu dermis era una página en la que se escribía la desesperación y el dolor. Los tendones de tu cuello parecen unas cuerdas tiesas. Tus ojos, esos en otro momento vigorosos, se abrían para conocer el vacío, mientras tus dedos en garra se clavaban en un espectro que reconocías. Empiezan las convulsiones, ritmos frenéticos que te llevan a otra dimensión.
Eres una marioneta, un experimento. Estás reducida a un espectáculo. A la fragilidad de la que huías.
Un gemido ahogado se escapó de tu garganta. Escuchas otro chasquido. Todo se repite como si tu cerebro hubiera sido devorado por la máquina. La mitad de tu rostro paralizada, la otra mitad se torcía agonizante. El silencio tomó el cuarto compitiendo con tu respiración.
Ahí está. Contigo. Sólo para ti. Eras tan pequeña cuando cambiaste tus ropas de niña por una blusa de manta, unas enaguas y falda larga amplia de algodón, ese rebozo sobre los hombros, huaraches porque no te dieron botas, tus trenzas recogidas para ir a combate. No podía faltar el rifle y las cartucheras cruzadas en el pecho, ni el machete que sí conseguiste de otro indio muerto. Luchaste a su lado. Eras valiente. Querías justicia y libertad. Fuiste su espía y mensajera.
Y te abandonó. Te mutilaron en el campo de batalla. Te manipuló y ya no le servías. Te acusó de traición al regimiento.
Te encontraron sucia y sangrando. Caminabas sin rumbo en un sendero polvoriento testigo de los pasos revolucionarios, y cantabas:
Si Adelita se fuera con otro
la seguiría por tierra y por mar,
si por mar en un buque de guerra,
si por tierra en un tren militar.
Y si acaso yo muero en campaña,
Y mi cadáver lo van a sepultar,
Adelita, por Dios, te lo ruego,
que por mí no vayas a llorar.
Te agitas con desesperación. La trenza que sujeta tu cabello largo y negro se deshace con el brusco movimiento y se pega a tu cara sudorosa. Gritas, ¡quiero mi escopeta!, ¡quiero mis botas y a mi general, cabrones! Yo le entro, no me rajo, ¡suéltenme!, ¡ya vienen los villistas! Te ven como una loca. ¡Pobre!, dicen.
Se acerca la enfermera nuevamente con los electrodos, sus movimientos son firmes y monótonos como si lo hubiera hecho miles de veces. Los ajusta a tus sienes. Te arqueas, ahora balbuceas. Fuera se escuchan cascos de caballo. Se abre la puerta de la habitación. Aparece un indio descalzo, rifle en mano. ¡Arriba Pancho Villa!, grita. Resonaron entonces cinco balazos. Todo se oscureció.
. . .
Andrés Ríos Molina ha realizado una extraordinaria labor de investigación en su libro La locura durante la Revolución Mexicana, Los primeros años del Manicomio General La Castañeda, 1910-1920. Es un referente para vincular el propósito de este trabajo, del inicio de la historia.
El edificio de El Manicomio General de La Castañeda había sido proyectado para dar cobijo a 1200 pacientes. Los principales hospitales que derivarían y, en su caso, con ello ayudarían al magno proyecto fueron El Divino Salvador que recluía exclusivamente a mujeres y el San Hipólito para hombres; hubo otro, el Hospital para Epilépticos de Texcoco que remitió a pocos internos.
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